Por Borja Vilaseca
Muchas personas no son capaces de relacionarse con sus padres sin entrar en conflicto, cargando a sus espaldas una ‘mochila emocional’ repleta de miedos, complejos y frustraciones que les impide disfrutar de la vida.
Nuria Mateo Martínez. 45 años. Casada y con dos hijos. Funcionaria. Desde hace más de tres años comparte piso con su madre, Aurelia, de 71 años.
“El respeto mutuo nos permite limar todas nuestras diferencias”
“Mientras mi padre trabajaba, mi madre se ocupaba de mi hermana y de mí. Recuerdo que en verano nos llevaba al cine, a la piscina, a la playa… Cuando yo tenía 16 años nació nuestro hermano pequeño. Y un año más tarde, mi padre falleció a causa de un cáncer. Para sacar adelante nuestra economía familiar, mi madre cogió dos empleos. Mientras, yo me ocupaba de mis hermanos. A los 23 años me casé y me fui de casa. Al poco, mi madre conoció a otro hombre, con quien rehizo su vida. Y tras pasar 22 años juntos, él se murió. Mi madre tenía 68 años y de nuevo se había quedado sola. Fue muy duro para ella. En paralelo, mi marido y yo estábamos buscando un piso más grande. Necesitábamos más espacio para nuestros hijos. Entonces mi madre nos propuso venir a vivir con nosotros y le dijimos que sí. He de reconocer que la convivencia no es fácil. Hacemos lo posible para adaptarnos, respetando su forma de ser. El desarrollo personal que vengo realizando en estos últimos tres años me ha permitido comprenderla mejor. Ahora todavía valoro más su presencia. Vivir otra vez con mi madre también nos enriquece. Me encanta cuando mis hijos escuchan sus historias acerca de cómo fue su infancia. No me cabe la menor duda de que les hace valorar mucho más lo que tienen. Además, gracias a mi madre he podido estudiar de nuevo. Me ayuda con algunas tareas domésticas, lo que me deja más tiempo libre para seguir formándome profesionalmente. Eso sí, ahora soy yo quien la lleva al cine, a la piscina y a la playa. Si bien convivir otra vez juntas está siendo todo un viaje de aprendizaje, las dos nos sentimos muy agradecidas. Ella es mi madre y yo soy su hija. Y el amor que sentimos la una por la otra nos ayuda a superar las diferencias que surgen en nuestra convivencia.”
No existe ningún otro oficio en el mundo que requiera tanta dedicación y compromiso. Va mucho más allá de cualquier jornada completa. Y si no que se lo pregunten a Nuria Mateo y a Aurelia Martínez. Ser madre (y padre) implica responsabilizarse de la manutención, la protección y la educación de un bebé 24 horas al día durante unos cuantos años. De hecho, hasta que los hijos no son capaces de valerse por sí mismos –emocional y económicamente– transcurren entre 18 y 30 años, dependiendo de cada caso.
Nadie pone en duda que adentrarse en la paternidad (y la maternidad) supone un punto de inflexión radical en nuestro camino vital. Es común escuchar a la gente decir que tener hijos es lo más maravilloso que te puede ocurrir. Que te cambia la vida para siempre. E incluso que no existe ninguna experiencia comparable, pues los hijos despiertan lo mejor y lo peor de uno mismo.
La paradoja es que a lo largo de nuestro proceso de educación nadie nos enseña a ejercer esta nueva función biológica. Tarde o temprano nos vemos sosteniendo en nuestros brazos a un recién nacido, sin duda alguna la criatura más frágil, inocente y hermosa que habita en este mundo. Y es en ese preciso momento cuando nuestra ilusión se ve empañada por el miedo. Sobretodo porque nos damos cuenta de que, en general, no tenemos ni idea de lo que se supone que debemos hacer.
Marc Singer. 33 años. Vive en pareja. Consultor especializado en cambio de cultura organizacional. Durante muchos años estuvo resentido hacia sus padres. Pasar del victimismo a la responsabilidad le ha permitido desarrollar la gratitud y la aceptación.
