Por Borja Vilaseca

En nuestra cultura occidental, las palabras «misticismo» e «iluminación» tienen una connotación despectiva y peyorativa. Tal es su desconocimiento que a menudo se emplean a modo de burla o desprecio. Y no es para menos. Es imposible saber qué significan a través del mero conocimiento intelectual. Para comprehenderlas de verdad hemos de cuestionar nuestros prejuicios y vivirlas a través de nuestra propia experiencia personal.

Y entonces, ¿qué es el misticismo? Se trata de cualquier doctrina, enseñanza, camino o práctica espiritual que nos posibilita ⎯de forma permanente o temporal⎯ trascender el ego, liberarnos del falso concepto de identidad y desidentificarnos del yo ilusorio. Y como consecuencia, reconectar con el ser esencial, dejar de sentirnos un yo separado de la realidad y volvernos uno con la vida.

En este sentido, un «místico» es aquel que ha profundizado en su propio autoconocimiento, experimentando de manera directa la fusión y comunión con lo divino que reside en lo más hondo de cada uno de nosotros. Se trata de cualquier ser humano que ⎯fruto de su autoindagación⎯ ha despertado, dándose cuenta de lo ilusorio que es el mundo que cocreamos a través de los pensamientos. Y en definitiva, aquel que ha reconectado con la dimensión espiritual, que no tiene por qué estar vinculada con ninguna creencia o fe religiosa.

A lo largo de la historia de la humanidad, los místicos han sido demonizados, perseguidos y excomulgados por las distintas instituciones religiosas. No en vano, todos ellos ponen de manifiesto que no necesitamos ningún intermediario entre nosotros y dios, pues esta fuerza invisible se encuentra en nuestro interior. De ahí que el mayor enemigo de la religión no sea el ateísmo, sino el misticismo.

A su vez, los místicos también han sido tachados de «locos» y «charlatanes» por parte de los eruditos de la Ilustración y los fanáticos del cientificismo, para quienes la mística es una cuestión absurda que no tiene ningún fundamento conceptual, lógico ni racional. E incluso en algunos casos han considerado que dichas experiencias de trascendencia, unión y reconexión con lo sagrado son patologías propias de enfermedades mentales.

LA DUALIDAD COGNITIVA
“Si crees que tú has logrado la iluminación “es que la iluminación no ha sucedido.”
(Ramesh Balsekar)

Al estar identificados con el ego, la mente y los pensamientos, en nuestro día a día vivimos inmersos en lo que los místicos denominan la «consciencia egoica» o «consciencia dual», la cual crea la «dualidad cognitiva» desde la que solemos ver e interpretar el mundo. Así, estamos convencidos de que somos un yo separado (el observador) que interactúa con una realidad externa: lo observado. De ahí que constantemente estemos distinguiendo entre lo de dentro y lo de fuera.

Dentro de esta noción dual creada por medio del lenguaje y el intelecto existen dos formas muy diferentes de relacionarse con la realidad. Por un lado está la mentalidad que gobierna a las personas más inconscientes, las cuales siguen creyendo que son «víctimas» de sus circunstancias. Por eso le dan tanto poder a lo exterior, culpando a los demás de sus perturbaciones. A su vez, quieren que cambie la gente y el mundo. No en vano, se cuentan mentalmente historias como «yo soy víctima de lo que me ha pasado», «tú me has hecho sufrir» o «los demás tienen que cambiar».

Por el otro lado está la actitud que adoptan las personas con un poco más de consciencia, quienes consideran que son «responsables» de lo que les ocurre. Así, asumen que el poder reside en su interior. Eso sí, en muchas ocasiones se autoculpan cada vez que se toman un chupito de cianuro. De hecho, quieren cambiarse a sí mismas, empleando el desarrollo personal como un medio para mejorar y perfeccionarse. En este caso, sus relatos mentales dicen cosas como «yo soy responsable de lo que me ha pasado», «yo me he hecho sufrir a mí mismo» o «yo tengo que cambiar».

Es evidente que existe una notable diferencia entre vivir desde el victimismo que hacerlo desde la responsabilidad. No solo cambian el tipo de emociones dominantes que sentimos, sino también los resultados existenciales que cosechamos en la vida. Sin embargo, ambos niveles de consciencia están sujetos a la dualidad que percibimos cuando vivimos dormidos, identificados con el yo ficticio. Por más que se modifique el relato que nos contamos, en ambos casos seguimos prisioneros de nuestra cárcel mental. Es decir, atrapados en un distorsión cognitiva ilusoria y subjetiva que nos hace creer que lo irreal es real.

