Por Borja Vilaseca

Vivir dormidos consiste en ignorar que estamos atrapados en una cárcel mental. Despertar implica darnos cuenta de que efectivamente estamos encerrados en dicha prisión. Y la iluminación es el estado en el que ⎯de forma permanente o temporal⎯ nos liberamos de ella. El quid de la cuestión es que hemos de ser muy sabios para estar despiertos, atentos y alerta todo el tiempo. Y más cuando el sistema en el que vivimos está diseñado para hipnotizarnos y mantenernos en la inconsciencia.

De hecho, en general vivimos en el estado de vigilia, en el que no estamos del todo dormidos, pero tampoco del todo despiertos. Prueba de ello es que somos presos de la «mente disfuncional», la cual se caracteriza por no poder parar de pensar. Así es como nos convertimos en esclavos del pensamiento compulsivo y egocéntrico. Este ruido mental tan irrelevante y contraproducente nos vuelve a todos un poco neuróticos. Y como resultado directo, la mayoría padecemos una enfermedad muy sutil y socialmente aceptada llamada «infelicidad».

Al estar identificados con el ego, nos pasamos el día pensando en lo que hicimos ayer o en lo que haremos mañana. En muchas ocasiones nos torturamos por algo que no deberíamos de haber hecho en el pasado. Y también nos angustiamos por aquello que podría sucedernos en el futuro. No en vano, todos nuestros pensamientos giran en torno a los miedos, los deseos, las preocupaciones y las expectativas del yo ilusorio con el que estamos identificados. Y estos son literalmente infinitos, pues el ego siempre quiere un poco más y no se sacia nunca con nada.

Como su nombre indica, la mente disfuncional nos vuelve personas disfuncionales. Casi ninguna reflexión nos conduce a la acción; más bien padecemos parálisis por análisis. De ahí que nos cueste tomar decisiones. Y en caso de actuar, enseguida especulamos sobre las posibles consecuencias. A su vez, pensamos en si lo que estamos haciendo está bien o mal, si se podría mejorar, si tendría que ser diferente, si nos proporcionará lo que queremos, si les gustará a los demás… Dado que el acto de pensar está secuestrado por el ego, pensamos que somos el yo que piensa, reforzando así la identificación con el falso concepto de identidad.

Dado que el pensamiento compulsivo es una enfermedad, los místicos llevan miles de años compartiendo su cura: la «meditación». No es casualidad que esta palabra comparta la misma raíz etimológica que «medicina». Se trata del mejor «medicamento» natural que existe para apaciguar nuestra mente y vaciarla de pensamientos. Eso sí, en los inicios este tratamiento puede resultar desagradable y en ocasiones sienta fatal.

LA MEDITACIÓN NO SE HACE, SUCEDE
“Nos sentamos juntos, la montaña y yo, hasta que solo la montaña permanece”.
(Li Bai)

Y entonces, ¿qué es la meditación? Desde tiempos inmemoriales, se le viene llamando «el arte de las artes y la ciencia de las ciencias». No en vano, es la herramienta que más favorece la paz interior, el despertar y la iluminación. Esencialmente consiste en parar, sentarse y estar presentes. De hecho, meditar no es una actividad; no consiste en hacer, sino en ser. Prueba de ello es que en realidad no es algo que pueda ejecutarse, sino que sucede. Es como dormir. No nos dormirnos fruto de nuestra voluntad y perseverancia. No es algo que podamos lograr cuando queramos. Eso sí, cuando creamos unas determinadas condiciones ⎯como tumbarnos, apagar la luz y cerrar los ojos⎯, el dormir acaba sucediendo naturalmente, sin esfuerzo.

Con la meditación ocurre lo mismo. Se trata de crear las condiciones adecuadas y el estado meditativo acabará sucediendo. En primer lugar, es muy recomendable realizar algo de ejercicio físico antes de sentarse a meditar. Movernos, sudar y jadear nos ayuda a relajar el cuerpo y a limpiar la mente de la locura psíquica que suele acompañarnos allá donde vamos. A su vez, ducharnos con agua fría (o helada) también provoca un corte temporal del pensamiento compulsivo, facilitando que conectemos más con el momento presente.

