Por Borja Vilaseca
El modelo productivo basado en el consumo materialista y el crecimiento económico ilimitado forjado a base de deuda es insostenible. Es hora de replantearnos nuestra relación con el planeta.
A diferencia del resto de animales, los seres humanos gozamos de consciencia y, en consecuencia, de la capacidad de elegir quiénes podemos ser y de qué manera queremos vivir. De hecho, aprovechar este don evolutivo puede marcar el devenir de nuestra existencia. Por más incómodos que nos haga sentir, nuestra actual manera de interactuar entre nosotros y con el planeta no sólo es insostenible, sino que está poniendo en riesgo nuestra propia supervivencia.
Condicionados e influenciados por el viejo paradigma, hemos creado una economía regida por un sistema monetario cuyo crecimiento económico –por medio del afán de lucro de las corporaciones– está provocando la destrucción la naturaleza y, en consecuencia, abriendo la posibilidad de que nos extingamos como especie.
En esta misma línea apunta «la teoría de Gaia»[i]. En esencia, establece que «la biosfera de la Tierra se comporta como un organismo vivo». Es decir, que «fomenta y mantiene unas condiciones determinadas que favorezcan su propio equilibrio natural». Desde esta perspectiva, «la civilización humana es un parásito que está poniendo en peligro la salud de la Tierra».
De ahí que para erradicar este virus, «el planeta esté alterando su temperatura e incluso su composición química», de manera que llegue un momento en que sea imposible nuestra existencia. Por ello, hablar de «salvar al medioambiente» es una incorrección. Principalmente porque –pase lo que pase– el planeta se salvará, mientras que la especie humana tal vez no.
CONSCIENCIA ECOLÓGICA
“La naturaleza no pertenece a los seres humanos, sino que estos pertenecen a ella. La humanidad no ha tejido la red de la vida; sólo es una hebra de ella. Todo lo que haga a la red se lo hará a sí misma. Lo que ocurre a la tierra ocurrirá a los hijos de la tierra. Todas las cosas están relacionadas como la sangre que une a una familia.”
(Jefe Indio Seattle)
Por más que esta crisis ecológica emergente esté fomentando la consciencia ecológica individual, todavía no ha llamado la atención suficiente para despertar a la gran mayoría. Lo cierto es que seguimos atrapados por una perversa disyuntiva: cuanto más infelices somos, más consumimos. Y cuanto más consumimos, más infelices somos. Esta paradoja seguirá gobernando nuestro estilo de vida mientras no cuestionemos los fundamentos de nuestra actual manera de pensar, que nos hace creer erróneamente que la psicología del egocentrismo y la filosofía del materialismo nos conducen hacia la felicidad.
Y es que el asunto de fondo no tiene tanto que ver con la guerra, la pobreza o el hambre que padecen millones de seres humanos en todo el mundo. Ni con la voracidad con la que estamos consumiendo los recursos naturales del planeta. Tampoco estamos hablando de la imparable expansión demográfica y el insostenible crecimiento económico. Ni siquiera del abuso y dependencia de los combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas natural), que no sólo contaminan la naturaleza, sino que aceleran el calentamiento global. Estos son algunos síntomas que ponen de manifiesto el verdadero problema de fondo. Por decirlo de forma poética, el deterioro y la destrucción del planeta es un reflejo de un conflicto mucho más profundo: el que se libra en nuestra propia alma.[ii]
Aunque se suele decir que es idealista pensar que van a cambiar las cosas, lo que es verdaderamente idealista es creer que las cosas van a seguir igual. Lo queramos o no ver, estamos condenados a cambiar de paradigma o a sufrir las consecuencias. No en vano, para que nuestra evolución sea sostenible, inevitablemente tiene que producirse una transformación colectiva. Es decir, un cambio profundo en nuestra manera de ser, lo que implica modificar nuestras creencias, valores, prioridades y aspiraciones como especie. Primordialmente porque mientras sigamos creciendo y desarrollándonos tal y como lo hemos venido haciendo, de alguna forma u otra acabaremos topando con los límites que nos impone el formar parte de la naturaleza.
Esta es la razón por la que cada el «desarrollo sostenible» es una contradicción en sí misma. Y eso que la Organización de las Naciones Unidas lo define como «aquel desarrollo que satisface las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer la posibilidad de que las generaciones futuras puedan atender a las suyas». Por más bonitas e inspiradoras que estas palabras nos puedan parecer, cualquier tipo de desarrollo material y económico es intrínsecamente insostenible. El problemano reside en la forma de crecer, sino en el crecimiento en sí mismo. Ha llegado la hora de encontrar otra manera de estar en este mundo.
EL COLAPSO DEL SISTEMA
“Sólo después de que el último árbol haya sido cortado, de que el último río haya sido envenenado y de que el último pez haya sido pescado, la humanidad descubrirá que el dinero no se puede comer.”
(Proverbio indio)
Si nos remitimos a lo que ha venido sucediendo a lo largo de la historia de la humanidad, todo apunta a que esta necesaria transformación comenzará cuando se produzca un colapso del sistema. Como cualquier otra crisis sistémica acontecida en el pasado, la que está a punto de suceder tiene la función de hacernos reflexionar acerca de las consecuencias que conlleva nuestro actual estilo de vida. Y por supuesto, de comprometernos a encontrar una forma alternativa y más evolucionada de vivir sobre el planeta Tierra. Es hora de redefinir individual y colectivamente nuestro concepto de «progreso».
El quid de la cuestión es que la evolución sostenible de la humanidad reside en la conquista de nuestra responsabilidad individual. Así, la transformación de las empresas y del sistema siempre comienza con el cambio de mentalidad de los seres humanos. Nosotros diseñamos y ejecutamos los planes y objetivos de las organizaciones. Nosotros consumimos sus productos y utilizamos sus servicios. Y en definitiva, con nuestra manera de ganar dinero y de gastarlo construimos día a día la economía sobre la que hemos edificado nuestra existencia. Sólo al asumir que somos co-creadores del mundo que habitamos podemos decidir cambiarlo, cambiándonos primeramente a nosotros mismos.
Por medio de la espiral de la madurez, lenta pero progresivamente todos nosotros estamos llamados a evolucionar, alcanzando niveles de comprensión y sabiduría cada vez más elevados. Así como las orugas se convierten en mariposas tras envolverse en la crisálida, los seres humanos –al comprometernos con nuestra propia transformación– dejamos de orientar nuestra vida al propio interés para dedicarla al bien común.
La paradoja es que cuanto más fomentemos el bienestar del resto de seres humanos y de los ecosistemas que componen el planeta en el que vivimos, más disfrutaremos del nuestro. Sin duda alguna, este es el desafío más grande al que nos hemos enfrentado a lo largo de la historia. Y que salgamos victoriosos dependerá de nuestra capacidad para guiarnos por el sentido común.
Este artículo es un capítulo del libro El sinsentido común, de Borja Vilaseca, publicado en 2011.
[i]Desarrollada por el científico James Lovelock, considerado «el padre de la ecología moderna».
[ii]Reflexión extraída del documental La hora 11, de de Nadia y Leila Conners.