Por Borja Vilaseca
El cristianismo cuenta con unos 2.400 millones de fieles en todo el mundo. El denominador común de todos ellos es la admiración que sienten por Jesucristo. En España, por ejemplo, dos de cada tres personas se declaran creyentes de esta religión. Eso sí, de estos solo el 20% va a misa todos los domingos [1]. Es decir, que la mayoría son «católicos no practicantes». Lo son por una cuestión de condicionamiento y tradición; creen en lo que creen porque desde muy niños les inculcaron ⎯tanto en casa como en la escuela⎯ este tipo de creencias religiosas. Y la única razón por la que siguen creyendo en ellas es porque todavía no las han cuestionado.
Sea como fuere, la Iglesia católica está profundamente arraigada en nuestra cultura. Y por más siglos que pasen, la cosmovisión judeocristiana sigue formando parte del inconsciente colectivo de la sociedad occidental. De ahí que no sea descabellado afirmar que ⎯de alguna forma u otra⎯ «todos somos cristianos». Para empezar, echemos nuevamente un vistazo a nuestro calendario. Y recordemos ⎯una vez más⎯ que el año en el que vivimos se calcula a partir de la fecha de nacimiento de Jesucristo. Por otro lado, los nombres más comunes en nuestra sociedad ⎯Antonio, María, José, Carmen, Manuel, Josefa, Francisco, Ana, David, Isabel, Juan, Teresa… [2] ⎯ son de origen judeocristiano.
A su vez, la gran mayoría de festividades que celebramos hoy en día tienen que ver con esta entidad religiosa. Evidentemente esto no siempre fue así. Las primeras celebraciones que festejaron nuestros antepasados tenían que ver con los dioses del politeísmo, quienes veneraban a los fenómenos de la naturaleza que posibilitaban su supervivencia. Sin embargo, con la aplastante victoria del monoteísmo, estas fiestas y deidades empezaron a considerarse «paganas». Se trata de un adjetivo peyorativo utilizado tanto por judíos como por cristianos para descalificar cualquier creencia o ritual religioso que se salga de los dogmas de su fe.
Con la finalidad de erradicar cualquier indicio de paganismo en la sociedad, la Iglesia católica adoptó muchas de estas festividades como propias. De este modo consiguió imponer la religión cristiana frente a las tradiciones antiguas, las cuales fueron desapareciendo lenta y progresivamente. Así, la fiesta del solsticio de verano ⎯celebrada a finales de junio en el hemisferio norte para dar la bienvenida al calor⎯ se convirtió en el día de «San Juan», uno de los principales santos del catolicismo.
Por otro lado, la fiesta de la «Navidad» tiene que ver con el solsticio de invierno. Se trata del momento del año en el que el Sol alcanza el punto más bajo con respecto al horizonte en el hemisferio norte, provocando que los días sean mucho más oscuros. En la antigua civilización romana ese día celebraban la «Natalis Solis Invictis»: la fiesta del «nacimiento del sol invencible». Esencialmente porque a partir de entonces el astro solar comienza a ascender otra vez por el firmamento, provocando que los días empiecen a ser cada vez más luminosos. De ahí que nuestros antepasados ⎯que no gozaban de electricidad como nosotros⎯ celebraran ese día como «el triunfo de la luz sobre la oscuridad».
Tras la implantación del cristianismo como religión oficial, la Iglesia católica estableció el nacimiento de Jesucristo el 25 de diciembre para que los romanos no tuvieran que abandonar esta fiesta tan popular. Y lo mismo hizo con el resto de festividades y tradiciones paganas. Por medio de este proceso de suplantación mitológica, esta institución religiosa ha conseguido perpetuarse en el imaginario colectivo sin que nos demos cuenta. Estamos tan imbuidos y acostumbrados a convivir con la iconografía cristiana que la damos por sentada.
EL LEGADO PSICOLÓGICO DEL JUDEOCRISTIANISMO
“Esperar que la vida te trate bien por ser buena persona es como esperar que un tigre no te ataque porque seas vegetariano.”