El siguiente paso consiste en sentarnos. Lo más común es sentarse en el suelo con las piernas cruzadas sobre un cojín o directamente en una silla. No hay normas fijas ni rígidas; lo que nos sea más cómodo. Independientemente de cómo nos sentemos, lo importante es que nuestra columna vertebral esté erguida. Y que la postura en la que estemos no nos cause ninguna tensión física, pues en última instancia se trata de estar a gusto para poder relajarnos. De ahí que sea conveniente meditar en un lugar agradable, tranquilo y silencioso.

A partir de ahí, meditar consiste simplemente en ser y estar; es un proceso carente de objetivos y metas. Irónicamente, el deseo de tener paz nos aleja de la misma. Más que nada porque ¿quién es el que desea paz? ¡El ego! De ahí que sea fundamental entrar en la meditación sin ningún deseo que satisfacer ni ninguna expectativa que cumplir. Y es que no meditamos para conseguir algo, sino para soltarlo todo, incluyendo el deseo de no desear.

En el momento en el que cerramos los ojos y nuestra realidad se funde a negro, de pronto nos encontramos a solas con nuestra mente. Y enseguida nos damos cuenta de que no paran de asaltarnos pensamientos. Vienen y van de forma mecánica y automática. En este sentido, meditar no tiene nada que ver con dejar de pensar o poner la mente en blanco. Ni mucho menos. De hecho, intentarlo es contraproducente, pues provoca el efecto contrario: ¡que nos invadan todavía más pensamientos!

Hagamos juntos un pequeño ejercicio. Cerremos los ojos y tratemos de no pensar en una vaca de color lila. No podemos pensar en ella. La vaca lila no puede aparecer en ningún momento en nuestra mente. Ni se nos ocurra pensar en ella. Ni una sola vez. Y entonces, paradójicamente ocurre que «¡muuuuuuuuuuuuuuu!». De pronto la vaca lila está en todos nuestros pensamientos, pues ella misma se convierte en el pensamiento. Querer dejar de pensar para tener más paz es como pretender dejar de respirar para tener más vida. Una auténtica barbaridad. Pero forma parte del camino. De todo ello ⎯y de mucho más⎯ nos vamos dando cuenta mientras meditamos.

LO NORMAL ES SENTIRNOS INCÓMODOS AL PRINCIPIO
“Deberías sentarte a meditar 20 minutos todos los días, salvo que estés demasiado ocupado; entonces deberías sentarte una hora”.
(Proverbio zen)

Durante la meditación, lo importante es observar la mente sin creernos ni engancharnos con ninguno de los pensamientos que vayan apareciendo. No depende de nosotros si vienen o se van. Han venido sin invitación y se marcharán sin tener que echarlos. Recordemos que cada uno de ellos nos propone una historia ficticia que nada tiene que ver con lo verdaderamente real que está aconteciendo mientras meditamos: que hay un ser sentado observando la mente. Todo lo demás es ilusorio, incluso aquellos pensamientos que tienen que ver con la propia meditación. De hecho, llega un momento en que incluso desaparece el observador y solo queda una observación impersonal: la consciencia-testigo.

Recordemos que cuanto más desconectados estamos del ser esencial, mayor es la identificación con el ego. Y en consecuencia, más compulsivo y neurótico es el acto de pensar. Esta es la razón por la que al principio lo más normal es que nos sintamos muy incómodos y aburridos durante la inactividad y el silencio. En este caso, sentarnos nos servirá para darnos cuenta de que no tenemos ningún control sobre nuestra mente ni nuestros pensamientos. Y más aún: que somos incapaces de dejar de pensar. Por otro lado, también verificamos lo difícil que es al principio salir de este encarcelamiento mental. De ahí que en general hagamos todo lo posible para evitar estar a solas con nosotros mismos sin distracciones de ningún tipo. Literalmente huimos de la meditación. Lo hacemos a diario, las 24 horas del día. Y lo cierto es que cuanto menos nos apetece es cuando más la necesitamos.

