Por Borja Vilaseca
Uno de los rasgos más distintivos de la humanidad es su enorme resistencia al cambio. Sin embargo, el planeta nos está pidiendo a gritos que despertemos para modificar nuestra relación con la naturaleza.
Los seres humanos somos una especie muy eficaz a la hora de construir imperios, edificar civilizaciones y desarrollar culturas. Pero muy ineficiente para mantenerlos con el paso del tiempo. Hasta ahora, siempre hemos suspendido en materia de sostenibilidad. Basta con echar un vistazo a lo que ha sucedido desde que la humanidad comenzó a dar sus primeros pasos.
Todas las supersociedades que han poblado el planeta han terminado en las salas de los museos y en los libros de historia. Nos referimos a la civilización sumeria. A la egipcia. A la helénica. A la china. A la persa. A la romana. A la azteca. A la inca… Si bien algunas de estas culturas existieron durante más de 3.000 años, a día de hoy apenas conservamos unos cuantos monumentos y ruinas como recuerdo.
Aunque el statu quo intente preservar y perpetuar un mismo modelo de sociedad, nada es permanente. Prueba de ello es que nuestra manera de comprender y de relacionarnos con la realidad está en constante evolución. De ahí que no sirva de nada resistirnos al cambio. Todos los sistemas sociales, políticos, financieros y energéticos que hemos ido creando han tenido un origen, un punto de máxima expansión, un proceso de decadencia y su consiguiente transformación.
No es que hayan desaparecido ni se hayan destruido, sino que han ido mutando por medio de las denominadas «crisis sistémicas». Es decir, las que remodelan los fundamentos psicológicos, filosóficos, económicos y ecológicos del sistema. Así, nuestra incapacidad para conservar las cosas tal como son no es un hecho bueno ni malo: forma parte de un proceso tan natural como necesario.
LA HORA DE MADURAR
Nada puede evolucionar sin transformarse. A lo largo de este proceso primero descubrimos que tenemos la capacidad de destruir. Luego de reparar. Y finalmente de vivir en un perfecto estado de equilibrio. Por eso todo lo que sucede no es bueno ni malo, sino necesario.
(Gerardo Schmedling)
Esto es precisamente lo que le está sucediendo a la civilización occidental y, más concretamente, al capitalismo que la abandera. No podemos seguir desarrollándonos tal y como lo hemos venido haciendo desde hace más de 50 años. Y no por argumentos morales, sino por una simple cuestión de sentido común. Dado que no sabemos hacia dónde vamos, el crecimiento económico no nos está llevando a ninguna parte. Es hora de madurar y asumir que tarde o temprano vamos a presenciar el colapso de este modelo basado en el endeudamiento crónico.
Y lo cierto es que dada la ineficiencia e insostenibilidad de la economía de los materiales –por medio de la que estamos literalmente consumiendo el planeta–, cada vez más expertos advierten sobre un fenómeno emergente: la «entropía». Se trata de un concepto en auge debido al debate que vienen generando desde hace años el imparable calentamiento global.
Así, la entropía se refiere al uso energético que una especie determinada hace sobre el medio ambiente que la sostiene. Y más concretamente, a la sobreexplotación que una sociedad realiza sobre el ecosistema en el que vive, provocando que ese medio natural sea incapaz de proveer a dicha comunidad los recursos energéticos que necesita para preservar su modelo de funcionamiento y crecimiento.
Precisamente por este motivo, el cambio y la transformación son inherentes a cualquier civilización que pretenda sobrevivir y prosperar con el paso del tiempo. Tanto es así, que tomar una actitud conservadora es completamente antinatural. Por más que nos resistamos, estamos condenados a evolucionar. Más que nada la evolución es el principio fundamental que rige el funcionamiento de la vida. Por eso siempre gana.
Este artículo es un capítulo del libro El sinsentido común, de Borja Vilaseca, publicado en 2011.