Por Borja Vilaseca

Muchos empleados se sienten tratados como máquinas, no creen en lo que hacen y detestan su lugar de trabajo. Los jefes, por su parte, se quejan de la falta de motivación y de eficiencia de sus colaboradores. Lejos de echarse la culpa unos a otros, para superar este malestar generalizado es necesario cambiar la cultura de las organizaciones.

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Patricia Mir. 35 años. Directora de personas y valores del Grupo Intercom, que cuenta con 800 colaboradores. Está comprometida con demostrar a otras empresas que no hay nada más eficiente y sostenible que ser cómplice del bienestar de los colaboradores.

“No hay nada más rentable que tratar bien a los colaboradores”
“Hace tres años y medio me contrataron para velar porque la cultura y los valores de nuestra empresa inspiraran a las personas que forman parte nuestra organización. Lo primero que hicimos fue reunirnos 40 personas de la compañía para reflexionar sobre lo que de verdad importa. Entre otras cosas, llegamos a la conclusión de que pensar en el bienestar de los colaboradores es rentable. Y que es necesario fomentar un ambiente laboral donde la gente pueda trabajar con alegría y pasión. Nos hemos dado cuenta de que como compañía somos capaces de lograr cualquier cosa, aprendiendo a pensar en grande con humildad. El reto consiste en que estos valores no solamente aparezcan escritos en un díptico, sino que nos atrevamos a ponerlos en práctica. Hemos despedido a unas cuantas personas por no predicar con el ejemplo. No creemos en los horarios. Aquí nadie ficha. Nuestros colaboradores pueden trabajar desde casa y confiamos en ellos cuando nos dicen que están enfermos; no es necesario que presenten un certificado. No queremos esclavos, sino gente responsable y libre. Cuando controlas el horario de tu gente pones de manifiesto que no confías en ellos. Parte de nuestro éxito es que solo contratamos a personas maduras emocionalmente, comprometidas con su propio autoconocimiento. Más que nada porque si no te conoces, no sabes cómo generarte tu propia motivación y felicidad, con lo que esperas que los demás te motiven y te hagan feliz. El objetivo es que nuestros colaboradores no tengan ningún motivo para quejarse por sus condiciones laborales. Sólo así pueden centrarse en dar lo mejor de sí mismos. Y lo cierto es que funciona: ahora mismo, en plena crisis, sabemos que el bienestar de nuestra cuenta de resultados es directamente proporcional al bienestar emocional de nuestros empleados.”

Mañana es lunes. Volverá a sonar el despertador demasiado pronto. Y tras soltar un bostezo descomunal, de nuevo lo retrasaremos cinco minutos. Remolonearemos bajo las sábanas aprovechando los últimos retazos de sueño. Finalmente nos levantaremos, quitándonos las legañas de los ojos con cierta apatía. Caminaremos medio dormidos hasta el baño. Apuraremos la ducha de agua caliente. Nos lavaremos los dientes a cámara lenta, mirándonos al espejo con cara de pocos amigos. Seguidamente nos vestiremos, desayunaremos lo de siempre y saldremos de casa a toda prisa.

La mayoría cogeremos el transporte público. Casi todos a la misma hora. Apretujados, nos miraremos unos a otros sin mediar palabra. Y como cada día entre semana, volveremos a ver las mismas caras largas, tan llenas de resignación, cansancio e incluso tristeza. Ensimismados cada uno en nuestras cosas, entre todos generaremos un silencio perfecto. Si tenemos la oportunidad nos distraeremos con algún que otro periódico gratuito. Tal vez repasemos de forma mecánica la agenda. O nos entretendremos jugando con el teléfono móvil.

Mientras, el resto seguiremos atrapados en medio de un atasco de tráfico. Ahogados por el humo de los tubos de escape y por el irritante ruido de los cláxones, pondremos la radio como antídoto para no dejarnos llevar por la impaciencia. Tras soltar a los niños delante del cole –sin apenas tiempo para cariñosas despedidas–, aceleraremos la marcha para llegar puntuales a nuestro puesto de trabajo.

