Por Borja Vilaseca
La educación emocional es un fenómeno imparable. Consiste en desarrollar las capacidades y potencialidades innatas que residen en el interior de los niños, facilitando que se conviertan en la mejor versión de sí mismos.
Estamos educando a las nuevas generaciones para vivir en un mundo que ya no existe. El sistema educativo parece haberse estancado en la Era Industrial en la que fue diseñado. Desde que empezamos a ir a la escuela, nos han venido insistiendo que «estudiemos mucho», que «saquemos buenas notas» y que «obtengamos un título universitario». Y eso es lo que muchos de nosotros hemos procurado hacer. Nos creímos que una vez finalizara nuestra etapa de estudiantes, encontraríamos un «empleo fijo» con un «salario estable».
Pero dado que la realidad laboral ha cambiado, estas consignas académicas han dejado de ser válidas. De hecho, se han convertido en un obstáculo que limita nuestras posibilidades profesionales. Y es que las escuelas públicas se crearon en el siglo XIX para convertir a campesinos analfabetos en obreros dóciles, adaptándolos a la función mecánica que iban a desempeñar en las fábricas. Tal como apunta el experto mundial en educación, Ken Robinson, “los centros de enseñanza secundaria contemporáneos siguen teniendo muchos paralelismos con las cadenas de montaje, la división del trabajo y la producción en serie impulsadas por Frederick Taylor y Henry Ford”.
Si bien la fórmula pedagógica actual permite que los estudiantes aprendan a leer, escribir y hacer cálculos matemáticos, “la escuela mata nuestra creatividad”. A lo largo del proceso educativo, la gran mayoría perdemos la conexión con esta facultad, marginando por completo nuestro espíritu emprendedor. Y como consecuencia, empezamos a seguir los dictados marcados por la mayoría, un ruido que nos impide escuchar nuestra propia voz interior.
LA VOZ DE LOS ADOLESCENTES
“Desde muy pequeño tuve que interrumpir mi educación para empezar a ir a la escuela.”
(Gabriel García Márquez)
Cada vez más adolescentes sienten que el colegio no les aporta nada útil ni práctico para afrontar los problemas de la vida cotidiana. En vez de plantearles preguntas para que piensen por sí mismos, se limitan a darles respuestas pensadas por otros, tratando de que los alumnos amolden su pensamiento y su comportamiento al canon determinado por el orden social establecido.
Del mismo modo que la Era Industrial creó su propia escuela, la Era del Conocimiento emergente requiere de un nuevo tipo de colegio. Básicamente porque la educación industrial ha quedado desfasada. Sin embargo, actúa como un enfermo terminal que niega su propia enfermedad. Ahogada por la burocracia, la evolución del sistema educativo público llevará mucho tiempo en completarse. Según Robinson, “ahora mismo sigue estando compuesto por tres subsistemas principales: el plan de estudios (lo que el sistema escolar espera que el alumno aprenda); la pedagogía (el método mediante el cual el colegio ayuda a los estudiantes a hacerlo); y la evaluación, que vendría a ser el proceso de medir lo bien que lo están haciendo.”
La mayoría de los movimientos de reforma se centran en el plan de estudios y en la evaluación. Sin embargo, “la educación no necesita que la reformen, sino que la transformen”, concluye este experto. En vez de estandarizar la educación, en la Era del Conocimiento va a tender a personalizarse. Esencialmente porque uno de los objetivos es que los chavales descubran por sí mismos sus dones y cualidades individuales, así como lo que verdaderamente les apasiona.
En el marco de este nuevo paradigma educativo está emergiendo con fuerza la “educación emocional”. Se trata de un conjunto de enseñanzas, reflexiones, dinámicas, metodologías y herramientas de autoconocimiento diseñadas para potenciar la «inteligencia emocional». Es decir, el proceso mental por medio del cual los chavales puedan resolver sus problemas y conflictos emocionales por sí mismos, sin intermediarios de ningún tipo.
La base pedagógica de esta educación en auge está inspirada en el trabajo de grandes visionarios del siglo XX como Rudolph Steiner, María Montessori u Ovide Decroly. Todos ellos comparten la visión de que el ser humano nace con un potencial por desarrollar. Y que la función principal del educador es acompañar a los niños en su proceso de aprendizaje, evolución y madurez emocional. En esta misma línea se sitúan los programas de la educación lenta, libre y viva que están consolidándose como propuestas pedagógicas alternativas dentro del sistema. Eso sí, el gran referente del siglo XXI sigue siendo la escuela pública de Finlandia, país que lidera el ranking elaborado por el informe PISA.
¿PARA QUÉ SIRVE LA EDUCACIÓN?
“Educar no consiste en llenar un vaso vacío, sino en encender un fuego latente.”
(Lao Tsé)
La educación emocional está comprometida con promover entre los jóvenes una serie de valores que permita a los chavales descubrir su propio valor, pudiendo así aportar lo mejor de sí mismos al servicio de la sociedad. Entre estos, destacan:
Autoconocimiento. Conocerse a uno mismo es el camino que nos conduce a saber cuáles son nuestras limitaciones y potencialidades, convirtiéndonos en la mejor versión de nosotros mismos.
Responsabilidad. Cada uno de nosotros es la causa de su sufrimiento y de su felicidad. Asumir la responsabilidad de hacernos cargo de nosotros mismos emocional y económicamente es lo que nos permite madurar como seres humanos y realizar nuestro propósito de vida.
Autoestima. No vemos el mundo como es, sino como somos nosotros. De ahí que amarnos a nosotros mismos sea fundamental para construir una percepción más sabia y objetiva de los demás y de la vida, nutriendo nuestro corazón de confianza y valentía para seguir nuestro propio camino.
Felicidad. La felicidad es nuestra verdadera naturaleza. No tiene nada que ver con lo que tenemos, con lo que hacemos ni con lo que conseguimos. Es un estado interno que florece de forma natural cuando recuperamos el contacto con nuestra verdadera esencia.
Amor. En la medida que aprendemos a ser felices por nosotros mismos, de forma natural empezamos a amar a los demás tal como son y a aceptar a la vida tal como es. Así, amar es sinónimo de tolerancia, respeto, compasión, amabilidad y, en definitiva, dar lo mejor de nosotros mismos en cada momento y frente a cualquier situación.
Talento. Todos tenemos un potencial y un talento innato por desarrollar. El quid de la cuestión consiste en atrevernos a escuchar a nuestra voz interior, la cual, al ponerla en acción, se convierte en nuestra auténtica vocación. Es decir, aquellas cualidades, fortalezas, habilidades y capacidades que nos permitan emprender una profesión útil, creativa y con sentido.
Bien común. Las personas que han pasado por un profundo proceso de autoconocimiento se las reconoce porque orientan sus motivaciones, decisiones y acciones al bien común de la sociedad. Es decir, aquello que nos hace bien a nosotros y que, además, hace bien al conjunto de la sociedad, tanto en nuestra forma de ganar como de gastar dinero.
En vez de seguir condicionando y limitando la mente de las nuevas generaciones, algún día -a lo largo de esta era- los colegios harán algo revolucionario: educar. De forma natural, los niños se convertirán en jóvenes con autoestima y confianza en sí mismos. Y estos se volverán adultos conscientes, maduros, responsables y libres, con una noción muy clara de quiénes son y cuál es su propósito en la vida. El rediseño y la transformación del sistema educativo es, sin duda alguna, uno de los grandes desafíos contemporáneos. Que se haga realidad depende de que padres y educadores se conviertan en el cambio que quieren ver en la educación.
Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 14 de diciembre de 2014.