Por Borja Vilaseca
Recientes estudios constatan que el egocentrismo y la codicia no conducen a la felicidad y que, por el contrario, el altruismo y la generosidad son los pilares de una vida satisfactoria, plena y abundante.
El dinero puede proporcionarnos un estilo de vida muy cómodo y placentero, así como una falsa sensación de seguridad. Pero no puede comprar nuestra felicidad. Principalmente porque nuestro bienestar emocional no depende de lo que hacemos ni de lo que tenemos, sino de quiénes somos y de cómo nos sentimos. Es decir, del grado de conexión interna que hemos cultivado con nuestra verdadera esencia.
Normalmente necesitamos llevar una existencia puramente materialista para terminar dándonos cuenta de que las cosas realmente importantes no pueden verse ni tocarse; tan sólo intuirse y sentirse. De hecho, para apreciar y valorar los aspectos intangibles, cualitativos e inmateriales que forman parte de la realidad, es imprescindible que exista cierto contraste entre nuestro estado de ánimo interno y nuestras circunstancias externas. Así, las personas que padecen de “pobreza emocional” suelen creer que ésta se debe a su “pobreza material”. No importa cuál sea su nivel de renta. La pobreza emocional no tiene nada que ver con el nivel de ingresos, el status profesional ni el estrato cultural. Lo que nos hace ricos o pobres emocionalmente no es nuestra realidad socioeconómica, sino la percepción que tenemos de la misma.
En este caso, el clic evolutivo se produce en la medida en que gozamos de cierta “riqueza material” y seguimos experimentando la misma pobreza emocional. De pronto tenemos más dinero, pero seguimos sintiéndonos tensos e irritados. Tenemos éxito y respetabilidad, pero seguimos sintiéndonos solos y tristes. Tenemos confort y seguridad, pero seguimos sintiéndonos esclavos de nuestros miedos e inseguridades. Y en definitiva, tenemos cada vez más cosas, pero seguimos sintiéndonos vacíos.
LA PARADOJA DEL ÉXITO
“¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?”
(Jesús de Nazaret)
Gracias a este contraste entre nuestra riqueza material y nuestra pobreza emocional solemos empezar a cuestionar las motivaciones que nos han llevado a construir un estilo de vida puramente materialista. Esta es la razón por la que desde hace un par de décadas están surgiendo diferentes corrientes sociales, cuyo denominador común es que anteponen la felicidad al dinero. Entre estas destacan el Decrecimiento, la Simplicidad Voluntaria, el Movimiento Slow –que inglés quiere decir “lento” o “despacio”– y el Downshifting, que en ese mismo idioma significa “reducir la marcha”. En esencia, estas tendencias promueven disminuir el nivel cuantitativo de nuestra vida para incrementar su dimensión cualitativa.
Lo cierto es que cada vez más seres humanos estamos apostando por llevar una existencia más tranquila, simple y sencilla, de manera que el confort material esté al servicio de nuestro bienestar emocional. No en vano, ¿de qué nos sirve todo lo que tenemos si no gozamos de tiempo para disfrutarlo? ¿De qué nos sirve que los demás piensen bien de nosotros si nos pasamos el día estresados y cansados? Y en definitiva, ¿de qué nos sirve ganar mucho dinero si no somos felices?
De hecho, la necesidad de experimentar una “riqueza emocional” abundante y sostenible es la base sobre la que se sustenta el nuevo paradigma emergente, uno de cuyos pilares es “la filosofía del postmaterialismo”. Y ésta parte de la premisa de que la realidad está compuesta por una parte material, tangible y cuantitativa –que podemos percibir a través de nuestros cinco sentidos físicos– y otra parte inmaterial, intangible y cualitativa, que sólo podemos sentir por medio de nuestro corazón. Así, de lo que se trata es de integrar lo material con lo emocional, construyendo un estilo de vida equilibrado entre lo que somos, lo que hacemos y lo que tenemos.
EL SINSENTIDO COMÚN
“Hemos construido un sistema que nos persuade a gastar dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos para crear impresiones que no durarán en personas que no nos importan.”
(Emile Henri Gauvreay)
Una vez garantizada nuestra supervivencia física y económica y teniendo cubiertas nuestras necesidades básicas, expertos en el campo de la economía del comportamiento afirman que lo que favorece y hace perdurar nuestro bienestar emocional no es lo que conseguimos ni poseemos, sino lo que ofrecemos y entregamos a los demás. Entre otros estudios, destacan los realizados entre los años 2005 y 2010 por el economista norteamericano George F. Loewenstein.
Sus investigaciones se centraron en los antagónicos efectos emocionales que producen la codicia y la generosidad. Y para ello, realizó un experimento sociológico con un grupo muy heterogéneo de seres humanos. El equipo liderado por Loewenstein seleccionó a 60 personas de diferentes edades, sexos, razas y profesiones, las cuales, a su vez, tenían múltiples divergencias en el plano social, cultural, económico, político y religioso. Más allá de estas diferencias superficiales, los investigadores querían obtener conclusiones profundas y universales, válidas para cualquier ser humano.