Entraremos en la oficina a toda prisa, haciéndonos los despistados para no saludar al personal que trabaja en recepción. Los lunes no solemos estar de humor para intercambiar las habituales de preguntas de cortesía. Y una vez en nuestro cubículo, dejaremos nuestras cosas sobre el escritorio y encenderemos con desgana el ordenador. Como cada lunes, se nos acercará uno de nuestros compañeros para hacernos la pregunta de costumbre: “¿Qué tal el fin de semana?” Y como si de un déjà vu se tratara, contestaremos la misma respuesta de siempre: “Corto, ¿y el tuyo?”

Tras hablar un poco de esto y de aquello, iniciaremos nuestra jornada laboral echando un vistazo a nuestro correo electrónico. Pero antes, seguramente recibamos una llamada de nuestro jefe, quien, estresado y de mal humor, nos comunicará con cierta hostilidad que hay que repetir –una vez más –el informe en el que llevamos varias semanas currando. Y por si fuera poco, nos dirá que se trata de un asunto urgente, exigiéndonos que pospongamos el resto de temas pendientes para tenerlo terminado en cuanto antes. Y a diferencia de lo que hace Patricia Mir, volverá a utilizar la expresión “lo necesito para ayer”.

Nada más colgar el teléfono nos invadirá una tímida sensación de impotencia. Y mientras notamos como ésta es cada vez mayor, seguramente pensemos en “mandarlo todo a la mierda”. Eso sí, lo más probable es que se quede en eso, en un simple pensamiento. Una semana más, no nos quedará más remedio que aguantar a nuestro jefe y cumplir con sus desmesuradas exigencias. Como todos bien sabemos, nuestra existencia se asienta sobre un sistema monetario. Y ello conlleva que tengamos que trabajar para ganar dinero con el que sufragar nuestros costes de vida. Por eso hay quienes dicen –medio en broma, pero muy en serio– que “la esclavitud no se ha abolido; tan sólo se ha puesto en nómina”.

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Mónica Fernández. 35 años. Vive en pareja. Periodista. Se encuentra en plena transición laboral, formándose para emprender una nueva profesión. Ha trabajado en numerosas organizaciones y en todas ellas ha convivido con jefes conflictivos.

“No hay nada peor que trabajar para una persona infeliz”
“Al salir de la facultad tenía muchas ganas de enrolarme en un proyecto empresarial donde poder desarrollarme profesionalmente y sentirme útil. Me apasiona la comunicación. Esta es la razón por la que en los últimos ocho años he trabajado en diferentes departamentos de comunicación corporativa. Durante este tiempo, he tenido todo tipo de jefes, la mayoría bastante tóxicos. En una ocasión, por ejemplo, estaba debatiendo con mi jefe un proyecto en el que la toma de decisiones era estratégica. Mi criterio profesional difería bastante del suyo, y me sentí en el deber de hacérselo ver… No me dejó ni siquiera terminar lo que estaba diciendo. Empezó a gritarme con vehemencia, diciendo que él era el único que sabía como debían hacerse las cosas. Y que le importaba muy poco lo que yo pensara, pues mi función se limitaba a cumplir sus órdenes. Es decir, que en vez de razonar, se puso a la defensiva, convirtiendo nuestra conversación en un ataque personal. Su autoritarismo generaba un ambiente laboral hostil, donde no se valoraba ni aprovechaba el talento de los profesionales que trabajábamos allí. No quería colaboradores con iniciativa, sino subordinados sumisos a quienes explotar. Su inseguridad le impedía confiar en los demás. Se limitaba a controlarnos todo el día, cercenando nuestra creatividad y motivación. Muchos terminaron quemándose y, como yo, marchándose de aquella institución. No hay nada peor que trabajar para alguien que se cree que por ser tu jefe puede pagar su malestar contigo. Esta actitud refleja una profunda ignorancia y falta de autoconocimiento. Considero que respetarme a mí misma implica no seguir aguantando según que actitudes y conductas. Por eso he decidido montármelo por mi cuenta.”

Curiosamente, esta sensación de impotencia, resignación y esclavitud generalizada tiene mucho que ver con la etimología de la palabra “trabajo”. Su origen procede del vocablo tripalium, que en latín significa “tres palos”. Por lo que relatan los historiadores, consistía en un instrumento de tortura utilizado en siglo VI. En aquella época, se amordazaba a los esclavos a una especie de cepo compuesto por tres trozos de madera. Una vez inmovilizados, los presos eran azotados de forma cruel y despiadada.

