Por Borja Vilaseca
Existen tres etapas evolutivas en nuestro camino hacia la madurez: la dependencia, la independencia y la interdependencia, mediante la que pasamos del paradigma del “yo” y al del “nosotros”.
Al nacer, los seres humanos somos profundamente dependientes a nivel físico, emocional y económico. Durante muchos años de nuestra existencia no podemos valernos por nosotros mismos ni darnos lo que necesitamos para sobrevivir. De ahí que dependamos de los demás -especialmente de nuestros padres- para que nos alimenten y nos cuiden. También para que nos protejan y cubran nuestros costes de vida. Pero, sobre todo, para sentir afecto y amor. Por ello, todos nosotros -sin excepción- pasamos por una primera fase de «dependencia».
A muchos nos cuesta superar esta etapa. Principalmente en el plano emocional. Estamos tan acostumbrados a depender de otras personas que seguimos delegando nuestro bienestar en aspectos externos. Esta es la razón por la que algunos individuos vivimos apegados a lo que dicen nuestros padres, a la compañía de nuestras parejas, al apoyo de nuestros amigos y, en general, a la opinión que tiene la gente de nosotros. Parece como si no pudiéramos ser felices sin ellos. Ni tampoco orientarnos en la vida sin su guía y apoyo.
Ya en la juventud, estamos en disposición de adentrarnos en la segunda fase: la «independencia». Y esta pasa por convertirnos en individuos autónomos y responsables, haciéndonos cargo de nosotros mismos en los diferentes ámbitos de nuestra existencia. Con el tiempo aprendemos a cuidar nuestra salud. A ganar dinero con el que sufragar nuestros gastos. A vivir en nuestra casa. Y a tomar decisiones de forma libre, siguiendo nuestro propio camino en la vida.
Al asumir la independencia empezamos a cultivar la autosuficiencia, tratando de no necesitar nada ni a nadie. Y al centrarnos en nosotros mismos, nos esforzamos para conseguir lo que deseamos. Para lograrlo, solemos romper las cadenas emocionales que nos mantenían presos de nuestro entorno afectivo. A veces es tan grande nuestra necesidad de reafirmarnos que terminamos aislándonos, huyendo reactivamente de los demás. El hecho de que otras personas sigan teniendo el poder de perturbarnos -o de que evitemos al máximo el contacto con la sociedad- pone de manifiesto que en esta etapa nuestra independencia es física, pero no psicológica.
LA CONQUISTA DEL DESAPEGO
“Este gozo que siento no me lo ha dado el mundo. Y por tanto el mundo no me lo puede arrebatar.”
(Shirley Caesar)
Más allá de la dependencia y la independencia, existe una tercera y definitiva fase: la «interdependencia». Si bien cada uno de nosotros está destinado a construir su propia vida, somos seres sociales que formamos parte de una realidad donde todo está conectado e interrelacionado. Eso sí, la interdependencia se cultiva al lograr una sana emancipación emocional, también conocida como «desapego». Y este pasa por comprender que somos los únicos responsables de las decisiones que tomamos y de que nuestra felicidad solo depende de la actitud con la que afrontamos nuestras circunstancias.
Para llegar a la interdependencia, es fundamental aprender a autoabastecernos emocionalmente, cultivando así nuestra autoestima. De esta manera, podemos establecer vínculos afectivos más auténticos, respetuosos y satisfactorios. Contamos con los demás de la misma manera que los demás pueden contar con nosotros. Ya no reaccionamos. Ni tampoco huimos ni nos aislamos. De pronto nos sentimos unidos a todo lo que nos rodea, y disfrutamos de esta conexión con libertad, madurez, consciencia y responsabilidad.
En paralelo, dejamos de competir y empezamos a cooperar. De hecho, al entrenar la interdependencia solemos crear sinergias con otros individuos, combinando esfuerzos para poder alcanzar resultados que solos jamás hubiésemos logrado. Y al hacerlo, constatamos que la colaboración entre los seres humanos es la base de cualquier logro realmente extraordinario. En definitiva, así es como finalmente trascendemos el paradigma del ‘yo’, evolucionando hasta otro basado en el ‘nosotros’.
Este artículo es un capítulo del libro El sinsentido común, de Borja Vilaseca, publicado en 2011.