Por Borja Vilaseca

Detrás de cualquier fenómeno que existe en la realidad hay una ley o principio que lo rige. Si echamos un vistazo al sistema solar, comprobamos que cada planeta gira alrededor del Sol a una velocidad distinta, pero siempre la misma. Esta es la razón por la que la Tierra tarda exactamente 365 días en completar una vuelta. En cambio, a Marte le lleva un año y 322 días hacer el mismo recorrido. Y a Urano, 84 años y 4 días. Todos ellos se mueven con la precisión de un reloj suizo.

Lo mismo sucede con la naturaleza. Cada organismo cumple una determinada función. Forman parte de ciclos naturales que están orquestados por leyes universales. Por ejemplo, el agua empieza a hervir cuando alcanza los 100 grados. Y comienza a congelarse cuando baja de los cero grados. Por otro lado, si nos fijamos en el reino animal, comprobamos que cada mamífero tiene un proceso de gestación diferente, el cual sigue un orden matemático. Así, el embarazo de una zarigüeya dura unos 12 días. El de una mujer, unos 270 días. Y el de una elefanta, ¡unos 660 días!

De hecho, nuestro propio cuerpo humano está regido por leyes. El sistema respiratorio. El aparato digestivo. El proceso respiratorio… Sea lo que sea lo que observemos está sujeto a algún principio, norma o código que lo gobierna. El tráfico tiene sus propias normas. El fútbol también. Cada país cuenta con su propia Constitución. Incluso en nuestras relaciones humanas -ya sea a nivel personal o profesional- imperan ciertos códigos de conducta, muchos de ellos no escritos…

Por más hierbas que pueda parecernos al principio, el «universo» está regido por leyes inmutables. No es casualidad que esta palabra provenga del griego «kósmos», que significa «orden». No en vano, todo lo que existe funciona perfectamente. Pero entonces, ¿cómo puede ser que exista la pobreza, el hambre o la guerra? ¿Cómo puede ser perfecto el hecho de que vivamos en un mundo donde cada día ocurren cientos de miles de barbaridades? Insultos. Agresiones. Engaños. Robos. Asesinatos…

Al estar tan identificada con el ego, la humanidad se ha convertido en el cáncer del planeta. Estamos asfaltando la tierra. Contaminando el aire. Envenenando los océanos. Talando los bosques. Masacrando al resto de especies. Y en definitiva, destruyendo la naturaleza… ¿Cómo es posible que ocurran todas estas cosas? Pues porque existe «la ley de la evolución», la cual nos permite violar ciertas leyes para que seamos conscientes de su existencia a través de los resultados tan insatisfactorios que generamos al desobedecerlas.

No en vano, la vida es una escuela de aprendizaje cuya finalidad es evolucionar. Y la única manera de lograrlo es cometiendo errores y aprendiendo de ellos. Tarde o temprano llega un momento en el que nuestra desobediencia existencial nos conduce irremediablemente a una saturación. E incluso al colapso. Solo entonces nos comprometemos con iniciar un verdadero proceso de cambio y transformación, creciendo en comprehensión para saber cómo fluir armoniosamente con este orden universal.

LOS EFECTOS DE DESOBEDECER UNA LEY
“Del mismo modo que empezamos respetar las leyes de tráfico cuando nos hartamos de pagar multas, cuando llegamos a una saturación de sufrimiento comenzamos a obedecer las leyes que rigen el universo.”
(Gerardo Schmedling)

El hecho de que ignoremos dichas normas no nos exime de cosechar ciertos resultados cuando las desobedecemos. Pongamos como ejemplo nuestro cuerpo humano. ¿Qué pasa cuando tomamos el sol sin protección solar durante horas? Que nos quemamos la piel y nos puede dar una insolación. ¿Qué sucede cuando nos pegamos un atracón de bollería industrial, chucherías y bebidas azucaradas? Que nos duele la barriga y tenemos diarrea. ¿Qué ocurre cuando nos pasamos todo el día viendo la televisión, trabajando con el ordenador o mirando el móvil? Que nos duele la cabeza y nos sentimos fatigados, embotados y sin energía.

Pasa lo mismo con las leyes de tráfico. ¿Qué ocurre cuando nos las saltamos? Pues que nos caen unos cuantos bocinazos y broncas por parte de otros conductores. Y en caso de que un guardia urbano nos pille in fraganti recibimos una multa. De hecho, podemos acabar en la cárcel. También podemos tener un accidente que nos lleve al hospital o incluso al cementerio. No importa lo que opinemos acerca de dichas leyes. Al violarlas es una simple cuestión de tiempo que terminemos obteniendo un determinado resultado. Ya le podemos decir al agente de turno que nos parece «injusto» que nos sancione por haber aparcado el coche en un vado. Por más excusas y justificaciones que le demos, nos dirá que hemos desobedecido el reglamento general de circulación y nos impondrá la sanción correspondiente.

