Por Borja Vilaseca
No se nos da bien convivir con la incertidumbre. Por eso tratamos de llevar una vida planificada y, en principio, carente de riesgo y segura. Es hora de entrenar los músculos de la confianza y el coraje.
Cuando vivimos influenciados por el modelo de pensamiento actual, la mayoría de seres humanos solemos compartir una misma aspiración: tener el control absoluto sobre nuestra existencia. En general, queremos que las cosas sean como deseamos y esperamos. Y al pretender que la realidad se adapte constantemente a nuestras necesidades y expectativas, solemos inquietarnos y frustrarnos cada vez que surgen imprevistos, contratiempos y adversidades.
De ahí que nos guste crear y preservar nuestra propia rutina, intentando, en la medida de lo posible, no salirnos del guión preestablecido. Estudiamos una carrera universitaria que nos garantice «salidas profesionales». Trabajamos para una empresa que nos haga un «contrato indefinido». Nos esposamos a una persona a través del «matrimonio». Solicitamos una «hipoteca» al banco para comprar y tener un piso en «propiedad». Y más tarde, un «plan de pensiones» para no tener que preocuparnos cuando llegue el día de nuestra «jubilación». En definitiva, solemos seguir al pié de la letra todo lo que nos dice el sistema que hagamos para llevar una vida normal. Es decir, completamente planificada y, en principio, carente de riesgo y segura.
Así, con cada decisión que tomamos anhelamos tener la certeza de que se trata de la elección correcta, previniéndonos de cometer fallos y errores. Sin embargo, este tipo de comportamiento pone de manifiesto que, en general, nos sentimos profundamente indefensos e inseguros. Y esto, a su vez, revela que no sabemos convivir con la incertidumbre inherente a nuestra existencia. Paradójicamente, si bien tratar de tener el control nos genera tensión, soltarlo nos produce todavía más ansiedad. De ahí que muchos estemos atrapados en esta desagradable disyuntiva.
LA SEGURIDAD ES UNA ILUSIÓN
“El cielo es azul, el mar es salado y la vida es incierta.”
(Amado Nervo)
Cuanto más inseguros nos sentimos por dentro, más tiempo, dinero y energía invertimos en asegurar nuestras circunstancias externas, incluyendo, en primer lugar, nuestra propia supervivencia física. No en vano, la mayoría de nosotros siente un profundo temor a la muerte. Nos incomoda tanto saber que tarde o temprano vamos a morir, que se ha convertido en un tema tabú para la sociedad. Aunque cada día fallezcan miles de personas en todo el mundo, simplemente negamos la posibilidad de que nos toque el turno, tanto a nosotros como a alguno de nuestros seres más cercanos y queridos.
Es interesante señalar que en muchas ocasiones experimentamos miedo sin ser amenazados por ningún peligro real e inminente. A esta actitud se la denomina «pre-ocupación». Eso sí, para justificar y mantener nuestro temor, solemos inventarnos dichos escenarios conflictivos por medio de nuestro constante pesimismo. De esta manera, la inseguridad se ha convertido en uno de los cimientos psicológicos sobre los que hemos construido la sociedad contemporánea. De ahí que la «seguridad nacional» sea uno de los conceptos más utilizados por los dirigentes políticos. Estamos siendo testigos de cómo en el nombre de la seguridad se están recortando y reduciendo nuestros derechos y libertades. Y por más rimbombante que sean las explicaciones oficiales, la ecuación es bien simple: cuanta más seguridad, más esclavitud.
El quid de la cuestión es que dado que la seguridad externa es una ilusión psicológica, nos estamos aferrando a un estilo de vida esclavizante a cambio de una falsa sensación de estabilidad y protección. No en vano, «llevar una vida segura» es un oxímoron. Es decir, una contradicción en sí misma. Principalmente porque es imposible saber lo que nos va a ocurrir mañana, y mucho menos tener garantías absolutas de que nuestro «plan existencial» va a desarrollarse tal y como lo hemos diseñado.
MIEDO A LA LIBERTAD
“Sólo vencen el miedo aquellos que se atreven a escuchar a su corazón.”
(Martin Luther King)
Por más que nos resistamos a verlo, comprenderlo y aceptarlo, la búsqueda de seguridad externa es, en esencia, una batalla de antemano perdida. Es como si pretendiéramos vivir eternamente, creando una infinita reserva de oxígeno dejando de respirar. Por medio de esta conducta tan irracional lo único que conseguiríamos sería asfixiarnos. Lo mismo nos ocurre cuando nos esforzamos en encerrar el misterio de la vida –cuyo devenir es absolutamente imprevisible e inseguro– dentro de una caja de certezas.
