Por Borja Vilaseca

«Dios» es sin duda alguna la palabra más malentendida de todas las que existen en nuestro vocabulario. Solemos proyectar en ella todos nuestros delirios existenciales. Especialmente porque lo concebimos como un «algo» ajeno a nosotros. Y esto se debe al «teísmo»: la creencia religiosa de un dios creador del universo. Esta separación entre «dios» y «universo» es el germen que crea la dualidad ilusoria en la que vivimos. Y la razón por la que nos solemos experimentar como sujetos desconectados y alejados de la realidad. De ahí que en general sintamos un profundo vacío existencial.

Sin embargo, cuando reconectamos con la espiritualidad laica acabamos llegando siempre al mismo lugar: el «panteísmo», que en griego significa «dios es todo y todo es dios». Por medio de la experiencia mística verificamos empíricamente que dios es el universo. De hecho, descubrimos que la palabra «dios» es también sinónimo de «vida», «existencia», «realidad» o «naturaleza».

Para vivenciar a dios tan solo hemos de mirar hacia dentro. Esencialmente porque nosotros también somos dios. Lo único que nos separa de experimentarlo son la mente, el ego y el yo ficticio con los que solemos estar identificados cuando vivimos en la ignorancia de no saber quiénes somos y en la inconsciencia de no querer saberlo. Aunque sea de forma fugaz y temporal, cuando reconectamos con la chispa de divinidad que anida en nuestro interior nos volvemos a sentir uno con dios, sintiendo una placentera sensación de unidad, conexión y plenitud.

Por expresarlo poéticamente, dios es el todo y la nada. Lo que se ve y lo que no se ve. La materia y la energía. La semilla y el fruto. La forma y el vacío. Lo de dentro y lo de fuera. Lo manifestado y lo inmanifestado… De ahí que también se utilicen palabras como «totalidad», «absoluto» o «fuente» para describir este algo indescriptible e incognoscible que está más allá del lenguaje y que ⎯por tanto⎯ no puede ser comprehensible a través de la mente y el intelecto.

En este sentido, es imposible buscar a dios. Esencialmente porque el buscador y lo buscado son lo mismo. En el instante en el que desaparece aquel que quiere conocer a dios se convierte en él. Irónicamente, conocer a dios es lo más natural que puede haber en esta vida. Lo sorprendente no es que podamos llegar a conocerlo, sino que no lo conozcamos todavía. Del mismo modo que le ocurre al pez en el océano, todos nosotros estamos rodeados de dios. Y la razón por la que no lo vemos es porque vivimos dentro de una pecera conceptual desde la que hemos desarrollado una idea muy equivocada acerca de él.

LA NO DUALIDAD
“La distancia entre dios y tú es tan corta que no cabe un camino.”
(Wei Wu Wei)

De todas las explicaciones religiosas que se han dado para intentar dilucidar el misterio de nuestra existencia, la que mejor plantea la cosmovisión panteísta es el hinduismo, cuya vertiente mística es el «advaita»[1]. En sánscrito esta palabra significa «no dualidad», en el sentido de que no estamos separados del universo, pues a nivel espiritual todos somos uno. De hecho, define a «dios» como «brahman»: la esencia cósmica neutra e impersonal de la que todo parte y que todo lo contiene, incluyéndonos a nosotros mismos.

A su vez, según esta tradición milenaria en cada uno de nosotros se encuentra el «atman», el ser esencial que está intrínseca e inherentemente unido a este gran espíritu universal. Así, la finalidad última de nuestra existencia es vivenciar la experiencia de que el atman y brahman son lo mismo. O dicho de otra manera: de que somos el universo en el que nos encontramos, la realidad que observamos, la vida que vivimos y la gente con la que nos relacionamos.

Verificar estas afirmaciones pasa por ser conscientes de la trampa conceptual que implica emplear la palabra «yo». Es sin duda el origen del pecado original. Y la causa última de todos los conflictos, divisiones, enfrentamientos y sufrimientos que padece actualmente la humanidad. ¿Cómo sería el mundo si no nos tomáramos tan en serio los pronombres personales: «yo», «tú», «ella», «nosotros», «vosotras» y «ellos»? ¿Cómo nos relacionaríamos entre nosotros, con el resto de especies y con la naturaleza si dejáramos de creer en los pronombres posesivos como «mío», «tuya», «nuestro», «vuestra» o «suyo»?

