Por Borja Vilaseca

Este cuento filosófico habla de cómo podemos condicionarnos según en el contexto en el que hayamos nacido y crecido, y de cómo las personas que nos rodean pueden contagiarnos de su falta de voluntad y ambición. Por eso es tan importante pensar por uno mismo y nunca creerse nada. 

Caminando por un prado, un granjero se encontró un huevo de águila. Sin pensarlo dos veces, lo metió en una bolsa y, una vez en su granja, lo colocó en el nido de una gallina de corral. Así fue como el aguilucho fue incubado y criado junto a una nidada de pollos. Al creer que era uno de ellos, el águila se limitó a hacer durante su vida lo mismo que hacían todos los demás. Escarbaba en la tierra en busca de gusanos e insectos, piando y cacareando. Incluso sacudía las alas y volaba unos metros por el aire, imitando así el vuelo del resto de gallinas.

Los años fueron pasando y el águila se convirtió en un pájaro fuerte y vigoroso. Una mañana divisó muy por encima de él una magnífica ave que planeaba majestuosamente por el cielo. El águila no podía dejar de mirar hacia arriba, asombrada de cómo aquel pájaro surcaba las corrientes de aire moviendo sus poderosas alas doradas. 

«¿Qué es eso?», le preguntó maravillado a una gallina que estaba a su lado. «Es el águila, el rey de todas las aves», respondió cabizbaja su compañera. «Representa lo opuesto de lo que somos. Tú y yo somos simples pollos. Hemos nacido para mantener la cabeza agachada y mirar hacia el suelo», concluyó. El águila asintió con pesadumbre. Y nunca más volvió a dirigir su mirada hacia el cielo. Tal como le habían dicho, murió creyendo que era una simple gallina de corral.

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Cuento extraído del libro “Aplícate el cuento”, de Jaume Soler y Maria Mercè Conangla.