“Lo mejor que podemos hacer por nuestros padres es ser felices”
“Mis padres se separaron cuando yo tenía ocho años. Y dos años más tarde, mi hermano se fue a vivir con mi padre y yo me quedé con mi madre. Fue una experiencia muy traumática. Se crearon dos bandos, y sufrí mucho. En ese contexto de desamparo establecí, de forma inconsciente, un vínculo de dependencia que me terminó pasando factura. Durante muchos años culpé a mi madre de mis problemas a la hora de intimar en mis relaciones sentimentales. Y con el paso del tiempo el resentimiento hacia mis padres fue creciendo. No les aceptaba. Les recriminaba lo mal que lo habían hecho. Un día entendí que tenía dos opciones: podía seguir juzgándolos o podía aprender a amarlos. Me di cuenta que respetar a mis padres pasaba por respetar su destino. Ellos también estaban aprendiendo. Entonces asumí otro rol equivocado: quise salvarles y protegerles, ocupando un papel que no me correspondía. Me di cuenta de que esa postura era muy arrogante por mi parte. Así también les estaba faltando al respeto. ¿Cómo iba a poder recibir algo de mis padres si me creía mejor que ellos? Asumí que los problemas entre mi madre y mi padre eran asunto suyo. Aprendí a aceptarlos. El amor empieza por amarnos a nosotros mismos; sólo así podemos amar a nuestros padres sin condiciones. Hoy puedo afirmar que cuando rechazamos a nuestros padres –lo que han sido y lo que nos han dado– nos convertimos en mendigos. He comprendido que los padres han venido a este mundo a dar y los hijos, a recibir. Y que hasta que no tomemos a nuestros padres desde el corazón no podremos mantener relaciones plenamente satisfactorias. Ya no les reprocho nada. Sé que lo hicieron lo mejor que pudieron. Es más, agradezco de corazón todas las decisiones que tomaron. El sufrimiento me permitió adentrarme en una búsqueda interior que me ha hecho ser más consciente de lo que quiero realmente en la vida. Lo único que les debo a mis padres es ser yo mismo.”
Tener hijos no nos convierte en padres (ni madres), del mismo modo en que tener una guitarra no nos vuelve guitarristas. Esta es la razón por la que a muchos no nos queda más remedio que aprender a través de nuestra experiencia. Un proceso que irremediablemente nos lleva a cometer errores. En el nombre de nuestras mejores intenciones tomamos decisiones, actitudes y comportamientos pensando en lo que creemos que es mejor para nuestros hijos. Sin embargo, con el tiempo y la distancia, a veces nos damos cuenta de que hicimos lo que hicimos porque, en realidad, era lo mejor para nosotros.
Esta toma de consciencia forma parte del aprendizaje, tanto para los padres (y las madres) como para los hijos. Y como no podía ser de otra manera, muchos de estos no lo comprenderán ni lo aceptarán hasta que pasen ellos mismos por la misma experiencia. Es un círculo tan inmutable como eterno: normalmente empezamos a empatizar con nuestros progenitores cuando tenemos hijos. Tal y como ha hecho Marc Singer, llega un día que incluso somos lo suficientemente humildes para perdonarlos, reservándoles un lugar privilegiado en nuestro corazón.
Eso sí, antes de dar el importante paso de la paternidad, nunca está de más reflexionar dicha decisión detenidamente. En este sentido, ¿qué nos lleva a contraer matrimonio? Y más importante todavía: desde un punto de vista emocional, ¿estamos verdaderamente trabajados para asumir la responsabilidad que implica ser padres? Si bien no existen estudios cualitativos que respondan a estas preguntas, los datos no son demasiado alentadores. En la última década, España ha registrado el mayor incremento de toda Europa en el número de divorcios, pasando de 36.072 en 1998 a 110.036 en 2008, según el Instituto de Política Familiar. Según esta estadística, se produce un divorcio cada cinco minutos.
Superada la etapa del enamoramiento, muy pocas relaciones mantienen encendida la llama del amor. Y esto es algo que terminan pagando nuestros retoños. Generación tras generación, los adultos seguimos priorizando nuestro interés personal en detrimento del bienestar de nuestros hijos. Estamos tan cegados por lo que creemos que puede aportarnos un bebé a nuestra existencia, que apenas reflexionamos si estamos en condiciones de amarlo y educarlo tal y como éste necesita.
Laura Ubalde. 45 años. Casada y con dos hijos. Economista y consultora. Acompañar a su madre durante la fase terminal de un cáncer hizo que su vida cambiara de sentido.