Es evidente la función y la utilidad que tienen estas concepciones para poder estructurarnos y organizarnos como sociedad. Sin ellas nuestra existencia sería todavía más caótica. El reto consiste en seguir empleándolas a nivel superficial, pero sin que nos limiten tanto a nivel de fondo. Solo así podremos ir abriendo grietas en los muros de hormigón construidos por el ego. E ir lentamente liberando a la consciencia que habita en cada uno de nosotros. Más que nada porque en la medida en la que este proceso evolutivo vaya sucediendo podremos finalmente cocrear una experiencia de vida colectiva mucho más pacífica y armoniosa, menos basada en la división y más en la unidad…

Por más que las religiones intenten convencernos de ello, no existe un creador separado de la creación. En última instancia son exactamente lo mismo. Todas las formas físicas que existen en el universo son manifestaciones que proceden de una única sustancia indivisible: la vida misma. La unidad es el principio esencial que rige el orden cósmico del que todos formamos parte. Si lo percibimos como algo separado es únicamente por la dualidad inherente a nuestra mente, desde la que fragmentamos conceptualmente la realidad.

‘LILA’, EL JUEGO DE DIOS
“Despertar consiste en darse cuenta de que no eres el hacedor.”
(Ramesh Balsekar)

Del mismo modo que los personajes creados por un escritor proceden de su imaginación, cada uno de nosotros somos una manifestación de dios; somos una de las infinitas formas físicas en las que su prolífica creatividad se expresa. Esto es a lo que se refiere el concepto hinduista «lila», cuya traducción sería «juego», «pasatiempo» o «diversión». En esencia, quiere decir que todo lo que acontece en el universo es la inmensa obra teatral de dios. Y que lo que llamamos «mundo» o «realidad» no es real, sino ilusorio: un producto de nuestra mente.

Pongamos como ejemplo un grupo de niños que están jugando a ser «policías» y «ladrones», viviendo todo tipo de «aventuras», incluyendo la de «herirse» con «armas». ¿Realmente eso es lo que está sucediendo? ¿Dónde ocurren verdaderamente dichas experiencias? ¿En la realidad o en la mente de los niños? Una vez terminan de jugar, resulta que no hay ni rastro de policías ni de ladrones. Ni tampoco nadie ha resultado herido… Algo similar sucede con nuestra experiencia de vida. Nos identificamos en exceso con el personaje que interpretamos, creyéndonos demasiado la historia que nosotros mismos nos estamos contando.

Comprehender que la vida es lila hace que nos relajemos y no nos la tomemos tan en serio. Y que podamos disfrutar del juego. No en vano, dios es una gran y única consciencia que se experimenta a sí misma en infinidad de formas. Viene a ser el productor, el director, el guionista, el actor principal, los actores secundarios y el decorado de la película que llamamos «vida». Y es tal su creatividad y su curiosidad que lo quiere ver todo. Absolutamente todo. Nacimiento y muerte. Comedia y tragedia. Héroes y villanos… Todo ello existe y a la vez es irreal.

Por medio de la ley de la causa y del efecto ⎯más conocida como «causalidad»⎯, los personajes y la trama van desarrollándose tal y como tienen que desarrollarse en cada momento. Y lo único que puede suceder mientras todo este espectáculo cósmico se va desplegando es que despertemos del sueño en el que nos encontramos, dándonos cuenta de la verdadera realidad: que no somos el personaje que estamos interpretando. Y que detrás del papel que nos ha tocado ⎯y del disfraz que llevamos puesto⎯ todos somos parte de una misma esencia divina: dios.

Reconectar con nuestra divinidad pasa por desidentificarnos del ego, descubriendo así nuestra auténtica identidad: el ser esencial o atman. Solo entonces emerge la consciencia testigo desde la que se produce una observación neutra e impersonal de este despliegue existencial. Por medio de esta experiencia ⎯en la que desaparece el experimentador⎯ nos fusionamos nuevamente con brahman. Así es como verificamos empíricamente lo que significa formar parte de dios.

Al concebir de este modo nuestra existencia se reconcilian dos corrientes aparentemente antagónicas: el «nihilismo» y la «espiritualidad». Así, el «nihilismo espiritual» parte de la premisa de que nada tiene sentido y al mismo tiempo todo lo tiene. Depende del nivel de consciencia y del plano de interpretación desde el que percibamos la realidad. Es entonces cuando sonreímos con complicidad al universo, guiñándole un ojo a las circunstancias que acontecen en cada momento.

Dicho esto, ¿qué sabemos realmente acerca de dios y del universo? Al igual que las matrioshkas ⎯una muñeca hueca que alberga una muñeca hueca que alberga otra muñeca hueca…⎯ nuestra existencia es un «holón»[2]. Es decir, un sistema o fenómeno que es un todo en sí mismo y que a la vez es parte de un sistema o fenómeno mayor. Así, los seres humanos no somos más que una minúscula célula del planeta Tierra, que a su vez es una célula del sistema solar. Y éste es una célula de la Vía Láctea ⎯la galaxia en la que nos ubicamos⎯, la cual también es una célula de otro organismo cósmico mayor. Y así sucesivamente hasta quién sabe dónde… ¿Acaso la totalidad de la que hablamos no es en sí misma una parte de una totalidad todavía mayor imposible de percibir desde nuestra limitada percepción como meras células menores?

[1] Escuela mística fundada por Shankara en el siglo IX.

[2] Término acuñado por Arthur Koestler.

*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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