Por Borja Vilaseca
No hay relaciones más amorosas y a la vez tan conflictivas como las que se crean en una familia. Tarde o temprano hay que comprender y aceptar a los padres para poder disfrutar de los hijos y de la vida.
Aunque el árbol genealógico de la familia X se remonta muchas generaciones atrás, la historia de nuestros protagonistas comenzó en la década de los 50, cuando el señor A y la señora B decidieron prometerse amor eterno, trayendo a la vida al bebé C apenas nueve meses después. A pesar de sus buenas intenciones, los días felices no tardaron en desvanecerse, sobre todo tras los nacimientos de los bebés D, E y F.
Como padre de cuatro hijos, el deber de la responsabilidad atormentaba al señor A hasta el punto de obligarle a residir en su despacho. Sin darse cuenta, se había convertido en un adicto al trabajo. Al igual que el resto de empleados del sistema capitalista, cada mañana se uniformaba con americana y corbata de colores grises, a juego con su rutina. Trabajaba para vivir, pero trabajaba tanto que casi no vivía.
Lo paradójico es que su mayor problema aparecía cuando concluía su jornada laboral y tenía que regresar a casa. No es que no quisiera a su familia, pero siempre estaba demasiado cansado para todo. Incluso para sentirse vivo. Se encontraba mucho más seguro en su rol de profesional que en el de marido y padre. Y para no tener que salir de su zona de comodidad, el señor A se recordaba diariamente que tenía muchas facturas que pagar. Sin embargo, lo único que se estaba cobrando era su propia vida.
MADRE NO HAY MÁS QUE UNA
“Me encantan las madres; sobretodo las de los demás.”
(Anónimo)
Mientras, a la señora B la soledad emocional le consumía lentamente. Tal vez fuera por cuestiones biológicas, pero el día que la vida le hizo madre se olvidó de sí misma para siempre. Apenas tuvo elección. Como cualquier otra mujer de su época, quería forjar a sus hijos una personalidad de provecho y legarles un futuro con futuro. Pero una cosa son las intenciones y otra los resultados: encargarse del cuidado y la educación de los cuatro pequeños la superaba.
Tras empeñar su paciencia e hipotecar su salud mental, su hablar derivó en gritar y su tranquilidad, en histeria. La señora B dejó de sonreír y comenzó a llorar. Aunque jamás llegara a verbalizarlo, tuvo que renunciar a sus sueños para ejercer de ama de casa. Sin apoyos ni ayudas. Ella sola. Cada día. Y cada noche. Durante casi tres décadas.
Finalmente, los bebés C, D, E y F crecieron y se desarrollaron hasta convertirse en adultos independientes. O al menos hasta que aparentaron serlo. En el proceso, sus mochilas emocionales se llenaron de miedos, carencias y frustraciones, tal y como en su día les ocurriera al señor A y a la señora B. Se trata de una tradición ancestral que se extiende de generación en generación desde que los primeros seres humanos tuvieron descendencia.
LA FAMILIA: CIELO E INFIERNO
“Gobernar una familia es casi tan difícil como gobernar todo un reino.”
(Michel de Montaigne)
Más allá de las particularidades de la familia X, el denominador común de esta institución es que es una de las más contradictorias que ha creado hasta ahora la humanidad. Desde un punto de vista emocional, ningún otro entorno llega a ser tan cálido, destructivo o los dos al mismo tiempo. Aunque nos cueste reconocerlo, la relación con nuestros padres, hermanos e hijos suele despertar lo mejor y lo peor de nosotros mismos.
Con los años, nuestro hogar puede convertirse en un nido de amor, ternura y complicidad, pero también en un tribunal despiadado y frío, en el que cada miembro asume inconscientemente los roles de juez, verdugo y víctima. Es lo que tiene la convivencia: que durante demasiados años, a la hora de la cena, nos obliga a compartir(nos) tanto si nos apetece como si no. Además, en el nombre de la confianza, parece como si tuviéramos carta blanca para decir lo que pensamos sin tener que pensar en lo que decimos.
En ocasiones y casi sin darnos cuenta, terminamos pagando nuestro malestar los unos con los otros, abriendo heridas cada vez más difíciles de cicatrizar. Sin embargo, pase lo que pase y hagamos lo que hagamos, siempre formaremos parte de nuestra familia. Esa es su mayor grandeza y su peor miseria.
LA CULPA NO EXISTE
“Lo que nos cura es que podamos abrazar en nuestro corazón a nuestros padres y no tanto que seamos abrazados por ellos.”
(Joan Garriga)
Después de demasiados años compartiendo piso con nuestra familia, muchos nos independizamos algo resentidos, saliendo por la puerta de atrás. Y al encontrarnos cara a cara con nuestra propia vida, no dudamos en culpar a nuestros padres y hermanos por nuestras lagunas afectivas, nuestras inseguridades e incluso por la rabia que experimentamos al ver como el conflicto y la insatisfacción siguen protagonizando nuestras relaciones más íntimas.
