Por Borja Vilaseca

La mayoría de padres y madres hacemos con nuestros hijos lo mismo que nuestros progenitores hicieron con nosotros: condicionarnos para pensar y comportarnos de una determinada manera.

No existe ningún otro oficio en el mundo que requiera tanta dedicación y compromiso. Va mucho más allá de cualquier jornada completa. Ser madre o padre implica responsabilizarse de la manutención, la protección y la educación de un hijo hasta que este es capaz de valerse por sí mismo emocional y económicamente. Así, adentrarse en la paternidad y la maternidad supone un punto de inflexión radical en nuestro camino vital. Es común escuchar a la gente decir que «tener hijos te cambia la vida para siempre». Y también que «los hijos despiertan lo mejor y lo peor de uno mismo».

La paradoja es que a lo largo de nuestro proceso de educación nadie nos enseña a ejercer esta nueva función biológica. Tarde o temprano muchos nos vemos sosteniendo en nuestros brazos a un recién nacido, sin duda alguna la criatura más frágil, inocente y hermosa que habita en este mundo. Y es en ese preciso momento cuando la ilusión se ve empañada por el miedo.

Esencialmente porque nos damos cuenta de que -en general- no tenemos ni idea de lo que se supone que deben hacer. El único conocimiento que atesoramos es el ejemplo de nuestros propios progenitores. Esta es la razón por la que a la gran mayoría no nos queda más remedio que aprender a través de nuestra propia experiencia. Un proceso que, irremediablemente, nos lleva a cometer muchos errores.

Llegados a este punto, cabe preguntarse: más allá de la necesidad biológica de preservar nuestra especie, ¿por qué los seres humanos decidimos tener descendencia? O mejor dicho, ¿para qué? Muchas personas reconocen que tienen hijos para sentirse realizados. E incluso algunos -algo más perdidos- confiesan que los tuvieron para intentar arreglar su relación de pareja.

Sin embargo, la mayoría jamás se hace este tipo de preguntas. Simplemente tienen hijos porque es lo que hace todo el mundo. De este modo cumplen con lo que la familia espera de ellos como adultos. Sea como fuere, lo normal en esta sociedad es embarcarse en la aventura de ser padres desde una perspectiva totalmente egocéntrica. De este modo, los hijos se convierten en un juguete con el que entretenernos y escapar así del aburrimiento, el vacío y la monotonía de una vida carente de propósito y sentido.

Si bien estas motivaciones son absolutamente legítimas, antes de dar el importante paso de la paternidad nunca está de más reflexionar dicha decisión detenidamente. Desde un punto de vista emocional, ¿estamos verdaderamente preparados para asumir la responsabilidad que implica ser padres? Si aplicamos el sentido común, concluimos que antes de atender emocionalmente a nuestros hijos, primero hemos de haberlo hecho con nosotros. Y esto supone contar con la comprensión suficiente para gozar de una vida equilibrada y plena. Sólo así asumiremos nuestro nuevo rol de forma madura y responsable.

No hemos de olvidar que ser padre es un milagro biológico; es el don más preciado de nuestra existencia y requiere de cierto esfuerzo por nuestra parte para ser dignos de disfrutarlo. A menos que hayamos aprendido a ser verdaderamente felices por nosotros mismos, difícilmente podremos ser cómplices de la felicidad de nuestros hijos.

JUECES, VÍCTIMAS Y VERDUGOS
“Tener hijos no nos hace madres ni padres, del mismo modo que tener un piano no nos convierte en pianistas.”
(Michael Levine)

Es curioso constatar que no hay relaciones más amorosas y a la vez tan conflictivas como las que se crean en el seno de la familia. Con los años, nuestro hogar puede convertirse en un nido de cariño y ternura, pero también en un tribunal frío y despiadado, en el que cada miembro asume los roles de juez, verdugo y víctima. Además, en el nombre de la confianza parece como si tuviéramos carta blanca para decir lo que pensamos sin tener que pensar en lo que decimos. En ocasiones y casi sin darnos cuenta, terminamos pagando nuestro malestar los unos con los otros, abriendo heridas difíciles de cicatrizar.

Pero, ¿cuál es la raíz de todos estos problemas y conflictos? Si bien no existe una sola respuesta, todas ellas apuntan en una misma dirección: la «paternidad inconsciente». Se trata de un fenómeno que viene repitiéndose a lo largo de los siglos, y que va traspasándose de generación en generación por medio del condicionamiento promovido por el orden social establecido.

En este sentido, los padres inconscientes a menudo creen que sus hijos son una más de sus posesiones, y en vez de darles lo que verdaderamente necesitan (afecto, atención, aceptación, libertad y mucho amor) proyectan sobre sus retoños sus miedos, carencias y frustraciones. También les inculcan una serie de creencias, prioridades, aspiraciones y valores prefabricados que definen quiénes han de ser, cómo deben comportarse y de qué manera deben vivir.

La paternidad inconsciente no tiene como finalidad desarrollar el potencial único inherente a cada recién nacido, sino garantizar que éste se convierta en un adulto normal, alineado con los cánones de pensamiento y de comportamiento mayoritarios en nuestra sociedad. Así es como poco a poco la inocencia va siendo sepultada por una capa de ignorancia, obstaculizando que cada ser humano realice su propio descubrimiento de la vida. Y es que una cosa es poner límites y otra, bien distinta, imponer limitaciones.

Lo curioso es que los padres inconscientes hacen con sus hijos exactamente lo que les hicieron a ellos cuando eran niños. De ahí que no haya nadie a quien culpar. Todos somos hijos de víctimas, que a su vez son hijos de víctimas, que a su vez fueron hijos de víctimas… Independientemente del impacto tan nocivo que tiene este tipo de adoctrinamiento sobre las nuevas generaciones, cabe señalar que todos los padres lo hacen lo mejor que pueden. Y como no podía ser de otra manera, muchos no lo comprendemos hasta que pasamos por la misma experiencia.

Este artículo es un capítulo del libro El sinsentido común, de Borja Vilaseca, publicado en 2011.