Por Borja Vilaseca

Conocerse a uno mismo es doloroso, pero en la medida en que vamos evolucionando en consciencia y sabiduría nos libera del sufrimiento. Y entonces, ¿por qué en general nos resistimos tanto a iniciar el viaje del autoconocimiento? ¿Por qué solemos tener de antemano tantos prejuicios acerca del desarrollo espiritual? ¿Por qué hacemos todo lo humanamente posible para evitar bucear en las profundidades de nuestro interior? ¿Y por qué, en definitiva, hemos de tocar fondo y adentrarnos en la noche oscura del alma para iniciar este proceso de cambio?

La respuesta a estas preguntas es muy sencilla: porque tememos confrontar nuestra propia «sombra». Se trata de nuestro lado oscuro. Es decir, de aquello que ignoramos acerca de nosotros mismos y de lo que somos completamente inconscientes. Esta oscuridad está compuesta por heridas y traumas de nuestra infancia no sanados. Por eso solemos protegernos tras una coraza. También incluye aquellos defectos que tanto nos limitan en nuestra relación con nosotros y con los demás. Esta es la razón por la que nos solemos ocultar tras una máscara.

Nuestra sombra también se nutre de aquellos demonios internos con los que todavía seguimos en guerra. No en vano, todos tenemos muchos conflictos no resueltos. Todos albergamos mucho dolor reprimido. Y también muchos miedos, temores e inseguridades. Muchas decepciones, desilusiones y frustraciones. Muchos complejos y carencias. Mucha ansiedad, culpa y rencor. Mucho enfado, ira y rabia. Muchas debilidades e incoherencias. Mucha envidia, vanidad y tristeza… ¿Por qué sino utilizamos colonia, champú y desodorante a diario? Pues para intentar que nuestras «caquitas emocionales» no huelan demasiado.

Nuestro lado oscuro es la parte del iceberg que no se ve. La que está por debajo de la superficie. Y la que nos mantiene activamente desdichados. También es el alimento que utiliza el ego para mantenerse fuerte, preservando su hegemonía y su reinado. De hecho, cuanto mayor es nuestra sombra, mayor también es nuestra identificación con este yo ficticio. Y debido a la influencia de la moral judeocristiana, seguimos peleados con esta parte de nosotros mismos. Esencialmente porque solemos juzgar, rechazar y negar nuestra oscuridad. Tanto es así que en general hacemos ver que no existe, evitando en la medida de lo posible mostrar cualquier atisbo de vulnerabilidad.

A su vez, solemos disimular y aparentar que todo nos va estupendamente, tratando de irradiar una pseudoluz fingida y completamente artificial, acorde con la sociedad del postureo y del escaparate en la que vivimos. Esta es la razón por la que nadie cuelga fotos en las redes sociales llorando o compartiendo sus miserias personales. Todo lo contrario: procuramos aparentar que somos felices, esperando que los demás no se den cuenta de la insatisfacción crónica que nos acompaña allá donde vamos.

La paradoja es que al condenar nuestro lado oscuro, estamos impidiendo y obstaculizando que se manifieste nuestra parte luminosa. Y es que para irradiar luz primero hemos de aceptar, amar y estar en paz con nuestra oscuridad. Así, hemos de conocernos tan profundamente que sea imposible que nos escandalicemos cuando alguien señale alguno de nuestros peores defectos. Por más que intentemos huir de nuestra sombra, nos acompaña a todas partes. De hecho, cuanto más intentamos negarla y reprimirla, más poder tiene sobre nuestra mente y nuestros pensamientos subconscientes. Y por ende, acaba controlando y adueñándose de nuestras actitudes y comportamientos, convirtiéndonos en meras marionetas.

LUZ VERSUS OSCURIDAD
“Sé amable siempre, pues cada persona con la que te cruzas está librando una batalla de la que no sabes nada.”
(Platón)

La luz y la oscuridad son inseparables. Son las dos caras de una misma moneda. No puede existir la una sin la otra. Están hechas de lo mismo, solo que en diferentes grados. Por eso hay noche y día. Debido al infantilismo dominante en nuestra sociedad, tendemos a idealizar lo luminoso y a condenar lo oscuro. Sin embargo, ni la luz es buena ni la oscuridad es mala. Ambas son neutras y necesarias. 

Del mismo modo, nuestros defectos y nuestras cualidades están hechos de lo mismo. No en vano, nuestros defectos más oscuros son en realidad un déficit de nuestras cualidades luminosas en potencia. Lo cierto es que no somos nuestros defectos; no nos machaquemos por ellos. Ni tampoco somos nuestras cualidades; no nos vanagloriemos por ellas. Tanto nuestros defectos como nuestras cualidades vienen de serie. Son innatas y, por tanto, estructurales. Eso sí, que se manifiesten unos u otros es una cuestión coyuntural. Es decir, que aparecen en función de nuestro nivel de consciencia, estado de ánimo y grado de comprehensión.

En vez de alabar lo luminoso o rechazar lo oscuro, el reto consiste en ser conscientes y estar en paz con todo aquello que forma parte de nuestra personalidad. Y hacerlo de tal forma que no nos tomemos como algo personal ni lo uno ni lo otro. Para lograrlo, se trata de ser autocríticos con nuestros defectos, de manera que podamos aprender de ellos. Así como humildes con nuestras cualidades, restándole importancia al hecho de poder expresarlas.

Para poder iluminar nuestra sombra es fundamental aprovechar nuestros conflictos y perturbaciones. De hecho, si las sabemos gestionar adecuadamente, nuestras caquitas emocionales son el abono que nos permite que florezca nuestra naturaleza esencial. Para lograrlo, cada vez que algún estímulo externo nos moleste es una oportunidad para mirar nuevamente hacia dentro. Esencialmente porque la causa de nuestro sufrimiento siempre está en nuestro interior. Y tiene todo que ver con nuestra herida de nacimiento, así como con el mecanismo de defensa el ego o yo ilusorio que hemos ido desarrollando inconscientemente para protegernos.

Eso sí, nada más entrar en nuestro mundo interno comprobamos aterrados que todo está a oscuras. De ahí que nuestra primera reacción sea huir de ahí a toda velocidad. Sin embargo, hemos de saber que no nos va a comer ningún monstruo. Y que en la medida en que nos adentremos en nuestra madriguera, tarde o temprano sabremos encender la luz. Al principio lo haremos con una cerilla o un mechero. Más tarde con una antorcha o una linterna. Y finalmente encontraremos un interruptor desde el que podremos iluminar nuestro interior. Y como consecuencia, empezaremos a ser fuente de luz para otros.

*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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