Sin embargo, este victimismo infantil tiene los días contados. Aunque es infinitamente más fácil y cómodo señalar a nuestros progenitores como los responsables de nuestra infelicidad, tarde o temprano llega un día en que no nos queda más remedio que coger las riendas de nuestro destino. Sin duda alguna, ésta es la verdadera emancipación y suele venir acompañada de una de las mayores crisis existenciales que sufrimos a lo largo de nuestra vida: aceptar que más allá de nuestro pasado, nuestro único problema en este preciso momento somos nosotros mismos.
A pesar de ser una de las inquilinas más veteranas de nuestro sistema de creencias, la culpa no existe. Más que nada porque ninguno de nosotros ha infringido daño a otro ser humano de forma voluntaria y consciente. Debido a la ignorancia de no saber cómo funciona nuestra condición humana, en demasiadas ocasiones nuestra actitud y nuestra conducta se ven influenciadas por nuestro instinto de supervivencia, más conocido como “egocentrismo”.
EL VENENO DE LA IGNORANCIA
“Ni tu peor enemigo puede hacerte tanto daño como tus propios pensamientos.”
(Buda)
Los pensamientos, las palabras y las conductas negativas, propias de cualquier discusión o pelea, segregan una serie de hormonas y emociones tóxicas, que envenenan y desgastan muchísimo nuestra salud. Y esta ponzoña se va acumulando en nuestro interior, debilitando nuestro sistema inmunológico. De ahí que el odio o el rencor hacia nuestros padres o hermanos nos destruyan primeramente a nosotros mismos. Es casi como bebernos una botella de cianuro.
Para salirnos del círculo vicioso de la ignorancia, hemos de comprender que, al igual que nosotros, todos los miembros de nuestra familia lo han hecho y lo siguen haciendo lo mejor que pueden en base a su grado de madurez y su nivel de consciencia. De hecho, todos necesitamos cometer errores para poder aprender y evolucionar como seres humanos.
Así, más allá de señalar “la paja en el ojo ajeno”, lo eficiente es responsabilizarnos por quitarnos “la viga” que nubla nuestra forma de ver e interpretar la realidad. Y dado que las personas que más intentan hacernos sufrir son las que peor están consigo mismas, podemos empezar a desarrollar la compasión, es decir, comprender que el otro también sufre, de ahí que no sea capaz de comportarse de una manera menos dañina.
ACEPTAR LO QUE HA SIDO
“La sabiduría consiste en aprender tanto del amor como de la ignorancia.”
(Marc M. Webb)
Llegados a este punto, veamos cómo le van las cosas a la familia X en la actualidad. Mientras que el señor A y la señora B descansan en paz, las vidas emocionales de sus hijos han tomado cauces muy diferentes. El adulto C, por ejemplo, está divorciado y discute regularmente con sus hijos. Paralelamente, dos de sus hermanos, D y E, no se dirigen la palabra por desavenencias con la herencia.
La característica común de estos tres hermanos, cuyos días están marcados por la insatisfacción y el mal humor, es que no han perdonado conscientemente a sus padres. Todavía no quieren ni pueden darles un lugar en su corazón. Aunque por motivos muy diferentes, los tres sienten que la vida fue injusta con ellos. Consideran que sus demonios internos son una consecuencia de los traumas originados durante sus respectivas infancias.
Tanto C, D y E siguen quejándose, lamentándose e incluso despotricando de sus progenitores. A pesar de los años, y de su supuesta experiencia, ninguno de ellos ha tomado conciencia de que su pasado es el que es, y que por mucho que lo sigan condenando seguirá tal siendo tal y como fue. Parafraseando al padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, todavía no “han matado a sus padres”. Al no haber sido capaces de aceptarlos tal como fueron, siguen cargando con un peso que no les corresponde.
AMAR LO QUE ES
“Quien no comprende, perdona y ama a sus padres no encontrará la felicidad ni la paz interior en ésta ni en ninguna otra vida.”
(Amanda Silva)
La vida del adulto F, por otro lado, contrasta con la de sus hermanos. Durante unos cuantos años, el sufrimiento emocional condicionó su manera de pensar, de ser y de relacionarse con los demás. Sin embargo, finalmente fue capaz de comprender que todo lo que le había sucedido en la vida, incluyendo el legado emocional de sus padres y hermanos, era justamente aquello que necesitaba para aprender a ser feliz por sí mismo.
Por el camino, descubrió que sus falsas creencias acerca de cómo debía de ser la vida le llevaban a querer que las cosas fueran como a él le gustaría, en vez de aceptar las cosas tal como eran. Comprendió que era precisamente su forma egocéntrica de interpretar la realidad la causa de todo su malestar.
A raíz de una serie de experiencias, comenzó a revisar su pasado y a reinterpretarlo, esta vez con una mirada más sabia y objetiva. Y concluyó que tanto sus padres, sus hermanos y él mismo lo habían hecho lo mejor que habían podido, con lo que no valía la pena seguir en guerra con todos ellos. Decidió perdonarles, empezando a amarlos simplemente por lo que eran.
Así es como el adulto F logró construir una familia armoniosa y unida, rompiendo la cadena emocional negativa que se perpetúa en la mayoría de familias. A sus hijos les hizo un gran regalo: la posibilidad de crecer sin el lastre de esa pesada mochila. Al cambiar él, cambió por completo su realidad. Tal como dijo el psicoterapeuta Milton Erickson, “nunca es demasiado tarde para una infancia feliz”.
Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 1 de julio de 2009.