Con el tiempo, tripalium derivó en el verbo tripaliare, que quiere decir “torturar”. De tripaliare surgió posteriormente trebajo, cuya traducción literal implica “esfuerzo”, “sacrificio” y “dolor”. Finalmente, trebajo evolucionó hasta dar a luz a la palabra contemporánea “trabajo”, que actualmente se vincula con la idea de “tarea” o “labor”. Es decir, que no sería descabellado afirmar que trabajar consiste en realizar una tarea que implica esfuerzo, sacrificio y dolor, pudiendo llegar a convertirse en una tortura.

Prueba de ello es el malestar generalizado en nuestra sociedad, que en parte se debe a cómo nos relacionamos con nuestras circunstancias laborales. Al menos siete millones de empleados españoles padecen estrés, según una encuesta realizada por la Universidad de Alcalá de Henares. De hecho, cada vez más médicos afirman que trabajar más de 10 horas al día tiene consecuencias perjudiciales para nuestra salud física y emocional. Lo cierto es que el estrés crónico puede generar ataques de ansiedad, anginas de pecho e incluso infartos.

Según esta misma encuesta, cerca de cuatro millones de asalariados padecen “el síndrome del trabajador quemado”. Y este se caracteriza por sentir una constante sensación de fatiga, desazón y malhumor, síntomas que en algunos casos ponen de manifiesto que la función que se realiza carece de propósito y sentido. Así, las personas quemadas son aquellas que han llegado a una saturación de malestar, agotando por completo su depósito de ilusión y energía. Literalmente “ya no pueden más”. Esto es precisamente lo que le sucedió a Mónica Fernández.

Como consecuencia, la depresión se ha convertido en un fenómeno normalizado. Según la Organización Mundial de la Salud, al menos seis millones de españoles sufren –en mayor o menor medida– “un profundo sentimiento de vacío, tristeza y apatía”. Más allá de esta cifra, se estima que las empresas españolas se gastan más de 750 millones de euros en bajas laborales cada año, sin contar el impacto brutal que tiene esta rotación sobre su productividad. En paralelo y a modo de parche, tres millones de empleados admiten “consumir alcohol, hachís y/o cocaína para hacer frente a su jornada laboral”, según un estudio realizado por la Organización Internacional del Trabajo.

Así, la gestión utilitarista y mecanicista presente en casi todas las empresas provoca que sólo el 19% de los empleados españoles esté “totalmente comprometido con su organización”, según una encuesta nacional realizada por la firma Towers Perrin-IRS. El resto de colaboradores reconoce anónimamente “rendir por debajo de sus posibilidades y capacidades, haciendo el mínimo esfuerzo para cumplir con sus obligaciones profesionales”. Eso sí, sólo uno de cada diez empleados “piensa seriamente en cambiar de empleo”. Es decir, que la gran mayoría se quedan anclados en la denominada “zona de comodidad”, resignándose a llevar una existencia alienada, monótona y gris en la que se sienten seguros, pero no satisfechos.

Frente a esta situación de insatisfacción y parálisis, lo normal es utilizar la crisis económica como excusa para justificar este sinsentido común generalizado. Sin embargo, todos estos datos, porcentajes y cifras corresponden a encuestas e informes realizados entre los años 2006 y 2007, cuando España y el resto de países desarrollados se hallaban inmersos en uno de los periodos de mayor bonanza económica de la historia.

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Josep Burcet. 41 años. Casado, con una hija. Tras obtener el título de MBA trabajó 15 años en diversas multinacionales, llegando a ser un destacado ejecutivo. Al dirigir equipos de alto rendimiento, se dio cuenta de su falta de competencia emocional para asumir dicho rol. Ahora es experto en gestión de equipos y liderazgo.

