Por Borja Vilaseca
La sociedad de consumo materialista es completamente ineficiente e insostenible y tiene muchos números de llevarnos al colapso ecológico o “ecocidio”, tal como advierten cada vez más economistas y ecologistas.
El denominador común de la mayoría de nosotros es que trabajamos para sobrevivir, consumiendo los productos y servicios que nos venden las organizaciones que forman parte de nuestra sociedad. De hecho, dado que nuestras vidas se asientan y se desarrollan sobre un sistema monetario, las empresas no nos ven ni nos valoran ni nos tratan como seres humanos, sino como empleados, clientes y consumidores. Es decir, como medios para lograr la que en estos momentos es su finalidad última: garantizar su “supervivencia organizacional”, incrementando año tras año sus beneficios económicos.
Y es precisamente esta acción de compraventa de bienes lo que permite que el sistema monetario se perpetúe. Si bien la cantidad y la calidad de nuestras compras están condicionadas por nuestra posición y nuestro salario, para que la economía no se desmorone es necesario que todos sigamos consumiendo. En otras palabras, el fin del consumo significaría el principio del colapso del sistema.
Pero ¿de dónde salen todas las cosas que compramos? Para responder a esta pregunta es necesario comprender cómo funciona la denominada “economía de los materiales”, un proceso compuesto por varias fases, tal y como describe Annie Leonard en el documental “La historia de las cosas”. La primera es la extracción, que en realidad es un eufemismo, pues consiste en explotar los recursos naturales, que a su vez es una manera elegante de referirse a la destrucción de la naturaleza. Estamos talando, minando, agujereando y destruyendo el mundo tan rápido que algunos ecologistas sostienen que la humanidad es el cáncer del planeta Tierra.
LA MENTALIDAD DE ‘USAR Y TIRAR’
“Nuestra sociedad de consumo es, en esencia, una sociedad de destructores, dilapidadores y agotadores de recursos naturales.”
(Annie Leonard)
La segunda fase es la producción. Y consiste en usar diferentes fuentes de energía para mezclar los recursos naturales extraídos con una serie de componentes tóxicos, a partir de los cuales se fabrican muchos de los productos que consumimos habitualmente. Y dado que a muchas empresas les trae sin cuidado el impacto que tienen estos químicos sobre nuestra salud y sobre el medio ambiente, siguen utilizando este tipo de sustancias dañinas, que en general suelen reducir notablemente sus costes de producción. De momento, el parche que el ámbito empresarial está poniendo a este asunto es trasladar sus fábricas a países en vías de desarrollo.
La tercera fase es la distribución, cuyo objetivo es vender todos estos productos manufacturados lo más deprisa posible. Al haber deslocalizado el sistema de producción -contratando mano de obra muy barata-, la logística mercantilista actual se ha convertido en uno de los procesos más contaminantes e insostenibles de nuestra economía. Sea como fuere, da lugar a la cuarta fase: el consumo. Sin duda alguna, se trata del corazón que bombea la sangre que mantiene con vida al sistema monetario.
Con la finalidad de incrementar sus ventas y, por tanto, sus beneficios, las empresas suelen tomar decisiones movidas por su instinto de supervivencia, marginando la ética y la responsabilidad social corporativa. De hecho, muchas organizaciones cuentan con un departamento de diseño industrial, encargado de que todos sus productos se elaboren con materiales baratos y de mala calidad, de manera que tengan un tiempo de vida determinado. La consigna es “diseñado para ser desechado”. Esto es obvio si pensamos en las bolsas de plástico o lostetrabriks de cartón. Sin embargo, también ocurre con muchas de las cosas que consumimos.
En estrecha complicidad y colaboración con los fabricantes, los objetos que compramos están diseñados y elaborados de forma intencionada para que se rompan, descompongan o dejen de funcionar rápidamente, coincidiendo con la expiración del periodo de garantía. En general, el hecho de que de pronto se nos estropee el móvil, el ordenador, la cámara digital o la televisión no es un accidente. Es el resultado de una estrategia de fabricación bien pensada, que en el ámbito empresarial se denomina “obsolescencia planificada”.
LA INEVITABLE CRISIS ECOLÓGICA
“Quien crea que el crecimiento exponencial puede continuar indefinidamente en un mundo finito es un loco o un economista.”