(Bruce Lee)
Al margen de controlar nuestro calendario y estar muy presente en nuestras festividades, la cosmovisión judeocristiana sigue enquistada en nuestra mentalidad. Nos guste o no, el legado psicológico de esta fe religiosa sigue condicionando inconscientemente la relación con nosotros mismos, con los demás y con la vida. Hay que tener en cuenta que la iglesia católica lleva siglos ostentando una privilegiada posición de poder, influencia y autoridad en nuestra sociedad. Y lo cierto es que en complicidad con la Monarquía y el Estado, esta institución religiosa ha determinado ⎯en gran medida⎯ nuestra forma de comportarnos, así como nuestra manera de concebir a dios y al universo.
Así, su dios todopoderoso, invisible y omnipresente cuenta con una lista de «diez mandamientos» que debemos cumplir, dividiendo el mundo entre «santos» y «pecadores». Estos son: «Amarás a dios sobre todas las cosas. No tomarás el nombre de dios en vano. Santificarás las fiestas. Honrarás a tu padre y a tu madre. No matarás. No cometerás actos impuros. No robarás. No darás falso testimonio ni mentirás. No consentirás pensamientos ni deseos impuros. Y no codiciarás los bienes ajenos».
Lejos de ser unas recomendaciones existenciales de carácter voluntario, la fe cristiana deja muy claro que al final de nuestra vida seremos juzgados por este dios punitivo, al cual hemos de adorar ciegamente y obedecer con sumisión. No en vano, en función de cómo hayan sido nuestros actos ⎯de lo mucho o lo poco que hayamos «pecado» a lo largo de nuestra vida⎯, nuestra alma descansará en el cielo o arderá en el infierno para toda la eternidad. Por más irracional que este tipo de creencias puedan parecernos hoy en día, muchos creyentes padecen «hadefobia». Es decir, un profundo miedo al infierno, el cual les causa angustia, estrés y ansiedad crónicos.
Del mismo modo que para lograr que un burro se mueva has de poner frente a él una zanahoria o golpearlo por detrás con un garrote, la Iglesia católica emplea la recompensa y el castigo para influir en nuestro comportamiento. Por un lado, nos ofrece premios e incentivos en el más allá para portarnos como buenos samaritanos en el más acá. Por el otro lado, nos amenaza con penas y sanciones divinas para evitar que caigamos en la tentación y actuemos como pecadores.
Así es como el judeocristianismo nos ha inculcado una determinada «moral». Es decir, un punto de vista subjetivo acerca de cómo deben ser las cosas. En esencia, se trata del conjunto de normas sociales rígidas que tenemos que seguir para ser considerados «buenas personas» a los ojos de dios, así como los estrictos códigos de conducta que hemos de cumplir para actuar correctamente y ser merecedores de su gracia.
Es evidente que la creencia en este legislador y juez divino previene a muchas personas de cometer según que crímenes y delitos. Sin embargo, la consecuencia directa de imponer esta moral cristiana es que la ética y la integridad ⎯en caso de suceder⎯ no emergen de manera libre y voluntaria desde el ser esencial. Por el contrario, se convierten en algo forzado desde fuera. Y como consecuencia, muchas de las acciones supuestamente altruistas que realizan los fieles creyentes no son un fin en sí mismo, sino un medio para ir al cielo y escapar del infierno. Es decir, para recibir una zanahoria y evitar un garrotazo.
Por otro lado, la religión católica sigue ostentando el monopolio de los ritos fúnebres. En occidente casi todos los velatorios están presididos por una cruz y están oficiados por un cura. A su vez, en los cementerios la simbología cristiana aparece por todas partes. Eso sí, cada vez más familias están optando por ceremonias laicas, empleando formas alternativas para despedirse de sus seres queridos.
EL SEXO COMO PECADO
“El fanatismo es una sobrecompensación de la duda.”
(Carla Gustav Jung)
Cabe destacar que la fe católica también juzga y condena ciertas emociones humanas, las cuales considera que son «pecado» y, por tanto, no deberíamos experimentar. Se trata de «los siete pecados capitales»: ira, soberbia, envidia, avaricia, gula, lujuria y pereza. Debido a la falta de educación emocional, en general no tenemos ni idea de cómo gestionar dichas emociones. Sin embargo, debido al exceso de condicionamiento religioso en ocasiones nos sentimos mal con nosotros mismos por el simple hecho de experimentarlas.
