Por Borja Vilaseca
Para muchas personas, el día más feliz es cuando nació alguno de sus hijos. Y el día más triste, cuando muere alguno de sus seres más queridos. Es decir, que en general ensalzamos la vida y vilipendiamos la muerte. Tanto es así que se trata de un tema tabú en nuestra sociedad. Principalmente porque al ego no le gusta nada que le recuerden que tarde o temprano va a morir. De hecho, vive en negación constante de su propia mortalidad. De ahí que lo pase tan mal cuando fallece alguien cercano. Más allá del dolor que siente por la pérdida, también lo confronta con su inevitable destino.
Esta es una de las razones por las que la cultura occidental ha convertido la muerte en un drama. Prueba de ello es que el ambiente que se respira en la mayoría de los funerales sea de absoluta desolación. Y que en el velatorio se hable siempre del muerto con desazón. El ego tacha cualquier otra actitud como una falta de respeto. Parece que si no sufrimos por el fallecido es como si no nos importara. De forma inconsciente, medimos el amor que le profesamos al difunto con nuestro nivel de desolación y de abatimiento.
Sea como fuere, en general sentimos un profundo miedo a la muerte. Esencialmente porque estamos apegados a la vida. No en vano, seguimos identificados con el yo ilusorio, cuya principal preocupación es garantizar su propia supervivencia. De este temor se han aprovechado las diferentes religiones, cuyo producto más vendido es la vana promesa de salvación que asegura nuestra continuidad en el más allá. La noción de que existe un cielo donde descansaremos en paz y viviremos para siempre actúa como un «prozac espiritual» para los que seguimos vivos en la Tierra. Y a pesar de no tener la certeza de si es verdad o no, la gente lo compra ciegamente con la finalidad de aplacar la ansiedad que le causa creer en su propia mortalidad.
En paralelo, cada vez tiene más adeptos la creencia en la reencarnación, la cual sugiere que el alma que habita nuestro cuerpo ha tenido vidas pasadas y gozará de existencias futuras. Y que cada una de estas encarnaciones le sirve al ser esencial para crecer y evolucionar espiritualmente. De hecho, sostiene que antes de nacer nosotros elegimos dónde y en quién nos encarnamos. También afirma que nuestras decisiones y acciones en esta vida determinan la calidad de cómo será nuestra existencia posterior. Es decir, que el karma que sembramos aquí y ahora nos acompaña hasta la eternidad.
EL ALMA NO MUERE
“La muerte solo tiene importancia en la medida en que nos hace reflexionar sobre el valor de la vida.”
(André Malraux)
Tanto la idea del cielo como de la reencarnación son muy atractivas y deseables para el ego, pues así puede perpetuarse de forma indefinida. Sin embargo, nadie sabe a ciencia cierta qué sucede cuando morimos. Lo que sí sabemos es que el cuerpo comienza a descomponerse en cuestión de días. Y que el ego como tal también se desintegra. Pero, ¿qué pasa con el espíritu, la consciencia y el ser esencial? Si bien lo que pueda decirse acerca de este tema son meras conjeturas, todos los místicos han llegado a una misma conclusión: que el alma no muere, sino que vuelve al lugar de donde vino: regresa a casa. ¿Cómo podría morir aquello que no nace ni muere, sino que forma parte de una gran unidad que todo lo abarca y de la que todo procede?
Al vivir la experiencia mística de disolución del ego, de pronto verificamos que la muerte no existe. Lo único que sí muere es la forma física en la que temporalmente se ha manifestado la vida a través nuestro. Y esta chispa de divinidad no tiene principio ni final, sino que vive eternamente. Sucede exactamente lo mismo que ocurre con la energía, que no se crea ni destruye, sino que se transforma. Lo que es seguro es que en dicha transformación no hay ni rastro de ego ni lugar para ningún yo.
A modo de analogía, pongamos que la existencia es un vasto océano al que los místicos llaman «dios». Pues cada vez que se crea una de las criaturas que van a habitar en él se toma primero una gota de esa misma agua de mar: el ser esencial, el cual puede tomar forma de pez, molusco, alga… Y del mismo modo que la gota forma parte del océano, esta esencia divina forma parte de dios. De ahí que cuando fallece un ser humano, el alma vuelva a fundirse con la divinidad de la que procedió en primer lugar. Así, la gota se convierte de nuevo en océano.