“Cuando empecé a ser jefe me di cuenta de lo complicado que es liderar a otros”
“Me metí en el mundo de las multinacionales porque creía que podría disfrutar muchísimo. Y así fue. Descubrí culturas y mercados que de otra forma no hubiera conocido. Sin embargo, con 27 años mi primer gran jefe fue poco ejemplar. No me preguntaba nunca “¿cómo estás hoy?”, sino “¿cuándo vas a tener lo que te pedí ayer?” Ahí empezó mi relación con el ‘mundo real’. Empecé a ser jefe a los 33 años, liderando un equipo de unas 25 personas. Adopté la imagen de un profesional rígido, la cual no se correspondía con lo que sentía por dentro. Y dado que seguía teniendo jefes que aun siendo excelentes personas esperaban resultados, yo trasladaba diariamente esa presión a los profesionales que tenía a mi cargo. Muchas veces me sentía solo e incomprendido por ambas partes. Finalmente me abrí a la autenticidad, mostrando mi lado más vulnerable. Empecé a comunicarme con transparencia y honestidad. Así fue como comencé a priorizar parte de mi tiempo para escuchar las necesidades de mi equipo, viendo la manera de facilitarles su trabajo sin dejar de exigirles. Al demostrar un sincero interés por la mejora y el aprendizaje de mis colaboradores, recibí una respuesta formidable, traducida en mayor productividad. Ahora sé que los jefes son, ante todo, seres humanos. También sufren lo suyo. Muchos aparentan seguridad y confianza en sí mismos. Pero en general se trata de una máscara que esconde sus propios complejos, miedos y frustraciones. El verdadero liderazgo no surge como consecuencia de cursar un MBA o de una formación para ejecutivos. Para liderar a los demás es imprescindible aprender a liderarse a uno mismo. Y para lograrlo solo hay un camino: conocerte a ti mismo.”

La empresa se ha convertido en la institución predominante en nuestra sociedad. La mayoría nos pasamos más de un tercio de nuestra vida en los cubículos de nuestra oficina, rodeado de personas que no hemos elegido y a quienes vemos más que a nuestra propia familia y amigos. Así, el jefe se ha convertido en una de las personas con más influencia en nuestra existencia. Casi todo el mundo trabaja para alguien. A día de hoy son muy pocos los que han logrado emanciparse, trabajando solamente para sí mismos. Como bien sabe Josep Burcet, incluso los jefes de nuestros jefes también tienen que rendir cuentas a consejos de administración y demás accionistas.

Si bien cada persona cuenta con su propia personalidad, “la gran mayoría de jefes ejercen un liderazgo egocéntrico y autoritario, orientado excesivamente a lograr resultados en el corto plazo”, afirma Ken Blanchard, experto en comportamiento organizacional. A su juicio, “estos jefes suelen centrar su pensamiento y su conducta más hacia el cumplimiento de las tareas profesionales que en el vínculo con las personas con las que trabajan”. De ahí que “suelan obsesionarse porque el trabajo se haga como ellos dicen que debe hacerse, creyendo erróneamente que las broncas son necesarias para corregir los errores de los colaboradores”.

Por más que el “ordeno y mando” sea un rasgo común en muchos jefes, “se trata de una limitación que demuestra muy poca inteligencia emocional”, añade Blanchard. Y es que una vez que el error se ha producido, “la bronca sólo sirve para empeorar el problema, no para solucionarlo”. Este estilo de liderazgo refleja una profunda ignorancia e inconsciencia. Sobretodo porque echar broncas genera resultados de insatisfacción para el que las emite, para el que las recibe y para la organización donde se producen. Así, “el autoritarismo contribuye a resquebrajar el ambiente laboral, creando una cultura organizacional basada en el miedo a ser castigado, lo que incrementa la inseguridad y la desmotivación de los colaboradores”. Eso sí, “mientras este tipo de jefes pagan su mal humor con sus subordinados sin reprimirse lo más mínimo, suelen ser muy dóciles, hipócritas y obedientes al interactuar con sus superiores”, concluye Blanchard.

Fruto de esta situación, más de seis de cada 10 empleados españoles “no confía en su jefe” y un tercio se queja de que “nunca escucha”, según una encuesta nacional realizada por la consultora Otto Walter. De ahí que muchos utilicen los adjetivos “tóxico”, “nocivo” o “desquiciante” para describir el vínculo que mantienen con superior directo. De hecho, la mitad de la población activa española señala a su jefe como “la principal fuente de tensión, preocupación y malestar” derivada de su trabajo, según el estudio de la Universidad de Alcalá de Henares.

