Por Borja Vilaseca

Cuando tomamos responsabilidad por aprender de lo que nos sucede, comprendemos que siempre sucede lo que necesitamos para crecer y evolucionar en consciencia y en sabiduría.

Todos conocemos muy bien qué es el miedo. Entró en nuestra existencia el mismo día en que nacimos. Entre otros, padecemos miedo al rechazo. Al compromiso. A la soledad. A la libertad. A la grandeza. Al ridículo. Al fracaso. Al éxito. Al vacío. A la muerte. A la vida. Al cambio. Algunos sentimos tanto miedo que hemos terminado por temer al propio miedo.

Fiel e inseparable como una sombra, en su compañía solemos tomar decisiones que minimicen el riesgo y maximicen nuestra seguridad. A pesar de su mala fama, el miedo tiene un lado generoso. Mientras no podemos valernos emocionalmente por nosotros mismos, nos protege de todo tipo de amenazas y peligros. Y siempre se posiciona a favor de nuestra comodidad. De ahí que cada vez que le preguntemos, nos aconseje mantenernos en el mismo lugar y seguir siendo el mismo tipo de persona. También nos recomienda apostar por el camino trillado, motivándonos a hacer lo mismo que hace todo el mundo. Además, bajo su tutela creemos que no está bien arriesgar ni soñar. Nos quiere tanto que suele frenarnos de manera preventiva, evitándonos así nuevas decepciones y frustraciones.

Sin embargo, muchos consideramos al miedo como un enemigo que nos limita, llegando -en ocasiones-a pelearnos con él. Paradójicamente, cuanto más luchamos contra el miedo, más grande y poderoso se vuelve. Por este motivo, finalmente optamos por obedecerlo. Impotentes, dejamos que se convierta en nuestro amo y señor. Así es como en ocasiones terminamos presos de la inseguridad y la cobardía, pensando compulsivamente en lo peor que puede sucedernos.

Pero, si no podemos eliminarlo ni tampoco ser sus siervos, ¿cómo lo hacemos para vivir sin miedo? El reto consiste en trascenderlo, impidiendo así que nos paralice y nos boicotee constantemente. Y para ello, no nos queda más remedio que enfrentarnos cara a cara con lo que más tememos. Entonces comprendemos que más que carcelero, el miedo es en realidad un gran maestro. Su objetivo es desafiarnos para romper las cadenasque nos impiden vivir en libertad. Gracias a su compañía tenemos la oportunidad de conocer y superar muchísimas limitaciones con las que hemos sido condicionados.

El primer paso para trascender el miedo es aprender a confiar en nosotros mismos, centrando el foco de atención en nuestro círculo de influencia. Es decir, en las decisiones y acciones que dependen de nosotros. Así es como aprendemos a desapegarnos de los resultados derivados de éstas. Primordialmente porque estos forman parte de nuestro círculo de preocupación, el cual está fuera de nuestro alcance. Pongamos por caso hablar en público. Dado que muchos de nosotros tenemos miedo a equivocarnos, a hacer el ridículo y a quedar mal, se trata de una situación que suele generarnos pavor.

LO QUE SUCEDE, CONVIENE
“Concededme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar lasque sí puedo y la sabiduría para establecer la diferencia.”
(Epícteto)

Lo curioso es que solemos creer que al preocuparnos por escenarios que todavía no han sucedido, seremos más capaces de afrontarlos con mayores garantías de éxito. Sin embargo, por medio de estos pensamientos preventivos lo único que conseguimos es engordar todavía más nuestra inseguridad, llenando nuestro corazón de ansiedad y nerviosismo. Para dejar de tomarnos más chupitos de cianuro, el aprendizaje consiste en entrenar el músculo de la confianza, el cual está estrechamente ligado con nuestra autoestima. En vez de pensar en las potenciales consecuencias de nuestra intervención pública –como la opinión que la audiencia pueda tener de nosotros–, podemos centrarnos simplemente en hacerlo lo mejor que podamos. Principalmente porque todo lo demás escapa por completo de nuestro control.

Para superar el miedo también es importante que redefinamos conscientemente cuáles son nuestros valores. Es decir, la brújula interior que nos permite tomar decisiones alineadas con nuestra auténtica esencia. Lo cierto es que cuando vivimos sin saber quiénes somos, qué es lo que de verdad nos importa y hacia dónde nos dirigimos, solemos funcionar con el piloto automático puesto. Esta es la razón por la que en ocasiones tenemos la sensación de vagar por la vida como boyas a la deriva. Y es precisamente esta desorientación la que nos conecta –nuevamente– con nuestros miedos e inseguridades.

En cambio, en la medida que nos conocemos a nosotros mismos y decidimos libre y voluntariamente qué valoramos en la vida, tarde o temprano encontramos el sentido que le queremos dar a nuestra existencia, tanto en el ámbito personal y familiar como en el profesional. Así, cuanto más sólidos son nuestros valores, más fácil nos es tomar decisiones que nos orienten en la dirección que hemos escogido. Gracias a esta seguridad interna, nos convertimos en nuestro propio faro. Ya no necesitamos ni dependemos de ninguna referencia externa, puesto que nadie sabe mejor que nosotros qué hacer con nuestra vida.

Con cada decisión que tomamos, vamos entrenando el músculo del coraje. Y al crecer en confianza, finalmente comprendemos que la vida no suele darnos lo que queremos, pero siempre lo que necesitamos para aprender. Al asumir las riendas de nuestra existencia, corroboramos que las experiencias que han formado parte de nuestro pasado han sido justamente las que hemos necesitado para crecer y evolucionar. Es decir, para convertirnos en el ser humano que somos en el momento presente.

La confianza también nos permite abrazar la inseguridad inherente a la existencia, cultivando así una relación de amistad con la vida. Más que nada porque la única certeza que tenemos es que la incertidumbre sólo desaparece con nuestra muerte. Y que hasta que ese día llegue estamos condenados a tomar decisiones. Dado que no podemos prever lo que va a sucedernos mañana, el reto consiste en girar 180 grados nuestro foco de atención, aprendiendo a confiar en nuestra capacidad de dar respuesta a las diferentes situaciones que vayan surgiendo por el camino.

Como consecuencia directa empezamos a confiar en la vida. Es decir, a intuir que en el futuro va a seguir sucediéndonos exactamente lo que necesitamos para seguir evolucionando y madurando como seres humanos. A esto se refiere el proverbio budista «lo que sucede, conviene». De esta manera, comenzamos a ver e interpretar nuestras circunstancias de una forma más optimista, constructiva y eficiente. E incluso a salir de nuestra zona de comodidad, arriesgándonos a tomar decisiones y acciones que nos permitan seguir nuestro propio sendero. Así, gracias a la confianza podemos ser libres. Y la libertad nos brinda la oportunidad de ser auténticos, siendo fieles a los dictados de nuestra intuición.

Este artículo es un capítulo del libro El sinsentido común, de Borja Vilaseca, publicado en 2011.