Tener miedo a la muerte es como si un pez tuviera miedo de morir ahogado. Esencialmente, porque nosotros somos como esa gota. Venimos del océano. Somos el océano. Y al morir nos fundimos con el océano. Nuestro error existencial consiste en basar nuestra identidad en un yo ficticio que nos hace creer que somos un ente separado del océano, de la vida, del universo, de dios o como queramos llamarlo. El quid de la cuestión es que solo puede morir lo que alguna vez nació: el cuerpo físico con el que el ego está identificado. Sin embargo, recordemos que nosotros no somos ni el cuerpo ni el ego. Somos el espíritu que habita en el cuerpo y la consciencia que observa al ego.
Mientras sigamos identificados con el yo ilusorio es imposible que nos liberemos del miedo a la muerte. Éste solamente desaparece cuando finaliza dicha identificación. Gracias al misticismo y la espiritualidad reconectamos con nuestra naturaleza esencial. Y es entonces cuando comprehendemos que nuestro origen y nuestro destino son el mismo: la unidad cósmica que todo lo abarca y todo lo contiene. Cuando vivimos despiertos no tememos la muerte porque ya hemos muerto. De hecho, la tenemos muy presente mientras vivimos. Saber que nuestra existencia mundana se puede acabar en cualquier momento ⎯incluso ahora, mientras leemos este libro⎯ provoca que valoremos todavía más el inmenso regalo que supone estar vivos. Así es como dejamos de dar la vida por sentada. Y al empezar a valorarla como se merece, nos inunda una genuina sensación de agradecimiento por el simple hecho de estar vivos.
CÓMO AFRONTAR LA MUERTE DE UN SER QUERIDO
“La mejor manera de honrar la muerte de un ser querido es ser feliz.”
(Elisabeth Kübbler-Ross)
A su vez, cuando vivimos despiertos afrontamos de forma muy diferente la muerte de alguno de nuestros seres queridos. Más allá del inevitable dolor que podamos sentir ⎯fruto de nuestro apego al difunto⎯, una vez culminamos nuestro proceso de duelo recordamos al fallecido con alegría. Pasado un tiempo, damos gracias a la vida por haber podido compartir tiempo con esa persona especial a la que tanto amábamos. Independientemente de las circunstancias que rodeen la muerte de cualquier ser humano, la mejor manera de honrar a quien ha fallecido es siendo felices.
Imaginemos que mañana nos morimos. Y que nuestra muerte genera que nuestros familiares y amigos más cercanos se queden hundidos en la miseria y devastados para siempre. ¿Acaso nos gustaría que nuestra muerte ⎯nuestro legado⎯ provocara que aquellos a los que amamos fueran desdichados? ¿No preferiríamos que pasado el duelo nuestra pareja rehiciera su vida y se reencontrara con el amor? ¿O que nuestros hijos tiraran para delante y fueran felices? ¿Por qué entonces hay tantas personas que no levantan cabeza después de la muerte de un ser querido? Porque el ego utiliza dicho fallecimiento para perpetuarse en nosotros, envenenándonos con litros y litros de cianuro. Hay quienes malviven en un luto eterno en el que el dolor les impide rehacer y disfrutar del resto de su vida. E incluso quienes se suicidan por no poder soportar tanto sufrimiento.
La muerte de un ser querido es un toque de atención. Un recordatorio de que nuestra existencia mundana tiene fecha de caducidad. Y una invitación para reflexionar acerca de cómo estamos viviendo. Cualquier persona que ha tenido una experiencia cercana a la muerte lo sabe. Suele ser un revulsivo existencial, que en muchas ocasiones significa un punto de inflexión en su manera de vivir. Irónicamente, la muerte es lo que le da sentido a la vida. En vez de entristecernos y de llorar por el tiempo que ya no podremos compartir con el muerto, celebremos y alegrémonos por el que sí pudimos disfrutar de su compañía. El mejor tributo que le podemos hacer a la persona fallecida es recordarla con amor y felicidad.
En definitiva, el gran misterio que nos queda por resolver es si hay consciencia después de nuestra muerte. Lo que está claro es que en caso de haberla, no sería la consciencia egoica basada en nuestro nombre, nuestra mente, nuestro cuerpo y nuestra personalidad. No. El ego no sobrevive. La consciencia que igual sí podría llegar a trascender sería la neutra e impersonal que en ocasiones emerge en nosotros cuando vivimos despiertos y estamos conectados con el ser esencial. En fin, ¿quién sabe? Más allá de temer a lo desconocido, podemos ver la muerte como la próxima gran aventura por descubrir. Lo peor que puede pasarnos es que al morir no pase nada.
*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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