Curiosamente, este informe pone de manifiesto la cultura de la queja imperante en nuestra sociedad. Además de quejarse de sus jefes, muchos empleados también critican al resto de miembros de su equipo. Así, el 60% de los asalariados españoles dice que lo que más le incomoda de su empleo es el “mal ambiente” que se respira entre sus propios compañeros. Y este se debe a “la falta de apoyo y de comunicación”, así como “a las envidias y rivalidades” que se dan entre los colaboradores que ocupan un mismo rango profesional.

Los jefes, por su parte, también han tenido la oportunidad de juzgar la actitud y el comportamiento de la mayoría de sus colaboradores. Según la encuesta de Otto Walter, nueve de cada 10 directivos españoles opinan que es difícil encontrar en el mercado laboral personas responsables, competentes, motivadas y comprometidas con el proyecto que dirigen.

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Ignacio Orce. 57 años. Separado, con tres hijas. Lleva 28 años como consejero delegado y presidente de Asistencia Sanitaria Colegial, que cuenta con 190 empleados. A los 14 años entró como botones en esta institución sanitaria, que funciona como una cooperativa; más tarde estudió la carrera de Medicina y a día de hoy ha sido reelegido siete veces por los 5.000 médicos accionistas.

“No hay otro secreto: liderar consiste en servir a los demás”
“Desde muy joven supe que tenía dotes para el liderazgo. En mi caso se dio manera natural; es algo innato. Ejerzo de consejero delegado desde los 29 años. Los accionistas de esta compañía son a partes iguales los 5.000 médicos que cada día atienden a nuestros pacientes. Somos una empresa con alma: nuestro objetivo no es ganar dinero, sino servir a la sociedad. Tenemos expresamente prohibido retribuir a nuestros médicos accionistas más allá de la justa compensación económica por su actividad profesional. No tenemos que rendir cuentas a nadie más que a nosotros mismos. Tenemos muy claro que la codicia y el afán de lucro atentan contra la ética profesional. Queremos ser coherentes con la labor médica que tanto amamos y respetamos. Gozamos de un índice de permanencia de nuestros asegurados de 17 años, mientras que la media del sector se no alcanza los siete años. En la sanidad privada existe una perversa paradoja: la mayoría de entidades incrementa el precio de la póliza según va envejeciendo el asegurado, con lo que muchos terminan dándose de baja justo cuando más asistencia necesitan. Para no dar la espalda a las personas mayores, nuestro modelo apuesta por que el joven de 20 años pague más de lo que sería necesario para que el de más de 65 pueda pagar menos de lo que se necesitaría para poder sufragar su nivel de consumo sanitario, que suele ser muy intenso en edades avanzadas. Es una fórmula mucho más justa, que nos permite acompañar a nuestros asegurados toda su vida. Desde el inicio de la crisis no hemos despedido a nadie. Mi visión es no prostituir ni un milímetro la calidad de los servicios que damos. Así es como saldremos de la crisis fortalecidos. En tiempos de incertidumbre es cuando más se necesita un liderazgo basado en sólidos valores. Nuestros socios y empleados necesitan referentes que les den confianza y seguridad. Liderar consiste en servir lo mejor posible a otros seres humanos. Si no actuara de esta manera, ¿qué ejemplo le estaría dando a mis hijas? Es una cuestión de integridad, de ser coherente con uno mismo.”

Lejos de victimizarnos y echarnos las culpas unos a otros, jefes y colaboradores estamos condenados a entendernos. Sólo así podremos aprender a convivir y cooperar de una forma más constructiva. Al fin y al cabo, todos lo hacemos lo mejor que podemos en base a nuestro grado de comprensión, a nuestro nivel de consciencia y a nuestro estado de ánimo. El gran reto es que cada uno de nosotros asumamos nuestra parte de responsabilidad, aprendiendo de nuestros errores para crecer y evolucionar.

Esto es precisamente lo que promueve el “aprendizaje organizacional”, una nueva disciplina impulsada por expertos en management como Fredy Kofman, Richard Barrett o Peter Senge. Y éste consiste en analizar la influencia que tiene la personalidad de la empresa –conocida como “cultura organizacional”– sobre el estilo de liderazgo. Y de medir el impacto que tiene éste sobre el ambiente laboral y, en consecuencia, sobre la cuenta de resultados.

