Por Borja Vilaseca
Las madres (y los padres) conscientes no esperan que sus hijos se comporten de una determinada manera, sino que los acompañan emocionalmente para que aprendan a ser felices.
La paternidad inconsciente imperante en la sociedad suele generar dos tipos de reacciones en los hijos: en primer lugar, los hay que literalmente nos convertimos en nuestros padres, adoptando el mismo estilo de vida. De hecho, muchos copiamos y reproducimos según qué comportamientos de nuestros progenitores a la hora de relacionarnos con nuestros propios hijos. Por el contrario, otros nos rebelamos, entrando en conflicto con el canon marcado por nuestros padres. En estos casos, los hijos solemos construir un mundo personal, social y profesional opuesto al determinado por su entorno familiar, poniendo de manifiesto que también seguidos atados a ellos.
Más allá de estos dos extremos, el verdadero aprendizaje consiste en que los hijos nos emancipemos emocionalmente de nuestros padres. Sólo así podremos lograr un sano equilibrio entre el legado familiar y la posibilidad de seguir nuestro propio camino en la vida. Desde la óptica del psicoanálisis, a este proceso se le conoce como «matar al padre». Por supuesto, no se trata de acabar con nuestros progenitores físicamente, pero sí de trascender su influencia psicológica, liberándonos de la necesidad de ser aceptados, valorados y queridos por ellos.
Esta metáfora es una invitación para asumir la responsabilidad de nuestra vida emocional. Así es como podemos dejar de victimizarnos y de culpar a nuestros padres por la manera en la que nos condicionaron durante la infancia y por la forma en la que se relacionan con nosotros ahora. Movidos por sus buenas intenciones, nuestros padres siempre lo han hecho –y los siguen haciendo– lo mejor que pueden en base a su grado de comprensión, a su estado de ánimo y a su nivel de consciencia. Además, los recuerdos que conservamos del pasado no tienen tanto que ver con lo que nos sucedió, sino con nuestra manera de interpretar y procesar esos mismos hechos. Como dijo Milton Erikson: «Nunca es tarde para tener una infancia feliz».
Sin embargo, lo más común es que al convertirnos en adultos los hijos nos quejemos por la mochila familiar que cargamos sobre nuestras espaldas, repleta de miedos, carencias y frustraciones. Principalmente porque este exceso de equipaje suele condicionar y limitar nuestra manera de relacionarnos con los demás. Eso sí, cuando investigamos en profundidad nuestro árbol genealógico, descubrimos que nuestros padres –debido al tipo de infancia y de educación que recibieron en su día– suelen cargar con una maleta bastante más pesada que la nuestra. Si lo pensamos detenidamente, nuestros padres son –en primer lugar– seres humanos. Y como tales, arrastran sus propias heridas emocionales derivadas de la relación que mantuvieron con sus propios progenitores.
LA EMANCIPACIÓN EMOCIONAL
“Educar no consiste en llenar un vaso vacío, sino en encender un fuego latente.”
(Lao Tsé)
En el caso de que no nos sintamos queridos por nuestros padres, es necesario comprender que para dar amor primero hemos de cultivarlo en nuestro corazón. En este sentido, ¿cómo van a darnos algo que ellos mismos no tienen ni saben cómo tener? Esperar recibir amor de un ser humano que no ha aprendido a amarse a sí mismo es una actitud completamente irracional, sin importar si se trata de nuestro padre, de nuestra madre o de cualquier otro familiar cercano. La paradoja es que para ser felices no necesitamos ser queridos por nuestros padres, sino aprender a aceptarlos y amarlos por las personas que han sido y que son ahora, reservándoles un lugar privilegiado en nuestro corazón.
Curiosamente, lo que no resolvemos con nuestros padres lo terminamos trasladando –de alguna u otra forma– a nuestros hijos. De ahí que esta emancipación emocional sea el pilar sobre el que se asienta la «paternidad consciente», que más allá de condicionar a los hijos, promueve una auténtica educación. Etimológicamente, uno de los significados de la palabra latina educare es «conducir de la oscuridad a la luz». Es decir, extraer algo que está en nuestro interior, desarrollando todo nuestro potencial. Tanto es así, que nuestra función como padres no consiste en proyectar nuestra manera de ver la vida sobre nuestros hijos, sino en acompañarles para que ellos mismos descubran su propia forma de mirarla, comprenderla y disfrutarla.
En este sentido, los padres conscientes reconocen que sus retoños vienen a través de ellos, pero no les pertenecen. Y que el mejor regalo que pueden hacerle a sus hijos es ser felices, cultivando el amor, la complicidad y el respeto en el seno de su relación de pareja. Principalmente porque la forma más eficiente de educar a un hijo es a través del propio ejemplo. En esencia, educar es ser y dejar ser.
Qué gran equivocación es pensar que como padres hemos venido a enseñar a nuestros hijos un sinfín de tonterías. Y qué gran revelación es comprender que hemos venido a aprender de ellos las cosas verdaderamente importantes de la vida. A partir de ahí, solamente hace falta contar con tiempo, ganas y energía para interesarse por el desarrollo de cada uno de los hijos, ejercitando diariamente la forma de comunicación más sana y efectiva de todas: la escucha, el juego y la ternura.
Este artículo es un capítulo del libro El sinsentido común, de Borja Vilaseca, publicado en 2011.