Por Borja Vilaseca

En pleno siglo XXI, la religión se mantiene en bastante buena forma. Unos ocho de cada 10 seres humanos en todo el planeta siguen comulgando directa e indirectamente con alguna fe religiosa. De estos, casi todos apoyan el «teísmo» y creen en la existencia de dios, sea el que sea. Eso sí, la gran mayoría no es practicante ni va nunca a su correspondiente iglesia, sinagoga o mezquita. Esencialmente porque dichas creencias no las han elegido libre y voluntariamente, sino que les fueron impuestas a lo largo de su proceso de condicionamiento, convirtiéndose en parte de su cultura y tradición.

El mercado de la fe sigue liderado por el cristianismo, que acapara aproximadamente el 35% de los creyentes. En segundo lugar se encuentra el islam (28%) y el último lugar de este pódium de honor lo ocupa el hinduismo, con el 18% de los fieles. En lo alto de esta clasificación mundial también están presentes el budismo (8%) ⎯que es una filosofía más que una religión⎯; las religiones étnicas de África, Asia y Latinoamérica (6%) ⎯en algunas de las cuales sigue vivo el animismo⎯; la religión tradicional china (4%) ⎯que incluye el taoísmo y el confucianismo⎯; así como el sintoísmo, el sijismo, el juche, el judaísmo, el jainismo y el bahaísmo.

A pesar de que las creencias religiosas siguen gobernando el inconsciente colectivo de la humanidad, hoy en día estamos viviendo un fenómeno cultural imparable e irreversible. A medida que las sociedades modernas van desarrollándose intelectual, económica y tecnológicamente, lenta pero progresivamente la ciencia está ganando la batalla a la religión. De hecho, cuanto mayores son los niveles de educación y de ingresos de la población, menor es su predisposición a creer en dios. Con el paso de los años la fe y la superstición están siendo reemplazadas por la lógica y la razón, provocando que cada vez haya menos creyentes y más ateos.

En este sentido, se estima que dos de cada 10 personas del planeta no siguen ninguna confesión religiosa [1]. De hecho, el «ateísmo» no para de crecer a nivel mundial año tras año; cada vez son más los que no creen en ningún tipo de deidad. A su vez, otros optan por abrazar el «agnosticismo». Al considerar que no hay evidencias definitivas a favor o en contra de la existencia de dios, mantienen una postura neutral, afirmando que se trata de una cuestión inaccesible e incomprensible para el entendimiento humano.

En este contexto marcado por el auge del laicismo y la progresiva secularización de la sociedad, ¿qué hay de la «espiritualidad laica»? Es decir, aquella que no está vinculada con ninguna creencia ni institución religiosa, sino que deviene como consecuencia de conocernos a nosotros mismos y de experimentar la reconexión con el ser esencial. Si bien en el pasado la dimensión espiritual ha estado secuestrada y anulada por la religión, hoy en día es ridiculizada y demonizada por el cientificismo, que se limita a tacharla de «pseudociencia new age».

El principal efecto de este exceso de fervor racional es que estamos presenciando el triunfo del «nihilismo» [2], que significa «la doctrina de la nada». Se trata de una ideología existencialista que considera que vivimos en un universo amoral e indiferente que no tiene ningún propósito ni finalidad. Así, para los nihilistas la vida carece de cualquier sentido trascendente. Esta corriente de pensamiento nació en Europa a finales del siglo XVIII. Y empezó a popularizarse en el siglo XX coincidiendo con el auge del ateísmo. No en vano, «la muerte de dios» que los ateos proclamaron significó el fin de los valores y la moral cristiana para una parte de la sociedad.

LA FUNCIÓN DEL NIHILISMO
“Viviendo, todo nos falta; muriendo, todo nos sobra.”
(Félix Lope de Vega)

En sus orígenes, el nihilismo surgió para destruir los cimientos de la vieja y falsa cosmovisión religiosa que tanto daño había hecho a la humanidad en el pasado. Y para emanciparnos del yugo mental al que nos sometieron las instituciones religiosas durante siglos. Así, su finalidad era ser el medio con el que llevar a la humanidad un escalón por encima de la religión. Sin embargo, el nihilismo ha terminado convirtiéndose en un fin en sí mismo. Y como resultado ha dejado tras de sí una gigante nada en el corazón de muchos seres humanos, quienes nos hemos quedado huérfanos de sentido y significado. De pronto nos sentimos libres, pero ¿para qué? Si la vida no tiene sentido ni existe ningún propósito trascendente, ¿qué hacemos ahora con nuestra libertad?

Al no encontrar ninguna respuesta convincente a estas preguntas, la nueva creencia compartida por cada vez más personas es que el universo está regido por el caos, el azar, la aleatoriedad y la casualidad. Y como consecuencia, ¿qué importa qué hagamos con nuestra existencia? ¿Qué más da cómo nos comportemos entre nosotros? Ya no hay ningún dios punitivo que esté observando desde el cielo nuestros actos. Ni tampoco un juicio final en el que tengamos que rendir cuentas. Ni mucho menos un infierno en el que nuestra alma arda para siempre.

La muerte del dios-creencia ha supuesto el nacimiento del individuo egocéntrico tal y como lo conocemos hoy en día. ¿Quién no se cree el ombligo del mundo y el centro de su universo? Al no conocernos a nosotros mismos, en general seguimos identificados con el yo ilusorio y desconectados del ser esencial. Y al no haber sanado nuestra herida de separación ⎯el verdadero pecado original⎯, la mayoría sentimos un insoportable vacío existencial, un agujero negro dentro de nosotros que no se llena con nada.

Debido al desierto espiritual en el que vivimos, la sociedad occidental está degenerando y se encuentra en total decadencia. El racionalismo, el ateísmo, el nihilismo y el cientificismo son ahora mismo los nuevos pilares del «zeitgeist» ⎯o «espíritu de nuestra época»⎯, el cual está caracterizado por «el desencantamiento del mundo» [3]. Se trata de una sensación de cinismo, decepción, desilusión y descontento generalizado que está llevando a que cada vez más personas no crean en nada, empezando por no creer en sí mismas.

El nihilismo ha generado una profunda grieta en nuestra cosmovisión, provocando el principio del fin de una larga etapa gobernada por una «religión sin espiritualidad». Y por ello, hemos de darle el enorme mérito que se merece, sintiéndonos agradecidos por la contribución realizada. Sin embargo, ha llegado la hora de dar un paso más allá, trascendiendo el actual debate ideológico meramente racional y conceptual. Los tiempos que se avecinan requieren de nuevos métodos y enfoques alternativos. Y esto pasa por dejar atrás el ámbito de las creencias para empezar a adentrarnos en el de las experiencias.

Sin duda alguna, hoy en día estamos inmersos en un cambio de cosmovisión sin precedentes en toda la historia de la humanidad. Eso sí, el cambio de paradigma que este mundo tanto necesita solo puede suceder si cada uno de nosotros ⎯de forma individual⎯ vive una experiencia de unidad y conexión profundamente transformadora. Esencialmente porque solo así podemos reconectar con el ser esencial y, por ende, con nuestra dimensión espiritual laica. A este clic evolutivo se le conoce coloquialmente como «el despertar de la consciencia».

[1] Según datos de la Wikipedia.

[2] Este término se atribuye a Friedrich Heinrich Jacobi, lo popularizó Iván Turquénev y su máximo exponente es Friedrich Nietzsche.

[3] Aforismo de Max Weber.

*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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