La moral cristiana es la razón por la que no recibimos educación sexual en las aulas. Esencialmente porque la Iglesia católica considera «pecado» la sexualidad que se produce fuera del matrimonio. De hecho, para esta institución el acto de copular tan solo debería llevarse a cabo con fines reproductivos. Tanto es así, que en pleno siglo XXI sigue inculcando a sus seguidores para que en ningún caso practiquen la masturbación y la fornicación. Y que tampoco utilicen nunca un método anticonceptivo. En este sentido, les advierte que en caso de realizar un aborto serán excomulgados de su religión. A su vez, rechaza y condena la homosexualidad, prohibiendo el matrimonio entre dos personas del mismo sexo entre sus fieles.
Como consecuencia, en el inconsciente colectivo de la humanidad hemos venido creyendo que «el sexo es algo sucio, vergonzoso y pecaminoso». Esta es la razón por la que muchos de nosotros hemos venido reprimiendo nuestros impulsos y deseos sexuales, así como padeciendo todo tipo de disfunciones en la cama. Curiosamente, practicar sexo es algo tan necesario y natural como respirar, comer, dormir y hacer nuestras necesidades fisiológicas. Al condenarlo moralmente, estamos rechazando una dimensión de nuestra condición humana. Y esta fragmentación interior es fuente de numerosas neurosis, así como la causa de mucho sufrimiento e insatisfacción.
De este modo, la moral cristiana genera que muchos de nosotros nos sintamos culpables por sentir según que emociones y por realizar según que actos. Así, la «culpa» es otro mecanismo psicológico que utiliza la Iglesia para controlarnos y manipularnos. De ahí surge el «arrepentimiento» y su consiguiente «confesión». Además, nos han hecho creer que necesitamos de la figura externa de un salvador que nos ayude a purificar nuestros pecados y obtener el «perdón» de dios. Esta es la razón por la que muchos siguen pensando que la clase clerical de esta institución religiosa ⎯como los obispos, los curas y los sacerdotes⎯ son los únicos que pueden verdaderamente intermediar entre nosotros y dios.
Desde esta cosmovisión religiosa no basta con perdonarnos internamente a nosotros mismos cuando cometemos un error, sino que la salvación de nuestra alma pasa irremediablemente por acudir a un redentor externo. Así es como el cristianismo fomenta claramente el borreguismo. De hecho, está muy presente en su discurso. Prueba de ello es que los miembros del clero son los pastores encargados de guiar a los creyentes, a quienes conciben como las ovejas que forman parte de su rebaño o congregación. Cabe señalar que cuanto menos conectados estamos con nuestro poder interior, más endiosamos e idolatramos a figuras externas. De ahí la suprema devoción que se sigue teniendo hoy en día por Jesucristo, así como la absoluta idealización de su representante en la tierra: el papa.
Con la finalidad de mantenernos en un estado de permanente dependencia, esta entidad religiosa también nos educa para creer que «el dinero es la raíz de todos los males» y que «los ricos son corruptos y mezquinos». A pesar de que la Iglesia católica rinde culto a la pobreza, la sede del Vaticano es un icono del lujo, la riqueza material y la ostentación. Y es que los dirigentes de esta institución no trabajan para erradicar las causas de la pobreza, sino que tan solo se dedican a paliar sus síntomas por medio de la «caridad». En otras palabras, dan pescado en vez de enseñar a pescar.
No en vano, ¿qué sería de la Iglesia si no hubiera pobres ni pobreza? ¿En qué lugar quedaría esta institución si los seres humanos experimentáramos a dios en nuestro corazón? ¿Qué ocurriría si el Estado dejara de financiarla con dinero público? Y en definitiva, ¿qué pasaría con esta entidad religiosa si la humanidad reconectara con su verdadera dimensión espiritual? Pues simple y llanamente que desaparecería de la faz de la Tierra para siempre.
[1] Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE).
[2] Según datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).
*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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