El primer día los participantes fueron divididos en dos grupos de 30 personas cada uno. Y todos ellos recibieron un sobre con una misma cantidad de dinero: 6.000 mil dólares (unos 4.520 euros), lo que representaba una suma considerable para la gran mayoría. A los miembros del primer grupo se les pidió que en un plazo máximo de dos meses se gastaran todo el dinero para “hacerse regalos a sí mismos”, saciando su propio interés. Y a los integrantes del segundo grupo se les comunicó que en el mismo plazo de tiempo tenían que utilizar los 6.000 dólares para “hacer regalos a otras personas”, orientando su gasto al bien común.
LA DECADENCIA DEL EGOCENTRISMO
“Las personas más egocéntricas son también las más infelices.”
(Henry David Thoreau)
Dos meses más tarde, los participantes relataron de forma individual lo que habían experimentado mientras hacían usos diferentes de una misma cantidad dinero. Por medio de exhaustivas entrevistas personales –así como de sofisticadas pruebas psicotécnicas–, el equipo de investigadores liderado por Loewenstein obtuvo resultados diametralmente opuestos. Por un lado, descubrió que el nivel de satisfacción de los miembros del primer grupo –quienes habían gastado el dinero en sí mismos, mayoritariamente en cosas materiales– había durado “relativamente poco”. Según las conclusiones obtenidas, “tras el placer y la euforia inicial que les proporcionaba comprar, utilizar y poseer determinados bienes de consumo, los participantes enseguida volvían a su estado de ánimo normal”. Con el paso de los días, algunos incluso “empezaban a sentirse más tristes, vacíos y decaídos”. Principalmente por “no poder mantener el nivel de excitación conseguido por medio del consumo”.
Por otro lado, los miembros del segundo grupo –quienes habían gastado el dinero para hacer regalos a otras personas– se habían sentido “mucho más satisfechos y plenos” que los del primer grupo. Curiosamente, “el simple hecho de pensar de qué manera podían utilizar el dinero para beneficiar a los demás, ya era motivo suficiente para que los participantes experimentaran una agradable sensación de bienestar interno”. En general, la mayoría utilizó los 6.000 dólares de una manera postmaterialista. Es decir, haciendo uso del dinero para “crear experiencias y oportunidades”.
Unos regalaron viajes a sus amigos; algunos lo usaron para pagar la matrícula de títulos universitarios de sus hijos; otros donaron el dinero a diferentes entidades sin ánimo de lucro, repartiéndolo incluso entre los mendigos de su ciudad; de hecho, hubo quien saldó parte de la deuda contraída por algún familiar. Una vez entregaban los regalos, “el sentir la alegría, el disfrute y el agradecimiento de otras personas provocaba en los participantes una intensa sensación de plenitud, la cual –en general– permanecía durante horas e incluso días”, relata Loewenstein.
LA PSICOLOGÍA DEL ALTRUISMO
“No hay mayor felicidad que ser cómplice de la felicidad de los demás.”
(Carmina Martorell)
La conclusión de dicho experimento fue que “el egocentrismo, la codicia y la orientación al propio interés traen como resultado una sensación de vacío, sinsentido, escasez e infelicidad, mientras que el altruismo, la generosidad y la orientación al bien común son fuente de plenitud, sentido, abundancia y felicidad”. De esta manera, Loewenstein corroboró de forma científica y empírica lo que los sabios de todos los tiempos vienen repitiendo: a nivel emocional, “recibimos lo que damos”. Más allá de cualquier estudio sociológico, se trata de una afirmación que podemos verificar a través de nuestra experiencia individual.
Y es que la auténtica felicidad reside en nuestro interior. Cuando comprendemos e interiorizamos esta verdad, dejamos de querer que la realidad se adapte a nuestras ambiciones, necesidades, sueños y aspiraciones. Y, en consecuencia, desaparece la lucha, el conflicto y el sufrimiento. Así es como poco a poco recuperamos la conexión con el bienestar duradero que anida en nuestro corazón. Con el tiempo, comenzamos a experimentar una sensación de abundancia y plenitud. En base a este nuevo estado de ánimo, de forma natural e irremediable entramos en la vida de los demás con vocación de servicio.
Esta es la esencia de “la psicología del altruismo”, cuyos pilares son la responsabilidad, la aceptación y la consciencia. Al vivir despiertos, entrenamos y desplegamos todo nuestro potencial. Y éste nos permite hacer interpretaciones más objetivas de lo que nos sucede, creando en nuestra mente pensamientos más útiles, constructivos y neutros. Gracias a esta nueva visión de la realidad, desarrollamos la proactividad a la hora de elegir nuestra actitud y nuestra conducta. Y dado que lo que le hacemos a los demás nos lo hacemos a nosotros mismos primero, la ética surge de forma natural cada vez que interactuamos con otras personas.
Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado 18 de septiembre de 2011.