Por Borja Vilaseca

Cada uno de nosotros ve e interpreta la realidad de forma subjetiva. Sin embargo, muchos creemos que nuestra visión distorsionada del mundo es la única correcta y verdadera. Nos hace falta cultivar la humildad.

Los seres humanos hemos sido educados para regirnos según nuestra “conciencia moral”. Es decir, para tomar decisiones y comportarnos basándonos en lo que está bien y lo que está mal. Desde que somos niños se nos ha venido premiando cuando hemos sido buenos y castigando cuando hemos sido malos. Así es como nuestros padres –con todas sus buenas intenciones– han tratado de orientarnos y protegernos. Lo curioso es que esta fragmentación dual de la realidad es completamente subjetiva. De ahí que cada uno de nosotros tenga su propia moral.

Prueba de ello es la manera en la que concebimos el capitalismo. Para unos está bien, pues consideran que se trata de un sistema que promueve crecimiento económico y riqueza material. Por eso lo defienden, lo apoyan y lo alaban. En cambio, para otros está mal, pues aseguran que se sustenta sobre la insatisfacción y la desigualdad de los individuos y la destrucción de la naturaleza. Por eso lo condenan, lo juzgan e incluso tratan de boicotearlo.

Y lo mismo sucede con las empresas, los partidos políticos, las instituciones religiosas y, en definitiva, con el comportamiento mayoritario de la sociedad. Tanto es así, que una misma cosa, persona, conducta, situación o circunstancia puede generar tantas opiniones como seres humanos lo hayan observado. Dependiendo de quién lo mire –y desde dónde lo mire–, será bueno o malo; estará bien o mal. De ahí que a la hora de hacer interpretaciones y valoraciones todo sea relativo.

ANATOMÍA DE LA MORAL
“Detrás de cualquier prejuicio y estereotipo se esconden el miedo y la ignorancia.”
(Ryszard Kapuscinsky)

Y entonces, ¿qué es la moral? Podría definirse como nuestro dogma individual. Es decir, nuestro punto de vista sobre cómo deben de ser las cosas. Este es el motivo por el que muchos intentamos imponer nuestras opiniones subjetivas sobre los demás. Al estar tan identificados con nuestro sistema de creencias, creemos que el mundo debería ser como nosotros pensamos.

De ahí que mantengamos “batallas dialécticas” con los demás, juzgando, criticando e incluso tratando de imponer nuestra verdad a aquellos que piensan y actúan de forma diferente. En estos casos, más que compartir, lo que buscamos es demostrar que tenemos la razón. Eso sí, cabe preguntarse: ¿qué conseguimos cuando conseguimos “tener la razón”? Por más sofisticados que sean nuestros argumentos intelectuales, este tipo de conductas sólo ponen de manifiesto nuestra falta de madurez emocional.

Así, las personas intolerantes y dogmáticas estamos convencidas de que las cosas están bien o están mal en función de si están alineadas con la idea que tenemos de ellas en nuestra cabeza. En esta misma línea, los demás son buenos o malos en la medida en la que se comportan como nosotros esperamos. Así, la conciencia moral actúa como un filtro que nos lleva a distorsionar la realidad, impidiéndonos ver el mundo tal como es. Es la responsable de la mayoría de conflictos que dividen y destruyen la convivencia pacífica entre los seres humanos. Y eso que no es otra cosa que la suma de nuestros prejuicios y estereotipos. De hecho, la moral se sustenta sobre dos pilares: nuestras interpretaciones subjetivas y nuestros pensamientos egocéntricos. De ahí que limite nuestra percepción y obstaculice nuestra comprensión, siendo una constante fuente de lucha, conflicto y sufrimiento.

DISTORSIONADORES DE REALIDAD
“Un diamante es, en realidad, una piedra a la que la mente humana le ha dado valor.”
(Anthony de Mello)

Del mismo modo que cuando estamos dormidos creemos que lo que soñamos está pasando de verdad, en general estamos convencidos de que las interpretaciones subjetivas y distorsionadas que hacemos de la realidad son la realidad en sí mismas. Pongamos por caso un partido de fútbol entre el Barcelona y el Madrid. Estamos en el minuto noventa y el resultado es de empate a cero. De repente, un delantero culé se mete en el área pequeña del equipo merengue, choca con un defensa y se cae al suelo. Seguidamente el árbitro pita penalti a favor del conjunto azulgrana. Y esta decisión provoca que los aficionados del Madrid griten indignados que “¡no es penalti!”, alegando lo “malo” que es el árbitro, pues el delantero del Barcelona “¡se ha tirado!”.

En paralelo, los seguidores del Barça se han puesto muy contentos, comentando lo “bueno” que es el árbitro, pues el defensa del Madrid “¡le ha hecho falta!” a su jugador, provocando un “claro penalti”. Es decir, que frente a un mismo hecho externo, objetivo y neutro –un jugador del Barcelona se ha caído en el área pequeña del equipo madrileño tras chocar contra un defensa rival¾ se han producido dos maneras antagónicas de mirar y de vivir dicho suceso. De esta manera, se puede concluir que cada uno de los aficionados ha realizado una interpretación totalmente subjetiva, que depende de las creencias, los deseos y las expectativas con los que está identificado.