(Kenneth Boulding)
Esta es la razón por la que la gente que lleva más tiempo viviendo se sorprende al constatar cómo los productos de hoy, supuestamente producidos mediante procesos y mecanismos alineados con los últimos avances tecnológicos, duren muchísimo menos que los fabricados hace cincuenta años. Es frecuente escuchar la comparación que se hace entre los coches contemporáneos y los automóviles de los años cincuenta, muchos de los cuales siguen transportando a personas en países como Cuba. A diferencia de antaño, el mundo de hoy se ha convertido en un negocio, en el que las empresas se las ingenian de todas las maneras posibles para conseguir que el ciclo del consumo se perpetúe.
Sin embargo, ni siquiera a través de esta estrategia el nivel de consumo alcanza los ratios necesarios para lograr la autopreservación de las organizaciones y, en consecuencia, del sistema económico sobre el que estas operan. De ahí que las empresas, por medio del marketing y la publicidad, motiven a la sociedad a comprar, desechar y reemplazar sus bienes de consumo a un ritmo cada vez más acelerado. El objetivo es infundir en los consumidores el deseo de poseer productos más nuevos, un poco mejores y un poco antes de lo necesario. A este fenómeno psicológico se le denomina “obsolescencia percibida”.
Curiosamente, la propaganda de la sociedad de consumo actual ha llegado a convencernos de que, llegado el caso, desechemos objetos que todavía son perfectamente útiles. Es decir, de que tomemos decisiones alineadas con nuestros caprichos y deseos, dejando en un segundo plano el sentido común, que es el que nos permite utilizar el dinero para saciar nuestras verdaderas necesidades humanas. La paradoja es que el deseo nos enchufa a una ficción construida sobre lo que no tenemos, impidiéndonos valorar y disfrutar lo que sí está a nuestro alcance.
La quinta y última fase de la “economía de los materiales” es la eliminación. Es decir, el proceso de destrucción de las toneladas de basura que acumulamos cada día. Actualmente, lo más común es incinerarla o enterrarla, lo que a su vez contamina y daña gravemente la salud del planeta. Aunque el reciclaje está en auge, todavía está lejos de poder solucionar este problema. Más que nada porque se estima que de todos los materiales que intervienen en el proceso de extracción, producción, distribución y consumo, tan solo el 1% sigue estando en uso seis meses después de ser vendido. Es decir, que el 99% restante se transforma en basura, provocando que el mundo esté convirtiéndose, lenta pero paulatinamente, en un gran estercolero.
HACIA UN CONSUMO POSMATERIALISTA
“Los grandes avances en la historia de la humanidad se han conseguido siguiendo mejores recetas, no cocinando más.”
(Paul Romer)
Dada la ineficiencia e insostenibilidad de esta “economía de los materiales”, cada vez más sociólogos y economistas están alzando la voz para afirmar una verdad incómoda: que si bien el sistema monetario -a través de la necesidad de un consumo cíclico- genera crecimiento económico, lo está consiguiendo a costa de la insatisfacción de la sociedad y la destrucción del planeta. Sorprendentemente, cuanto más infelices somos, más consumimos. Y cuanto más consumimos, más infelices somos. Esta paradoja seguirá gobernando nuestro estilo de vida mientras no cuestionemos los fundamentos del “viejo paradigma económico”, que nos vende la gran mentira de que el materialismo nos conduce hacia la felicidad.
En paralelo, uno de los grandes retos que propone el “nuevo paradigma económico” es que adoptemos la filosofía del “consumo consciente”. Es decir, comprar lo que verdaderamente necesitamos (y no lo que la publicidad me hace desear), al tiempo que desarrollamos una mayor conciencia ecológica, informándonos acerca de si lo que consumimos se fabrica respetando el medio ambiente. Como consumidores, lo mejor que podemos hacer es apoyar el consumo ecológico en toda la gama de productos y servicios que ofrece en la actualidad.
Y es que para que las organizaciones trasciendan su instinto de supervivencia, primero hemos de cambiar individualmente nuestra manera de consumir. Es decir, dejando de hacerlo por impulsos y comenzando a movernos por valores. Y esto es algo que forma parte de una ley económica inmutable: las corporaciones empresariales no se preocupan hasta que lo hacen primero los consumidores. Cuanto más se despierte esta consciencia en la sociedad, más rápidamente deberán cambiar y evolucionar las organizaciones para adaptarse y sobrevivir económicamente. Lo queramos ver o no, la revolución está en nuestras manos.
Artículo publicado por Borja Vilaseca en el suplemento económico ‘Negocios’, de El País, el pasado domingo 20 de febrero de 2011.