Por Borja Vilaseca

El desconocimiento de las leyes universales ha provocado que en general compartamos una creencia muy arraigada en nuestra sociedad: que «el mundo es un lugar injusto». De hecho, empleamos la palabra «injusticia» para señalar todo aquello que ⎯desde nuestro punto de vista egocéntrico y subjetivo⎯ consideramos que no debería de suceder. Pero más allá de lo que pensemos, la injusticia no existe. Ni tampoco la justicia. Ni la humana ni la divina. Tanto la una como la otra son conceptos inventados que nada tienen que ver con el funcionamiento real del universo. 

Lo que sí existe es «la ley de la correspondencia» [1], según la cual somos correspondientes con aquellas situaciones y personas que necesitamos para desarrollarnos espiritualmente. En cada momento la vida nos proporciona la experiencia más útil para la evolución de nuestra consciencia. Aunque el ego no lo entienda ⎯ni lo quiera entender⎯ todo pasa por algo y para algo. Todo lo que sucede forma parte de un propósito pedagógico perfecto y necesario para quien lo vive. Esto es lo que significa la expresión «dios no juega a los dados». [2]

Según esta ley, la vida no suele darnos lo que el ego quiere, sino lo que el ser esencial necesita para manifestarse. De ahí que la mayoría de nuestros deseos y expectativas egoicos jamás se cumplan. Sin embargo, la vida todo el rato nos da lo que necesitamos para aprender y evolucionar. El problema es que el ego siempre quiere lo que no tiene y jamás valora y aprovecha lo que sí está a su alcance. Por más que nos victimicemos, quejemos y suframos, es imposible que consigamos aquello que no es necesario que obtengamos. Del mismo modo, tampoco es posible que perdamos aquello que es necesario que conservemos. Todo depende de si somos correspondientes con conservarlo o perderlo para seguir evolucionando.

Y entonces, ¿cómo podemos saber si somos correspondientes con materializar alguno de nuestros deseos? Es decir, ¿cómo podemos saber si algo de lo que queremos es necesario para nuestra evolución espiritual? En general, si somos correspondientes con ello suele fluir. Si no, enseguida aparecen todo tipo de obstáculos, bloqueos e impedimentos. Es evidente que la constancia puede ayudarnos a conseguir ciertos logros y metas, pero es importante no pasarnos de tercos. Llegado el momento, es de sabios saber renunciar a aquello que verificamos una y otra vez que no nos corresponde.

DESTINO (KARMA) Y MISIÓN (DHARMA)
“La casualidad es el disfraz que utiliza dios para conservar el anonimato.”
(Tom Wolfe)

Nuestro mayor desafío espiritual consiste en aprovechar lo que nos sucede como una oportunidad para cuestionar y confrontar la ignorancia del ego. Más que nada porque este yo ilusorio no se puede satisfacer. Nunca está satisfecho con lo que tiene en el presente. Y jamás lo estará con lo que logre en el futuro. Irónicamente, al quejarse por lo que no tiene deja de valorar lo que sí está a su disposición. Y termina quedándose sin lo uno y sin lo otro. Es entonces cuando proclamamos a los cuatro vientos que la vida es injusta.

Pero no es verdad: por más dura y horrible que pueda parecernos una determinada circunstancia en un momento dado, cada ser humano es correspondiente con lo que está viviendo. A nadie le sucede nada que no le corresponda para aprender. Cualquier situación adversa que afrontamos contiene siempre una valiosa lección oculta. Desarrollarnos espiritualmente pasa por detectarla y aprovecharla para nuestra transformación interior. No en vano, todo lo que nos sucede en la vida es justamente lo que necesitamos para despertar y reconectar con la chispa de divinidad con la que nacimos.

En la medida en que aprovechamos nuestro «karma» (destino) se nos revela nuestro «dharma» (propósito). Si aprovechamos los infortunios y dificultades para crecer espiritualmente, tarde o temprano descubrimos cuál es nuestra auténtica razón de ser. Es entonces cuando nuestra existencia adquiere un sentido más profundo y un significado más trascendente. Un claro indicador de que hemos despertado es que al echar un vistazo hacia el pasado sentimos agradecimiento por las lecciones que nos han revelado nuestros momentos más oscuros. Y como consecuencia, miramos hacia el futuro con confianza, sabiendo que lo que venga a partir de ahora ⎯sea lo que sea⎯ será lo que vamos a seguir necesitando para seguir evolucionando.

