Por Borja Vilaseca

Hollywood, Disney y la música Pop llevan décadas vendiéndonos la teoría de la media naranja, según la cual necesitamos encontrar a nuestra otra mitad para sentirnos completos y felices. Sin embargo, este amor romántico está en decadencia. Es hora de convertirnos en naranjas enteras.

El amor es una palabra muy maltratada por la sociedad. Tanto es así, que en un primer momento suele confundirse con estar enamorado. Pero nada más lejos que la realidad. El enamoramiento es un estado de atracción y pasión que suele durar entre seis meses y dos años, estrechamente relacionado con nuestra necesidad biológica de procreación. Dicho de otra manera: es el hechizo que nos atrapa cuando operamos según nuestro instinto de supervivencia, que entre otras cuestiones nos impulsa a garantizar la continuidad de nuestra especie.

Mientras estamos enamorados, nos obsesionamos con la persona amada, queriendo estar a su lado todo el tiempo y a cualquier precio. Además de nublarnos la razón, nos vuelve adictos al objeto de nuestro deseo. A nivel psicológico, el enamoramiento nos lleva a distorsionar la realidad, proyectando una imagen idealizada sobre nuestra pareja. De hecho, estamos tan cegados por el intenso torbellino emocional que sentimos, que no vemos al otro tal como es, sino como nos gustaría que fuese.

Y en base a esta visión deformada, muchos nos casamos, tenemos hijos o tomamos otro tipo de importantes decisiones que son determinantes para nuestro futuro afectivo. Una vez se desvanecen los efectos del enamoramiento, empezamos a vernos tal y como realmente somos. Y es entonces cuando se pone de manifiesto el verdadero compromiso de la pareja, pudiendo cultivar un amor consciente, sano, nutritivo y duradero.

Lo cierto es que muy pocas parejas saben mantener encendida la llama de su amor. Por más que nos juremos amor eterno delante de familiares y amigos, se estima que más de siete de cada 10 matrimonios acaban en divorcio. Y veremos cómo queda está estadística después del confinamiento provocado por el coronavirus. Sea como fuere, muy pocos nos damos por vencidos. En la medida que nuestro corazón está más o menos recuperado, volvemos a abrirlo con la esperanza de conocer a alguien con quien volver a llenarlo de amor.

LA DIFERENCIA ENTRE AMAR Y QUERER
“Si dependes de tu pareja para ser feliz, al final te quedarás sin pareja y sin felicidad.”
(Erich Fromm)

La paradoja inherente a nuestros vínculos afectivos es que todos deseamos ser queridos, pero ¿cuántos amamos realmente? Y es que una cosa es «querer» y, otra muy distinta, «amar». Así, queremos cuando sentimos un vacío y una carencia que creemos que el otro debe llenar con su amor. En cambio, amamos cuando experimentamos abundancia y plenitud, convirtiéndonos en cómplices del bienestar de nuestra pareja.

A menos que cada uno de los dos amantes se responsabilice de ser feliz por sí mismo, la relación puede convertirse en un campo de batalla. De hecho, muchas parejas terminan encerrando su amor en la cárcel de la dependencia emocional. Y ésta se refuerza por medio del llamado «amor romántico», el cual emplea afirmaciones del tipo: «Sin ti no soy nada». «Eres el amor de mi vida». «Te necesito». «No puedo pasar un día entero sin saber de ti». «Soy celoso porque te amo». «Por ti sería capaz de matar»…

Este tipo de frases hechas suelen pronunciarse en el seno de una «pareja enjaulada». Es decir, condicionada por el virus emocional del apego. Al creer que nuestra felicidad depende de la persona que queremos, destruimos cualquier posibilidad de amarla. Bajo el embrujo de esta falsa creencia, nace en nuestro interior la obsesión de poseerla, de garantizar que esté siempre a nuestro lado. Y el miedo a perderla nos lleva a tomar actitudes defensivas y conductas preventivas. Es entonces cuando aparecen los «celos». Etimológicamente, esta palabra proviene del griego zelos, que significa «recelo que se siente de que algo nos sea arrebatado». Son un síntoma que revela que vemos a nuestra pareja como algo que nos pertenece.

APRENDER A SER FELIZ POR UNO MISO
“No hay amor suficiente en este mundo para llenar el vacío de una persona que no se ama a sí misma.”
(Irene Orce)

Además, al estar apegados no la amamos por lo que es ni respetamos lo que le gusta hacer, sino que intentamos cambiarla para adecuarla a nuestros deseos, necesidades y expectativas. Es decir, a la imagen que hemos construido en nuestra mente acerca de cómo nuestra pareja debería ser. Y así el conflicto está garantizado, resquebrajando nuestro vínculo por medio de peleas, tensiones y resentimientos.

Por si fuera poco, con el tiempo nuestro cerebro va tejiendo una red neuronal, en la que se archivan todos esos desagradables episodios de violencia psicológica. Esta es la razón por la que a veces cuando la relación está muy deteriorada basta un simple comentario para que iniciemos una nueva y acalorada discusión. De ahí que haya parejas que más allá de separarse, han terminado literalmente destruyéndose, transformando su amor en odio.

Si lo pensamos detenidamente, este tipo de relaciones enjauladas entrañan una curiosa ironía: parece como si no pudiéramos vivir con nuestra pareja, pero tampoco sin ella. Prueba de ello es que las consultas de los terapeutas están llenas de pacientes que han convertido estos vínculos afectivos en una adicción muy difícil de superar. De hecho, algunas personas temen enamorarse y comprometerse de nuevo por temor a volver al infierno que supone separarse del ser querido.

Al haber delegado nuestro bienestar en el otro, muchos terminamos olvidándonos de nosotros mismos. Por eso las rupturas sentimentales son una de las experiencias más traumáticas, pero a la vez más transformadoras de nuestra vida. De nuevo a solas, cara a cara con nuestra propia autoestima, podemos tomar consciencia de que nuestra felicidad antes de ser compartida ha de brotar primero dentro de nosotros mismos. Por más que nos lo hayan hecho creer, no somos medias naranjas, sino naranjas enteras.

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