Por Borja Vilaseca
La sociedad occidental es presa de una perversa paradoja: nunca antes había sido tan rica a nivel material ni tan pobre a nivel espiritual. Y es que tenemos de todo, pero ¿realmente nos tenemos a nosotros mismos?
Desde la perspectiva del viejo paradigma, la materia es lo único que existe. Es decir, que la realidad está compuesta ⎯únicamente⎯ por lo que podemos experimentar a través de nuestros cinco sentidos físicos. De ahí que sólo midamos y valoremos los aspectos tangibles y cuantitativos que constituyen nuestro estilo de vida. Y cómo no, esta lista está encabezada por el dinero, que se ha convertido en el fin último de la existencia de la mayoría de seres humanos.
En paralelo, el triunfo de la filosofía del materialismo ha consolidado el Producto Interior Bruto (PIB) como la estadística económica más importante y fiable para medir el progreso y el desarrollo de un país. En esencia, se trata de una cifra que representa el valor total de la producción y la actividad económica realizadas por el conjunto de las instituciones públicas, las organizaciones privadas y la sociedad civil, incluyendo la renta y el consumo de las familias, la inversión de las empresas, el gasto de las administraciones estatales y las exportaciones nacionales.
Así, el PIB vendría a ser como el gran contable de cada país. De hecho, publica sus cifras de forma trimestral, permitiendo que los analistas obtengan el dato que más les interesa: la tasa de crecimiento. Y es que en el viejo paradigma la salud de una nación se valora en función de su expansión económica y financiera, la cual se mide a través de transacciones monetarias.
Por más sofisticado que sea este proceso de medición, el PIB no contabiliza la desigualdad económica de los habitantes de un país. Tampoco mide el impacto que tiene la economía sobre el bienestar emocional de los seres humanos y el medio ambiente. Lo irónico es que en el caso de que un país sufra una epidemia de gripe o sea víctima de diversos desastres naturales, todo el dinero invertido en vacunas y hospitales para curar a los ciudadanos afectados ⎯así como en equipos de rescate y de reconstrucción para paliar los efectos en las zonas afectadas⎯, incrementará la estadística del PIB de dicha nación.
Debido a la influencia que tiene sobre nosotros el pensamiento materialista imperante, en general creemos que nuestra felicidad está vinculada con lo que hacemos y tenemos ⎯lo de afuera⎯, marginando por completo lo que somos y sentimos. Es decir, lo de adentro. De ahí que la sociedad contemporánea se haya edificado sobre cuatro pilares: el trabajo (como medio para ganar dinero), el consumo (como medio para obtener placer), la imagen (como medio para aparentar) y el entretenimiento, que nos permite ⎯temporalmente⎯ aliviar el dolor que nos genera llevar una existencia puramente materialista, en muchas ocasiones carente de propósito.
BÚSQUEDA DE ESTATUS Y RECONOCIMIENTO
“Estamos produciendo seres humanos enfermos para tener una economía sana.”
(Erich Fromm)
Además, al haber sido condicionados bajo la creencia de que valemos en función de lo que tenemos y conseguimos, solemos elegir profesiones orientadas a lograr estatus social y reconocimiento profesional. Esta es la razón por la que muchos dedican gran parte de su tiempo y energía a su trabajo; lo conciben como una carrera profesional ⎯tanto de velocidad como de fondo⎯, relegando a un segundo plano el resto de dimensiones de su vida.
Para otros, estas metas externas no forman parte de sus prioridades cotidianas, con lo que en vez de vivir para trabajar, trabajan para vivir. Sus motivaciones laborales consisten en garantizar su seguridad y estabilidad económicas; perciben su empleo como un trámite para pagar las facturas. De ahí que se interesen ⎯especialmente⎯ en la cantidad que cobran a final de mes, así como en el horario que deben cumplir entre semana.
En estos dos casos, la función profesional se desempeña como un medio para satisfacer necesidades y deseos materiales. Es decir, que están orientadas a saciar el propio interés. Apenas tienen en cuenta la finalidad de dicha actividad en relación con el resto de seres humanos y la biosfera. Al negar su parte trascendente ⎯la que va más allá y a través de cada uno de nosotros⎯, muchos terminan por reconocer que lo que hacen no tiene sentido.
Y dado que el trabajo ocupa casi un tercio de la vida, terminan por llevarse el malestar a casa. No en vano, dedicar ocho horas al día a actividades mecánicas ⎯carentes de creatividad⎯ suele potenciar y acentuar nuestra desconexión y nuestro automatismo. Debido a este proceso de alienación, estamos protagonizando una irónica paradoja: como sociedad tenemos más riquezas materiales que nunca, pero somos mucho más pobres espiritualmente. Frente a este contexto, la pregunta es inevitable: tenemos de todo, pero ¿nos tenemos a nosotros mismos?
Este artículo es un capítulo del libro El sinsentido común, de Borja Vilaseca, publicado en 2011.