Para generar una nueva correspondencia de vida es fundamental cuestionar nuestras creencias, iluminar nuestras sombras y sanar nuestros traumas. Esto es de lo que trata «la teoría de la sincronicidad» [3], según la cual no existen las coincidencias, sino tan solo la ilusión de que existen las coincidencias. Lo que llamamos «casualidad» es en realidad «causalidad». Es decir, el resultado de una serie interminable de causas y efectos que generan nuevas causas y efectos que a su vez crean más causas y efectos… Y así ad infinitum. Recordemos que en todo momento estamos cocreando nuestra realidad con nuestras creencias y nuestros pensamientos. Lo que vemos fuera es una manifestación de lo que llevamos dentro. Si queremos que cambien los frutos primero hemos de cambiar las semillas que sembramos en nuestra mente.

INDIFERENCIA, INDIGNACIÓN Y NEUTRALIDAD
“El cambio nunca no es doloroso. Lo que duele es la resistencia al cambio.”
(Siddharta Gautama ‘Buda’)

El proceso evolutivo en el que estamos todos inmersos lo podemos comparar con las diferentes etapas del sistema educativo actual: infantil, primaria, secundaria, bachillerato y universidad. Estamos en un curso u otro en función de nuestro estadio evolutivo y de nuestro nivel de consciencia. En cada momento somos correspondientes con las circunstancias pedagógicas exactas que requerimos de acuerdo con nuestras necesidades específicas de aprendizaje. Y como estudiantes, tenemos que resolver de forma individual diferentes problemas existenciales para superar nuestras evaluaciones correspondientes.

Dado que en las escuelas industriales todavía no se enseña autoconocimiento ni desarrollo espiritual, la inmensa mayoría no hemos aprendido a lidiar con sabiduría con lo que nos sucede en la vida. De ahí que no sepamos aprovechar las desgracias y las tragedias para crecer y evolucionar. Por el contrario, solemos sucumbir frente a ellas victimizándonos, sufriendo, deprimiéndonos, medicándonos o incluso suicidándonos.

Frente a este macrocontexto pedagógico, existen tres formas muy diferentes de interactuar con este orden perfecto que rige el universo. En primer lugar los hay que se refugian en la «indiferencia». Son todas aquellas personas que se muestran frías e insensibles frente al drama y el sufrimiento que viven determinados estudiantes en la escuela de la vida. Simplemente no les importa. Suelen ser cínicos y nihilistas. Y al pasar por delante de uno de estos alumnos en apuros se dedican a mirar hacia otro lado y seguir como si nada con lo suyo.

En segundo lugar los hay que caen presos de la «indignación». Se trata de aquellos que empatizan y se preocupan en exceso por aquellos estudiantes que lo están pasando mal. En este caso, les importa demasiado. De hecho, les parece injusto el examen que la vida le ha puesto a algunos de ellos. Tanto, que se convierten en buenistas y sobreprotectores. De ahí que intervengan en los procesos de aprendizaje de los demás, evitando que los alumnos en cuestión superen por sí mismos sus pruebas correspondientes. A pesar de sus buenas intenciones, actuando de este modo no les están haciendo ningún favor, pues están impidiendo su crecimiento y evolución espiritual.

Por último, los hay que obran desde la «neutralidad». Este grupo está compuesto por seres humanos conscientes y despiertos que fruto de sus propias vivencias han comprendido cómo funciona el universo. Esta es la razón por la que respetan los procesos pedagógicos de los demás. Al ver sufrir a otros estudiantes ni se muestran indiferentes ni se indignan. Se mantienen en una posición neutral. Comprehenden que cada alumno es correspondiente con la prueba que tiene ante sí. Eso no quita que en caso de que se lo pidan comparta con ellos ciertos conocimientos que les sirvan para resolver sus respectivos problemas. En vez de dar pescado, enseñan a pescar.

A las personas que actúan desde la neutralidad se les confunde equivocadamente con quienes se rigen desde la indiferencia. Sin embargo, las motivaciones de unos y otros son muy distintas. Si bien los primeros son conscientes de la leyes que rigen el universo, los segundos las ignoran por completo. Y mientras, los que viven desde la indignación quieren cambiar el colegio porque los procesos de aprendizaje les parecen «injustos».

Por más que el ego se resista a comprehenderlo, la pobreza, el hambre, la corrupción, la violencia, la guerra, la destrucción y el resto de circunstancias que asolan a la humanidad son los efectos de violar ciertas leyes que rigen el universo. A su vez, ahora mismo somos correspondientes con la crisis sistémica global que estamos experimentando a raíz de la pandemia del coronavirus. Y todo apunta a que el sistema va a colapsar, lo cual también es un hecho perfecto, neutro y necesario para nuestro proceso de despertar. Tiempo al tiempo. Paciencia revolucionaria.

[1] Desarrollada por Gerardo Schmedling.

[2] Título de un libro de Albert Einstein.

[3] Desarrollada por Carl Gustav Jung.

*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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