Por Borja Vilaseca

En el momento de nuestro nacimiento somos un ser puro, inocente e inmaculado; una criatura desprovista de nombre, idioma y acento. Nuestro cerebro -todavía en formación- está limpio de influencias y condicionamientos externos. A su vez, nada más nacer nuestra mente es como una «tabula rasa», una expresión latina que alude a una «tabla de cera sin ninguna inscripción encima». Es decir, una hoja en blanco, libre de creencias, dogmas, doctrinas e ideologías. 

Eso sí, que nuestra mente esté vacía de ideas el día de nuestro nacimiento no significa que vengamos al mundo vacíos por dentro. Todo lo contrario: en nuestro interior albergamos un fruto en potencia. Este es el motivo por el que los recién nacidos tienen forma de semilla. Esencialmente porque lo son. El ser que somos en esencia contiene ciertos atributos originales y rasgos únicos que vienen de serie. Son innatos. Cada uno de nosotros nace con un inmenso potencial por descubrir, desarrollar y manifestar. 

Sin embargo, debido a las condiciones meteorológicas que nos acompañaron durante nuestra infancia, en demasiadas ocasiones esta semilla no llega a florecer nunca. Y la vida se queda sin recibir nuestro fruto. No en vano, las escuelas industriales se asemejan a invernaderos donde se cultiva y se produce un mismo tipo de flor. En vez de detectar, respetar y potenciar nuestras cualidades inherentes, se nos educa para pensar y comportarnos de una misma manera. De ahí que se diga que un adulto libre, auténtico y creativo es un niño que ha sobrevivido al sistema educativo.

Mientras tanto, nuestros padres -haciéndolo lo mejor que saben- empiezan a proyectar inconscientemente su forma de ver la vida sobre nosotros. Es decir, a hacer lo mismo que sus progenitores hicieron en su día con ellos. En paralelo y por medio de las «neuronas espejo», los hijos empezamos a imitar sus actitudes, conductas y comentarios más frecuentes. Y como resultado, la semilla esencial con la que nacimos queda sepultada bajo una losa de condicionamientos que nos alejan del ser que en realidad somos. 

Para recuperar el contacto con nuestra verdadera esencia no nos queda más remedio que pelar unas cuantas capas de cebolla, un arduo proceso que en demasiadas ocasiones nos hace llorar. Esta es la razón por la que la mayoría jamás cuestiona el sistema de creencias con el que ha cocreado inconscientemente una identidad falsa y prefabricada.

Al ignorar quiénes verdaderamente somos, empezamos a vincular nuestra identidad con algo externo que en realidad no somos, haciendo depender de ello nuestro bienestar y nuestra felicidad. Este proceso de identificación nos lleva a creer erróneamente que somos nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestras creencias, nuestros pensamientos y nuestras emociones. También nos hace creer que somos nuestro nombre, nuestra nacionalidad, nuestra religión, nuestro partido político, nuestro equipo de fútbol, nuestro título universitario, nuestro cargo profesional, nuestro perfil en las redes sociales, nuestra familia, nuestra pareja, nuestros hijos, nuestros amigos e incluso lo que la gente piensa de nosotros.

Al estar identificados con todos estos aspectos externos, estamos convencidos de que solamente seremos felices si logramos que cada uno de ellos sea de una determinada manera. Al estar tan desconectados de lo de dentro, desde el ego tratamos de controlar y cambiar lo de fuera para que se adapte a nuestros deseos, necesidades y expectativas. Y como consecuencia, nuestra existencia termina estando marcada por la lucha, el conflicto y el sufrimiento.

EL PODER DE LAS CREENCIAS
Si las puertas de la percepción fueran limpiadas,
todo aparecería ante nosotros tal cual es: infinito”
(William Blake)

Y entonces, ¿qué es una creencia? Se trata de un programa mental -o paquete de información- que habita en nuestra cabeza. Cada creencia actúa como un GPS interno, una especie de navegador existencial desde el que interpretamos y nos movemos por la realidad. Nuestro sistema de creencias no solo condiciona nuestra forma de percibir el mundo, sino también el tipo de pensamientos que se originan en nuestra mente. A su vez, influye en las emociones que sentimos, las decisiones que tomamos, las actitudes que adoptamos y los comportamientos que manifestamos. Y en definitiva, determina los resultados que cosechamos en las diferentes áreas de nuestra existencia.

Si bien nuestras creencias son invisibles, son tremendamente poderosas: son el germen desde el que cocreamos nuestra realidad y nuestra experiencia de vida. Lo que creemos es lo que creamos. Así de simple. De ahí que sea tan importante que las cuestionemos. Esencialmente porque la mayoría de las ideas en las que creemos inconscientemente son falsas, erróneas y limitantes. No las hemos elegido libre y voluntariamente. Ni tampoco las hemos verificado empíricamente a través de nuestra propia experiencia. 

Muchas de las cosas en las que creemos -incluyendo nuestra visión religiosa o atea de la vida- nos han sido impuestas desde nuestra más tierna infancia. Al ser niños inocentes y dependientes, endiosamos a los adultos en general y a nuestros padres en particular. Y al no poder adoptar una actitud escéptica ni un pensamiento crítico, nos creímos todo aquello que nos contaron acerca de dios y del universo. Debido a este proceso de condicionamiento -al cual seguimos llamando «educación»-, desarrollamos una determinada «cosmovisión». Es decir, una manera encorsetada de ver, comprender, interpretar y relacionarnos con el mundo.

¿Por qué la mayoría de personas que nacen en un entorno cristiano se consideran cristianas? ¿Y por qué, en cambio, la mayoría de quienes lo hacen en una comunidad musulmana se identifican con el islam? ¿Acaso tuvieron elección? En realidad, nadie nace siguiendo una determinada religión. De hecho, ninguno de nosotros es cristiano, judío, musulmán, budista, agnóstico o ateo. Solo nuestras mentes pueden serlo. 

¿Qué creencias religiosas tendríamos hoy si hubiéramos nacido en un país con una cosmovisión religiosa diferente a la del entorno social y familiar en el que fuimos condicionados? Si bien el ser esencial seguiría siendo el mismo -inocente e incontaminado-, nuestra mente estaría gobernada por un sistema de creencias muy distinto. ¿Qué hubiera pasado si en lugar de nacer en España o algún país latinoamericano lo hubiéramos hecho en Arabia Saudí? Pues que en vez de pensar y hablar en lengua castellana lo haríamos en árabe. Y que en lugar de admirar a Jesucristo seríamos fieles seguidores de Mahoma. 

Convertirse en ateo, por otro lado, no es más que renegar de un sistema de creencias teístas para abrazar su polo opuesto y contrario: un sistema de creencias ateístas. Sin embargo, la mente del ateo sigue estando esclavizada por paquetes de información basados en teorías y suposiciones racionales. Todavía puede dar un paso más allá, vaciando su cabeza de ideas preconcebidas para reconectar con la dimensión espiritual que está más allá del lenguaje y los conceptos.

La verdadera espiritualidad no tiene nada que ver con las creencias que proceden de fuera, sino con las experiencias que vienen de dentro. A pesar de que todos hemos sido adoctrinados de alguna u otra manera, toda esta programación queda registrada en el ego. Nuestra verdadera esencia siempre permanece intacta a la influencia externa. Nada ni nadie pueden acceder al ser esencial. Tan solo nosotros mismos. Principalmente porque esta puerta se abre desde dentro.


*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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