Una de las más famosas leyes universales es la «ley de la gravedad», la cual no tiene nada que ver con Isaac Newton; existía antes de que este físico la descubriera. Lo mismo sucede con el resto de principios que rigen el universo. Están ahí, operando a la espera de que los vayamos descubriendo a través de los resultados que vamos cosechando en las diferentes áreas y dimensiones de nuestra existencia.

No importa si creemos o no en este orden perfecto. Lo importante es que lo verifiquemos a través de nuestra experiencia personal. En este sentido, todos seguimos una misma secuencia de aprendizaje, la cual está regida por cuatro fases. La primera se denomina «inconsciencia de la ley». Puede ser que no tengamos ni idea de que existe porque nadie nunca nos ha hablado de ella. De ahí que la ignoremos por completo. O que a pesar de conocerla decidamos obviarla, mirando hacia otro lado y pasando de ella.

Ya sea por un motivo u otro, la segunda fase tiene que ver con la «transgresión de la ley». Ocurre en el instante en el que el ego nos lleva a desobedecerla. Es lo que coloquialmente se llama «cometer un error», algo necesario e inevitable a lo largo de nuestro proceso evolutivo. Eso sí, como consecuencia cosechamos un resultado en forma de bloqueo, limitación, conflicto, violencia, perturbación, sufrimiento, dolor, insatisfacción o enfermedad.

OBEDECER LAS LEYES
“A lo que te resistes, persiste; lo que aceptas, se transforma.”
(Carl Gustav Jung)

En la medida en la que llegamos a una saturación de malestar provocado por el incumplimiento de dicha ley, empezamos a darnos cuenta de su existencia. Solo entonces pasamos a la tercera fase: la «consciencia de la ley». De pronto nos damos cuenta del principio universal que rige el funcionamiento de un área en concreto. Esto es lo que nos aporta el desarrollo espiritual: crecer en sabiduría con respecto a estos principios universales. Es entonces cuando comprehendemos que todo es perfecto tal y como es porque está en su proceso hacia la perfección. La única imperfección reside en nuestra equivocada manera de mirar e interpretar lo que está sucediendo.

Finalmente entramos en la cuarta y última fase: la «obediencia de la ley». Dado que no queremos ni necesitamos sufrir más en relación con dicha norma existencial, empezamos a obedecerla de forma consciente y voluntaria. Al respetarla, logramos cosechar resultados mucho más satisfactorios en ese ámbito. De este modo no solo culminamos un proceso de aprendizaje, sino que además cambiamos por completo nuestra experiencia de vida. Y es que al actuar así vamos debilitando el ego, pues no hay nada que lo lime más que obedecer las leyes que rigen el universo.

Una analogía que se suele emplear para comprehender nuestro proceso evolutivo es la de un niño pequeño que nunca ha visto fuego. Al no saber lo que es, ignora qué pasa cuando lo tocas. Solamente en el instante en el que le arden los dedos descubre que el fuego quema. Gracias a esta experiencia nunca más vuelve a pasar su mano por encima de una hoguera. Esa es la función del dolor: advertirnos de que hemos violado algún límite. En este caso en relación con la sensibilidad de la piel.

Exactamente lo mismo sucede con el sufrimiento. Su función es transmitirnos que nos estamos equivocando en nuestra manera de ver, interpretar y de relacionarnos con la realidad. Así, cada vez que nos sintamos desdichados es un claro indicador de que hemos desobedecido alguna ley universal. O de que no estamos aceptando ni fluyendo con este orden perfecto. Y no es que dicha norma nos esté penando. ¿Cómo podría sancionarnos una ley? Somos nosotros mismos quienes nos estamos castigando al ir contra ella.

De igual modo, si decidimos obedecerla tampoco nos da ningún premio. ¿De qué manera una ley podría recompensarnos? No tiene esa clase de poder. Somos nosotros quienes nos beneficiamos cuando fluimos con ella. Si bien la desobediencia de estos principios universales nos instala en el infierno-sufrimiento, la obediencia nos conduce al cielo-felicidad. ¿Cuántos chupitos de cianuro más necesitamos tomarnos para darnos cuenta?

*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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