Lo cierto es que la palabra «seguridad» tiene como raíz etimológica el vocablo latino «securitas», que significa «sin temor ni preocupación». Es decir, que la verdadera seguridad no está relacionada con nuestras circunstancias externas, las cuales están regidas por leyes naturales que nos son imposibles de gobernar y controlar. Se trata, más bien, de un estado emocional interno que nos permite vivir sin miedo, liberándonos de nuestra arraigada obsesión por pensar en potenciales amenazas y peligros futuros.
En el fondo, todas las decisiones personales, familiares y profesionales que tomamos para gozar de mayor seguridad –como el contrato indefinido, el matrimonio, la hipoteca o el plan de pensiones– revelan una verdad muy incomoda: muchos de nosotros no somos (ni queremos ser) responsables ni dueños de nuestra vida. Esencialmente porque tenemos muchísimo miedo a la libertad, pues ésta implica abrazar la incertidumbre y la inseguridad inherentes a la existencia.
EL VALOR DE LA VALENTÍA
“Reconocer que sientes miedo ya es un acto de valentía.”
(Pilar Jericó)
Para trascender la inseguridad y el miedo es importante que redefinamos conscientemente cuáles son nuestros «valores». Es decir, «la brújula interior que nos permite tomar decisiones alineadas con nuestra verdadera esencia». Lo cierto es que cuando vivimos sin saber quiénes somos, qué es lo que valoramos y hacia dónde nos dirigimos, solemos funcionar con el piloto automático puesto, siguiendo los dictados de nuestro instinto de supervivencia emocional. Esta es la razón por la que muchos de nosotros tenemos la sensación de vagar por la vida como boyas a la deriva. Y es precisamente esta desorientación la que nos conecta, nuevamente, con nuestros temores, carencias e inseguridades.
En cambio, en la medida que nos conocemos a nosotros mismos y decidimos libre y voluntariamente qué nos importa en la vida, tarde o temprano encontramos el sentido que le queremos dar a nuestra existencia, tanto en el ámbito personal, familiar y profesional. Además, cuanto más sólidos son nuestros valores, más fácil nos es tomar decisiones que nos permitan dirigirnos en la dirección que hemos escogido. Gracias a esta seguridad interna, nos convertimos en nuestro propio faro. Ya no necesitamos ni dependemos de ninguna referencia externa, puesto que nadie sabe mejor que nosotros qué hacer con nuestra vida. En este punto del camino, cabe preguntarse: ¿qué decisiones y acciones hemos tomado últimamente que demuestran que confiamos en nosotros mismos y en la vida? Si nos atrevemos a seguir los dictados de nuestra intuición, ¿qué es lo peor que puede pasarnos? Y en caso de que sucediera eso que tanto tememos, ¿qué podríamos aprender?
Con cada decisión que tomamos, vamos entrenando los músculos de la confianza y la valentía. Así es como el miedo va desapareciendo de nuestro organismo. Y al confiar en nosotros mismos, finalmente comprendemos que la vida no suele darnos lo que queremos, pero siempre lo que necesitamos para aprender. Para verificar esta afirmación basta con echar un vistazo a nuestra historia personal. Si de verdad hemos entrenado el músculo de la responsabilidad, corroboramos que las experiencias que han formado parte de nuestro pasado han sido justamente las que hemos necesitado para crecer y evolucionar. Es decir, para convertirnos en el ser humano que somos en el momento presente.
TENER FE EN LA VIDA
“La confianza surge de forma natural cuando descubres el propósito de tu vida.”
(Joan Antoni Melé)
La confianza también nos permite, finalmente, abrazar la inseguridad inherente a la existencia, cultivando así una relación de amistad con la vida. Más que nada porque la única certeza que tenemos es que la incertidumbre sólo desaparece con nuestra muerte. Y que hasta que ese día llegue estamos condenados a tomar decisiones. Dado que no podemos prever lo que va a sucedernos mañana, el reto consiste en girar 180º nuestro foco de atención, aprendiendo a confiar en nuestra capacidad de dar respuesta a las diferentes situaciones que vayan surgiendo por el camino.
Como consecuencia directa de esta confianza vital, empezamos a «tener fe en la vida». Y ésta no tiene nada que ver con ninguna creencia religiosa. Se trata más bien de «intuir que en el futuro va a seguir sucediéndonos exactamente lo que necesitamos para seguir evolucionando y madurando como seres humanos». De esta manera, comenzamos a ver e interpretar nuestras circunstancias de una forma más optimista, constructiva y eficiente. E incluso a salir de nuestra zona de comodidad, arriesgándonos a tomar decisiones y acciones que nos permitan seguir nuestro propio sendero. Así, gracias a la confianza podemos ser libres. Y la libertad nos brinda la oportunidad de ser auténticos, siendo fieles a nuestra intuición. Además, si no confiamos en nosotros mismos, ¿quién va a hacerlo? Si no tenemos fe en la vida, ¿quién sale perdiendo?
Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 10 de abril de 2011.