Por Borja Vilaseca
El principal efecto del despertar de la consciencia es que caen los velos ilusorios que nos impiden darnos cuenta de quiénes verdaderamente somos. Gracias a la experiencia de la iluminación descubrimos que nuestra auténtica identidad es inmanente y trascendente. Es decir, que es inherente e intrínseca a la semilla con la que nacimos, pero que en la medida en que florece va más allá de nosotros mismos. A su vez, también comprehendemos que es inmutable y atemporal, pues es aquello que siempre está aquí y que no cambia nunca. Y en definitiva, lo que permanece cuando nos desidentificamos de todo lo que no somos.
En este sentido, no somos nuestro título universitario. Se trata de un trozo de papel con sellos y firmas. Lo podemos romper y seguiríamos siendo los mismos. Tampoco somos nuestro trabajo ni nuestro cargo profesional. En cualquier momento nos podemos dedicar a otra cosa. No somos el dinero que tenemos en nuestra cuenta corriente ni nuestras posesiones materiales. De un día para el otro lo podemos perder todo. No somos la imagen que los demás tienen de nosotros. Su percepción es subjetiva y tiene que ver con ellos. Tampoco somos nuestro nombre. De hecho, lo podemos cambiar cuando queramos, cambiando incluso el que aparece en nuestro documento nacional de identidad.
No somos nuestro cuerpo ni nuestra apariencia física. Es el vehículo que utilizamos para movernos por la vida y experimentarla. Además, en caso de amputación de algún miembro o de parálisis total seguimos existiendo y siendo nosotros. No somos nuestra mente. Se trata de un instrumento increíble que si sabemos utilizar nos ayuda a cocrear una vida extraordinaria. Y lo cierto es que cuando estamos muy relajados, conectados y presentes desaparece. No somos nuestras creencias. Las podemos cuestionar y modificar en cualquier momento. Tampoco somos nuestros pensamientos. Estos surgen espontáneamente. Las historias que nos contamos son solo eso: historias. Pura ficción. No somos nuestras emociones, nuestros sentimientos ni nuestros estados de ánimo. Todos ellos son pasajeros. Tal como vienen, se van.
Recordemos que no hemos elegido el lugar donde hemos nacido, los padres que hemos tenido ni la educación que hemos recibido. De ahí que tampoco seamos el personaje que hemos creado inconscientemente para adaptarnos a la sociedad. No en vano, nuestra personalidad es una combinación de la genética y la programación con la que fuimos condicionados por nuestro entorno social y familiar. Si hubiéramos nacido en otra parte del mundo a nivel superficial pensaríamos y nos comportaríamos de forma muy diferente. De ahí que tampoco seamos nuestra nacionalidad, nuestra religión, nuestro partido político o nuestro equipo de fútbol. Todos ellos también serían distintos.
Y por más que llevemos toda nuestra vida creyéndonoslo, no somos el falso concepto de identidad. Es simplemente el disfraz existencial que nos recubre cuando no sabemos quiénes somos ni para qué estamos aquí. Tampoco somos el yo ilusorio con el que solemos estar identificados cuando vivimos prisioneros de nuestra consciencia egoica y dual. Más que nada porque el ego es una ficción. El yo es una construcción mental tejida a base de pensamientos. Y es precisamente el último velo que cae tras la iluminación.
¿QUIÉNES SOMOS?
“La presencia, la consciencia y la dicha son tres aspectos inseparables del ser, del mismo modo que la humedad, la transparencia y la liquidez lo son del agua.”
(Sri Ramana Maharshi)
Y entonces, ¿quiénes somos? Esta es sin duda la pregunta fundamental que nos plantea el desarrollo espiritual. Para responderla, hemos de pelar todas las capas de la cebolla, accediendo al corazón: el ser esencial, nuestra verdadera identidad. Lo increíble es que al llegar a lo más hondo de nosotros mismos nos damos cuenta de que ahí no hay nadie. Esta es la razón por la que ese lugar se experimenta como un espacio vacío lleno de silencio y quietud. Así es como descubrimos que esencialmente no somos nada y a la vez lo somos todo.
Solo entonces verificamos empíricamente que somos la consciencia-testigo que emerge de forma natural cuando nos liberamos de ese encarcelamiento psicológico llamado «yo». En este estado se produce a través de nosotros una observación neutra y un presenciar impersonal de los hechos que van aconteciendo en nuestro día a día. Y como consecuencia, descubrimos que no somos el hacedor que está detrás de nuestras actitudes, decisiones y acciones. Más bien nos damos cuenta de que estas sencillamente ocurren, incluso a pesar nuestro. Y debido a nuestra ausencia es imposible que nada nos perturbe. Más que nada porque no hay nadie que pueda perturbarse.
Al reconectar con esta chispa de divinidad que habita en lo más profundo de todos nosotros, de pronto nos sentimos unidos y conectados con la vida. De hecho, sentimos que más allá de las apariencias superficiales «todos somos uno». Es decir, que esencialmente todos somos lo mismo, pues formamos parte de una misma consciencia, la cual se manifiesta y expresa de muchas formas. De ahí que se diga que «la forma es vacío y el vacío es forma».[1] O que «la ola es el mar».[2] A esta consciencia no dual, impersonal y neutra también se la denomina «dios». Y no en el sentido religioso, sino espiritual.
Así, «dios» es el concepto que los místicos emplean para describir el estado de conexión profunda que experimentamos cuando nos sentimos unidos a nuestra naturaleza esencial y ⎯por ende⎯ a la realidad, la vida y el universo. Debido a la ignorancia y la inconsciencia inherente a las instituciones religiosas, esta palabra está manchada, corrompida y prostituida. De ahí que los fanáticos religiosos se escandalicen cuando oyen a alguien decir que «dios está en nuestro interior». O peor aún, que «somos dios». Y eso que se trata de la finalidad última de nuestra existencia: unir el espíritu y fusionar el alma con la divinidad.
Cuando vivimos conectados con nuestra verdadera esencia sentimos cómo la vida crea a través nuestro. Eso es precisamente lo que significa la palabra «entusiasmo». Esta es la razón por la que los místicos celebran su existencia como la manifestación de lo divino. Todos ellos saben que no hay ninguna distancia entre el ser humano y dios, pues solo existe una gran unidad que lo incluye y envuelve absolutamente todo. Y el indicador más irrefutable de que hemos vuelto a casa es que sentimos felicidad, paz y amor. Se trata de una sensación interna de conexión suprema y absoluta que nadie nos ha proporcionado y que ⎯por tanto⎯ nadie nos puede arrebatar.
[1] Proverbio budista.
[2] Título de un libro de Willigis Jägger.
*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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