Así, “cada vez que entramos a trabajar en una empresa estamos imbuidos por la forma en que se hacen las cosas ahí”. Es decir, por una serie de “creencias” (que condicionan nuestra forma de pensar), de “valores” (que influyen en nuestra toma de decisiones y comportamientos) y “aspiraciones”, que marcan aquello que se supone que hemos de conseguir, explica Senge. A esta manera de comprender y actuar dentro de nuestra compañía se le llama “paradigma organizacional”.

En paralelo, esta visión subjetiva condiciona las relaciones que se dan en sus tres niveles (alta dirección, mandos intermedios y staff), produciendo, a su vez, una serie de resultados a nivel personal (con uno mismo), relacional (con el jefe y los compañeros) y cultural (con la empresa). Y dado el malestar generalizado, en casi todas las compañías españolas se produce el denominado “efecto piramidal nocivo”. En ocasiones, la alta dirección de la compañía critica severamente el trabajo realizado por alguno de los mandos intermedios, el cual –a su vez– paga su enfado sobre las personas que forman parte de su equipo. Así es como se traslada el mal humor y el estrés de arriba abajo, afectando a un buen número de empleados.

Y esto sucede porque la mayoría de empresas se rigen inconscientemente según el “viejo paradigma organizacional”, sostiene Senge. Es decir, por la antigua concepción de que los seres humanos somos recursos. De ahí que seamos utilizados diariamente para fines mercantilistas, y que muy pocos directivos cuestionen la existencia de un “departamento de recursos humanos”. Sea como fuere, “este viejo paradigma se caracteriza por creer que los atributos materialistas (como el dinero, el estatus y el éxito) nos conducen a la felicidad; por valorar obsesivamente el lucro en el corto plazo, y por aspirar a crecer económicamente de forma ilimitada”, concluye Senge.

Como consecuencia directa, muchas compañías regidas por el viejo paradigma creen que cuantas más horas trabajen sus empleados, más productivos serán. De ahí que los mandos intermedios valoren que sus subordinados estén físicamente el máximo número de horas posibles. No en vano, los directivos aspiran a rentabilizar su capital humano para elevar año tras año el beneficio de su cuenta de resultados. Tal y como ha descubierto Ignacio Orce, este comportamiento empresarial orientado al propio interés ha dejado de ser válido y eficiente, y es del todo insostenible. Principalmente porque genera efectos perjudiciales para la organización en el medio plazo.

Prueba de ello es que los ambientes laborales españoles están protagonizados por el conflicto, el malestar, la resignación y la desmotivación. Frente a esta situación, cabe preguntarse: ¿qué razón tiene un empleado para dar lo mejor de sí mismo cuando se siente tratado como una máquina? ¿Cómo es posible que las compañías mejoren sus tasas de innovación y productividad cuando sus propios profesionales mantienen una guerra invisible contra la organización?

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Mónica Seara. 36 años. Soltera. Ha trabajado 11 años en el ámbito de la obra civil para grandes constructoras. Actualmente está en el paro. La tensión acumulada con sus jefes le llevó a poner en riesgo su salud física y emocional.

“Si nos tratan como números es difícil que respondamos como personas”
“He vivido la época del superboom de la construcción. Reconozco haber trabajado como una loca. Como técnico de prevención a pie de obra llegué a liderar un equipo de 20 personas, siendo responsable de los 600 trabajadores que participaban en la misma. He sido generalmente la única mujer en un mundo dominado por hombres. Con el tiempo mi profesión se convirtió en una fuente constante de estrés, lucha y conflicto. Mis jefes carecían de flexibilidad y empatía. Me trataban como una máquina. Trabajaba fuera de mi horario, pero mi sobreesfuerzo no siempre se veía reconocido ni remunerado. Tenía que llegar a los plazos establecidos fuera como fuera. Si no, es como si no valiera. Mis superiores nunca se planteaban si el equipo estaba bien dimensionado o si se estaban gestionando adecuadamente las cosas. Me pasé meses enteros tratando de apagar fuegos sin manguera ni agua. Y finalmente reventé. En abril de 2008 padecí un ataque de ansiedad. Sentí que me moría allí mismo. Cambié de empresa, pero volví a encontrarme con la misma situación: demasiados jefes insensibles que me forzaban a ir corriendo todo el día para conseguir resultados imposibles. Con la excusa de la crisis, empezaron los despidos masivos. Fue entonces cuando me quité la venda de los ojos. Ahora me doy cuenta de que puse el control de mi vida en manos de corporaciones a cambio de un horario excesivo y un salario ínfimo en relación a lo que hacía. Muchas personas queremos sentirnos útiles. Formar parte de proyectos con sentido, que sirvan para algo. Sin embargo, a las empresas no les importa nuestro bienestar. Somos simples números con los que conseguir aumentar año tras año la cuenta de resultados. Y entonces, ¿para qué darlo todo para una compañía a la que no importas nada? Ahora ya no busco un lugar donde fichar, sino un proyecto más grande donde realizarme como ser humano.”