El verdadero punto de inflexión sucede al vivenciar una «experiencia mística». Se trata de un momento de profundo despertar sin precedentes en nuestra andadura existencial. Un antes y un después que marca por completo nuestra manera de percibir la realidad y de estar en el mundo. Un gigantesco eureka que transforma para siempre nuestra forma de relacionarnos con nosotros mismos y con todo lo que acontece en nuestra vida. Si bien los pseudoescépticos consideran que la experiencia mística es subjetiva, todos los seres humanos que la han vivenciado comparten exactamente la misma vivencia. Lo que sí es subjetivo es la forma en la que cada uno de ellos la comunica.

La experiencia mística es un acontecimiento que se vivencia en un plano que está más allá del intelecto y del lenguaje. Recordemos que estos crean ilusoriamente la dualidad en la que vivimos en nuestro estado de consciencia ordinario. De ahí que a este lugar en el que se altera la noción del tiempo y del espacio los místicos lo denominen «no-dualidad». El principal fruto de este despertar espiritual es la «iluminación»: un estado alterado y elevado de consciencia en el que se desvanece la mente y desaparecen los pensamientos, produciéndose «la muerte del ego». De ahí que se convierta en una experiencia sin experimentador. Esencialmente porque en ese estado no hay ningún yo que la experimente.

Por más que lo intentemos, es imposible describir con palabras tanto la experiencia mística como el estado de iluminación. Más que nada porque al hacerlo volvemos nuevamente a entrar en la consciencia dual, la cual se vehicula a través del ego, la mente y el lenguaje. Esta es la razón por la que enseguida vuelve a aparecer el término «yo», aunque en dicha experiencia no hubiera ningún yo que la estuviera experimentando.

EL DESPERTAR DE LA CONSCIENCIA-TESTIGO
“No eres la charla que escuchas en tu cabeza, sino el ser que escucha esa charla.”
(Jiddu Krishnamurti)

Al caer la identificación con el ego emerge espontáneamente la denominada «consciencia-testigo». Se trata de una observación neutra e impersonal desde la que se percibe la unidad y la neutralidad inherentes a la realidad. De ahí que también se la conozca como «consciencia neutral», «consciencia esencial» o «atman», que en sánscrito significa «sí mismo». De pronto nos vemos a nosotros mismos desde fuera, siendo plenamente conscientes de que no somos el ego con el que solemos estar identificados. Es entonces cuando se trasciende la dualidad, comprehendiendo que en realidad no hay separación entre dentro y fuera ni distinción entre interior y exterior, pues en última instancia el observador y lo observado son lo mismo.

Mientras permanecemos en este estado de consciencia deviene una poderosa sensación de presencia, la cual nos conecta y arraiga al aquí y ahora. A su vez, sentimos una profunda dicha simplemente por estar vivos. Eso sí, no es que nosotros nos sintamos felices, amorosos o en paz, sino que hay una maravillosa sensación de felicidad, amor y paz que lo inunda todo.

Al trascenderse la dualidad cognitiva, no tiene sentido hablar de víctimas o responsables. En este nivel de consciencia ni culpamos a los demás ni nos culpamos a nosotros mismos. Principalmente porque no hay ningún yo. Y por tanto, ningún tú. Ya no queremos cambiar a la gente ni al mundo. Ni tampoco nos queremos cambiar a nosotros mismos. Por el contrario, empezamos a aceptarnos tal como somos, aceptando a los demás y las circunstancias tal como son. Y al abandonar cualquier historia ficticia acerca de lo que está pasando, comenzamos a relacionarnos con la realidad real. Es decir, con lo que verdaderamente está sucediendo en cada momento, lo que los místicos llaman «lo que es».

Gracias a la iluminación verificamos empíricamente que en nuestro estado ordinario de consciencia ⎯el estado de vigilia⎯ vivimos encerrados en una cárcel mental. Eso sí, también nos hace darnos cuenta de que dicha prisión no tiene barrotes. Lo cierto es que esta liberación no es algo que tengamos que lograr o conseguir, sino que se trata de nuestra verdadera naturaleza. Es la manifestación del ser esencial, el rasgo fundamental de la chispa de divinidad con la que nacimos. Si bien podemos crear las condiciones ⎯como cultivar conscientemente el silencio, la meditación, la contemplación, la respiración o la relajación⎯, es un acontecimiento que simplemente sucede.

La iluminación es un estado de no-mente en el que se extingue el pensamiento. Y por tanto, cuando se está iluminado es absolutamente imposible sufrir. Eso sí, en general es temporal. Hay personas que la han experimentado durante unos segundos. Y otras, durante horas, días, meses o años. En muchos casos este destello de iluminación se convierte en una luz permanente, dejando un poso de consciencia que permanece durante el resto de nuestra vida.

*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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