De hecho, es muy frecuente que durante la meditación pensemos acerca de si «lo estamos haciendo bien» o si «lo que está sucediendo ⎯sea lo que sea⎯ es lo que debería de estar sucediendo». Así es como el ego intenta boicotearnos. Y es que esencialmente la meditación consiste en ser conscientes de nuestro proceso mental, permitiendo que la mente y los pensamientos estén como están en cada preciso momento, sin intentar cambiarlos. En la práctica meditativa, «la mejor manera de llegar a algún lugar es dejar de intentar llegar a algún lugar».[1]

A menos que comprehendamos esto, seguiremos pensando que «somos incapaces de meditar», lo cual es otro pensamiento. Falso además. Cuando (nos) decimos que no podemos meditar, lo que en realidad estamos diciendo es que durante la meditación no pasa lo que queremos que pase. De ahí que nos cause más tensión que relajación. Y que como consecuencia no le dediquemos tiempo. Sin embargo, vale la pena volver a sentarse; eso sí, dejando a un lado cualquier expectativa para poder simplemente observar y aceptar lo que ocurre.

Mientras meditamos hemos de poner toda nuestra atención en la respiración, siendo conscientes de cómo inhalamos y exhalamos el aire que entra y sale de nuestros pulmones. Podemos respirar profundamente unas cuantas veces a modo de relajación, pero luego hemos de dejar que ésta se produzca de forma natural. Enseguida descubrimos lo poco que tardamos en volver a perdernos en alguno de nuestros pensamientos. Es completamente normal que nos vayamos durante un rato a otro lugar imaginario. El juego consiste en darnos cuenta y volver a dirigir nuestra atención a la respiración. Eso es precisamente lo que nos propone la meditación: ser conscientes.

SOLTAR EL CONTROL Y DEJARSE IR
“Mientras haya un meditador con expectativas de obtener algo de la meditación, meditar será inútil. La verdadera meditación sucede cuando gradualmente el meditador desaparece dentro de la meditación”.
(Ramesh Balsekar)

Meditar también consiste en notar las diferentes sensaciones que van apareciendo, como la presión, el hormigueo, las vibraciones, los escalofríos… A su vez, sentarse en silencio y hacer nada nos confronta directamente con la cara oscura de nuestra psique. De ahí que suelan emerger desde nuestras profundidades emociones reprimidas durante mucho tiempo. Sea lo que sea que aparezca, simplemente lo observamos con aceptación y desapego, pues tal como llega se marcha. No nos hacemos amigo ni enemigo de nada de lo que ocurra en nuestro interior. Lo abrazamos y despedimos con amor.

Con el tiempo y la práctica, en ocasiones sucede que en medio de ese silencio y esa oscuridad de pronto sentimos una incómoda y angustiosa sensación de vacío. Parece como si un gigantesco agujero negro interior nos quisiera succionar desde dentro. Llegados a este punto, todo se reduce a soltar el control. O mejor dicho, a abandonar la ilusión de que controlamos algo. Y a veces ocurre que este dejarse ir impersonal ⎯carente de deseo, intención y voluntad egoicos⎯ finalmente sucede. Es entonces cuando nos fundimos con la respiración, desvaneciéndose todo lo demás.

En este sentido, la entrega incondicional y la rendición absoluta son a la vez la causa y la consecuencia de que se disuelva la mente, desaparezcan los pensamientos y ⎯por ende⎯ se trascienda el ego. Así es como muere el yo ficticio con el que solemos estar identificados, surgiendo una presencia, una consciencia y una dicha que lo inundan todo. Deviene entonces el estado de iluminación ⎯nuestra verdadera naturaleza esencial⎯, en el que la consciencia-testigo presencia una experiencia de unidad, vacuidad y plenitud a la que los místicos llaman «dios».

En definitiva, la meditación es el acto y también el estado que puede devenir como consecuencia de meditar. Sentarse en silencio para observar la mente no es un medio para lograr un fin, sino un fin en sí mismo. Y cuanto más nos sentamos a meditar, más ganas tenemos de volver a sentarnos. Si bien cuando vivimos identificados con el ego es lo último que queremos hacer, cuando reconectamos con el ser esencial es lo que más nos apetece. En la medida en que vamos profundizando, meditar se vuelve cada vez más sencillo, placentero y agradable, convirtiéndose en algo tan natural como comer, dormir o respirar.

[1] Aforismo de Jon Kabat-Zinn.

*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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