Los seres humanos no somos recursos. Por eso no nos gusta que nos exploten ni que nos traten como números. Al igual que le sucedió a Mónica Seara, cada vez más personas estamos cuestionándonos si merece la pena sacrificarnos por las organizaciones para las que trabajamos. Y es que las empresas suelen ser un obstáculo para que podamos cultivar un bienestar y un equilibrio duraderos. Prueba de ello es que los profesionales con más talento e iniciativa están tomando dos tipos de decisiones: formar parte de empresas que les den autonomía y les traten con respeto; o bien se atreven a emprender proyectos por su cuenta.

Esta tendencia social –en la que los personas no se mueven tanto por dinero, sino por valores– está poniendo de manifiesto que la manera tan rentable en la que las empresas han venido creciendo ha dejado de ser eficiente y es del todo insostenible. De hecho, cada vez más sociólogos y economistas coinciden en que este viejo paradigma organizacional está en decadencia y que su transformación es ineludible e inevitable.

Lenta pero progresivamente, una nueva generación de directivos íntegros, responsables y conscientes están promoviendo un “cambio de paradigma” en las organizaciones que dirigen. De hecho, las compañías que apuestan por el desarrollo de su dimensión humana empiezan a regirse por un “nuevo paradigma organizacional”, afirma el asesor de empresas James Hunter, autor de La paradoja. Y este motiva a las empresas a alinear su legítimo afán de lucro con el bienestar de sus colaboradores y el respeto por el medio ambiente. También alienta a las organizaciones a crear riqueza real para la sociedad, dejando de ver el dinero como un objetivo en sí mismo para concebirlo como el resultado de dicha contribución.

En paralelo, esta nueva manera de concebir los negocios inspira a que los mandos intermedios desarrollen sus competencias emocionales, de manera que aprendan a gestionar a sus colaboradores de una forma más empática y constructiva. A juicio de Hunter, “el liderazgo es el arte de influir sobre la gente para que trabaje con entusiasmo en la consecución de objetivos que beneficien a todos los grupos de interés de la compañía”. Más allá del autoritarismo, “los verdaderos líderes gozan de autoridad”. Y esta viene como consecuencia de “servir e inspirar a las personas que forman parte de tu equipo”.

Desde la perspectiva del nuevo paradigma, “el primer cliente es el empleado; por eso hay que hacer todo lo posible para tenerlo contento y motivado, viéndolo como lo más valioso que atesora la compañía”, añade Hunter. En este sentido, “ser jefe consiste en asumir la responsabilidad de que los miembros de tu equipo se conviertan en la mejor versión de sí mismos”. Y para lograrlo, “el reto es saber desarrollar las habilidades emocionales de tus colaboradores, orientando su esfuerzo y su compromiso al bien común”, concluye este experto.

Gracias a este proceso de aprendizaje organizacional, la empresa deja de funcionar por inercia y comienza a evolucionar de forma consciente. Así es como interioriza la filosofía del cambio permanente, permitiéndole afrontar los nuevos retos de futuro con mayor eficiencia y logrando así el fin más deseado: una abundancia económica sostenible. Puede que parezca un proceso largo y complicado, pero como dijo el sabio Lao Tsé, “un viaje de mil kilómetros siempre comienza con el primer paso”.

Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 12 de febrero de 2012.