Por Borja Vilaseca

La herida de separación nos acompañará por el resto de nuestra vida. Es la primera herida que se genera y desde la que empezamos a sentirnos separados del mundo y a concebir nuestro ego. 

 

Antes de nacer, todos y cada uno de nosotros vivimos dentro del útero materno, una especie de chill out donde nos sentimos fusionados y conectados. A este sentimiento se lo conoce como «estado oceánico», en referencia a la gota de agua que se funde con el océano y que se caracteriza por la sensación de ser uno con el todo.

Así es como se sienten los bebés mientras flotan en el líquido amniótico. Y es que mientras estamos en el útero no tenemos la noción de ser un yo separado. No distinguimos entre nuestra madre y nosotros. Por el contrario, nos inunda un sentimiento de inmensidad sin límites, fronteras ni barreras. En ese estado somos todo lo que existe. No hay ningún tipo de separación. Nos sentimos unidos con la vida.

Sin embargo, todo cambia durante el parto, cuando literalmente nos desgajamos de nuestra madre. Es sin duda nuestra primera experiencia cercana a la muerte. Tras nueve meses viviendo en nuestro particular jardín del Edén somos expulsados del paraíso. Y tras cortar el cordón umbilical que nos une a la placenta de nuestra progenitora, empezamos a sentir la dolorosa herida de separación.

De pronto inhalamos nuestra primera bocanada de aire, estrenando así nuestros diminutos pulmones. Sentimos frío. Miedo. Y hambre. Es entonces cuando el estado oceánico desaparece y dejamos de sentirnos unidos y conectados. Por el contrario, comenzamos a experimentarnos como entes separados. Desde ese instante, empezamos a mirar equivocadamente hacia fuera con la esperanza de que alguien o algo nos devuelva a nuestro paraíso perdido. Sin embargo, en el camino perdemos el contacto con el ser esencial que anida en lo más profundo de nuestro corazón y desde donde podemos volver a sentirnos fusionados con la existencia.

Este trauma de nacimiento nos acompaña el resto de nuestra vida. Y para no olvidarlo nunca, nos deja como recuerdo nuestra primera cicatriz: el ombligo. No es casualidad que utilicemos expresiones como «mirarse el ombligo» o «el ombligo del mundo» para referirnos a aquellas personas extremadamente egocéntricas que se creen el centro del universo. En el fondo, están hablando del verdadero pecado original: la progresiva e inevitable identificación con el ego, un fenómeno psicológico que nos lleva padecer una ilusión cognitiva: la de sentirnos separados.

En general, la inmensa mayoría de nosotros en lo profundo estamos divididos. Y es en este estado de separación cuando nos equivocamos ⎯de principio a fin⎯ en nuestra forma de vivir, errando en nuestra manera de interpretar y de relacionarnos con la realidad. La creencia de que «somos un yo separado» es la causa subyacente que genera la aparición del resto de errores en las diferentes áreas y dimensiones de nuestra vida. Esta es la razón por la que en el mundo hay tanto conflicto y sufrimiento.

Si bien no puede entenderse intelectualmente, la verdad es que somos, pero no un yo. Somos, pero no estamos separados del universo. Una vez retiramos el velo de las apariencias ⎯por medio del que fragmentamos la realidad⎯, nos damos cuenta de que no existe tal separación. Principalmente porque la existencia es una. Más allá de las formas, en el fondo solo hay unidad. En el instante en el que reconectamos con el ser esencial ⎯y volvemos a sentirnos unidos y conectados⎯ desaparece inmediatamente nuestra desdicha. Y nos inunda un estado de absoluta felicidad.

 

*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.

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