Así, cuanta mayor es nuestra identificación con algo, mayor es la distorsión que hacemos de la realidad. De ahí que la mitad de aficionados haya visto penalti y se muestre excitada y la otra mitad haya visto que no era y se haya indignado. Lo curioso es que si el delantero del Barcelona finalmente fallara el penalti, el estado de ánimo de uno y otro bando cambiaría por completo en cuestión de segundos. Eso sí, en el caso de que hubiera algún aficionado que no estuviera identificado ni con el Barça ni con el Madrid, estaría en mayor disposición de ver e interpretar lo que ha sucedido con mayor imparcialidad.

LA REALIDAD ES NEUTRA
“La realidad suele ser más amable que las historias que contamos acerca de ella.”
(Byron Katie)

Al empezar a cuestionar y trascender el condicionamiento a partir del cual hemos construido nuestra moral, nuestro nivel de comprensión y de sabiduría va creciendo. Y como consecuencia, empezamos a regir nuestras decisiones y nuestro comportamiento según nuestra “conciencia ética”. Ya no etiquetamos las cosas como buenas o malas. Más que nada porque sabemos que las cosas son como son. Y que cualquier etiqueta que le pongamos será una proyección de nuestros pensamientos y creencias. Así es como comprendemos que las cosas no son blancas o negras, empezando a discernir los infinitos matices grises que existen entre uno y otro extremo.

En este sentido, el capitalismo no es bueno ni malo. Más bien es como es. De hecho, podemos concluir que se trata de un sistema que promueve crecimiento económico y riqueza material. Y también que se sustenta sobre la insatisfacción y la desigualdad de los individuos y la destrucción de la naturaleza. Sin embargo, esta definición no lo convierte en algo bueno o malo. Estos adjetivos no forman parte del capitalismo, sino de nuestra manera subjetiva de verlo y de etiquetarlo.

En la medida en que trascendemos nuestra percepción moral de la realidad, podemos renunciar a que el mundo sea como nosotros hemos determinado que debe ser. Principalmente porque el mundo –y todo lo que en él existe y acontece– tiene derecho a ser tal como es, de la misma manera que nosotros tenemos derecho a ser tal como somos. Más allá de que estemos de acuerdo o no con lo que sucede, desde un punto de vista existencial es completamente legítimo que todo suceda tal y como está sucediendo. Y esta postura nada tiene que ver con la resignación, sino con la aceptación. La diferencia entre una y otra es nuestro grado de comprensión acerca de aquello que estamos observando. No en vano, la realidad es neutra. Verla de este modo requiere ir más allá de las limitaciones de nuestra mente.

LA CONCIENCIA ÉTICA
“Si juzgas a la gente no tienes tiempo para amarla.”
(Madre Teresa de Calcuta)

Al trascender nuestra subjetividad, empezamos a ver, a comprender y a aceptar que las cosas son como son. Así, la conciencia ética se sustenta sobre dos pilares: la objetividad de nuestras interpretaciones y la neutralidad de nuestros pensamientos. A diferencia de la moral –que nos guía hacia la división, la lucha y el conflicto–, la ética nos mueve hacia la unión, el respeto y el servicio. No se posiciona ni a favor ni en contra de lo que sucede. Más bien adopta una actitud neutral, yendo más allá de cualquier noción dual de la realidad.

No importa cómo sea la persona o la situación que tengamos delante. Ni tampoco lo que esté diciendo, haciendo o sucediendo. Al guiarnos por nuestra conciencia ética no perdemos el tiempo juzgando ni criticando lo que está ocurriendo. Esencialmente porque no interpretamos ni etiquetamos la realidad como buena o mala. Y gracias a esta nueva visión más objetiva empezamos a cultivar la humildad, una cualidad que nos permite comprender que las cosas siempre tienen una razón de ser que las mueve a ser como son. De ahí que frente a cualquier circunstancia de nuestra vida, la ética nos motive a elegir de forma voluntaria los pensamientos, las palabras, las actitudes y las conductas más beneficiosas para nosotros, los demás y el entorno del que formamos parte.

Así, al regirnos por nuestra conciencia ética, no juzgamos moralmente el capitalismo –por terminar con este ejemplo–, sino que invertimos nuestro tiempo, esfuerzo, atención y energía para interactuar en este sistema de forma objetiva y neutra, orientando nuestra existencia al bien común. En este sentido, la conciencia ética nos inspira –tal como dijo Mahatma Gandhi–, a “ser el cambio que queremos ver en el mundo”. Curiosamente, la felicidad es la base sobre la que se asienta la ética y ésta, la que permite preservar nuestra felicidad. De ahí que más allá de ser buenos, lo importante es que aprendamos a ser felices.

Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 19 de febrero de 2012.