“Si no sientes gratitud hacia tus padres es que los miras desde un enfoque equivocado”
“Mi relación con mi madre estaba marcada por la superficialidad. Nuestras conversaciones acostumbraban a ser intrascendentes. No tenía ganas de mostrarle mi cariño; sentía que estábamos separadas por un muro emocional, que incluso impedía cualquier posibilidad de darnos un abrazo. Todo ello me generaba un profundo sentimiento de culpa. Pero todo cambió hace tres años, cuando le diagnosticaron un cáncer en fase terminal. A la noticia, transcurrieron 25 días de intensas vivencias hasta su muerte. Me sorprendió mucho la entereza y la aceptación con la que afrontó aquel proceso. Se me abrieron los ojos y el corazón. Así fue como redescubrí a mi madre: una mujer amorosa, generosa, fuerte, valiente y sabia. En medio de aquel doloroso escenario, eligió disfrutar de sus últimos días de vida, buscando nuestras manos y nuestras caricias. Consciente de su inminente muerte, nos dio a todos una lección de amor incondicional. Gracias a ella entendí que la vida es justamente eso: estar presente, agradeciendo y valorando lo que nos traiga cada momento. Su muerte me hizo empezar a vivir de verdad. Hasta aquel día, mi existencia estaba marcada por la seguridad y la rutina. Y así llevaba 21 años. Pero aquella experiencia me dio el coraje de apostar por mí misma. Decidí cambiar mi trayectoria profesional y vital, iniciando un camino de desarrollo personal. Estoy de acuerdo en que ser padre o madre no es fácil. Pero tampoco lo es ser hijo o hija, buscando siempre su aprobación. Muchos hijos se frustran por no ser amados por sus padres. Sin embargo, hay que tener en cuenta de que ellos tampoco recibieron ese amor y con frecuencia ni siquiera saben cómo expresarlo. Con mis hijos, ya adolescentes, estoy apostando por la confianza en detrimento del control, demostrándoles más mis sentimientos, lo que está enriqueciendo nuestro vínculo enormemente.”
Ahora mismo, la media de hijos es de 1,33 en el caso de las madres españolas –que conciben su primer retoño a los 31 años– y de 1,69 en el caso de las madres extranjeras afincadas en este país, según el Instituto Nacional de Estadística. Más allá de estos datos –y de la necesidad biológica de preservar nuestra especie–, ¿por qué tenemos hijos? Esta fue una de las preguntas que motivó la elaboración del estudio “La infancia y la maternidad en España 2010”. Un grupo de expertos realizó 1.000 encuestas a mujeres con edades comprendidas entre los 18 y los 45 años de todo el territorio nacional. De éstas, más de la mitad ya son madres y las que todavía no lo son tienen la intención de serlo en el futuro. El 13% de las encuestadas, por su parte, afirmó que renuncian a la maternidad, una postura adoptada por cada vez más parejas.
Según este estudio, existen tres razones principales por las que se quiere tener descendencia: 1)Sentirse realizadas como mujer, 2)la relevancia social que implica tener un bebé y 3)el efecto positivo que un recién nacido tiene en la relación de pareja. Estas respuestas ponen de manifiesto la perspectiva egocéntrica con la que, en general, nos embarcamos en la aventura de ser padres.
Y lo cierto es que este “egocentrismo paternal” no tiene nada de nuevo. Hace más de cinco décadas, el psicólogo humanista norteamericano Carl Rogers (1902-1987) constató que “normalmente deseamos tener un hijo para cumplir con lo que nuestra familia y la sociedad espera de nosotros”. También para “crear un vínculo afectivo con nuestra pareja, de la que nos sentimos distanciados”. En algunos casos, “los hijos también se convierten en un juguete con el que entretenernos y escapar así del aburrimiento, el vacío y la monotonía de una vida carente de propósito y sentido”.
Según las tesis planteadas por Rogers, “nuestros deseos egoístas no son motivo suficiente para concebir un hijo”. En el caso de llegar el momento oportuno, “nuestro corazón siente una aspiración mucho más trascendente y altruista: contribuir con nuestro granito de arena en la evolución consciente de la humanidad, comprometiéndonos con desarrollar todo el potencial del recién nacido”, afirma este psicólogo, autor de El proceso de convertirse en persona y El matrimonio y sus alternativas.
Para lograrlo, primero hemos de echarnos un vistazo a nosotros mismos. No en vano, “para poder ser un buen padre se debe contar con la comprensión suficiente para disfrutar de una vida equilibrada y plena”. Antes de dedicarnos a atender emocionalmente a nuestros hijos, primero hemos haberlo hecho con nosotros mismos. Sólo así asumiremos nuestro nuevo rol de forma madura y responsable, tal y como explica Laura Ubalde. En palabras de Rogers, “si bien en general se tienen hijos porque toca, no hemos de olvidar que ser padre es un milagro biológico; es el don más preciado de nuestra existencia y requiere cierto esfuerzo por nuestra parte ser dignos de disfrutarlo”.
Montserrat Ras Mallorquí. 35 años. Divorciada. Profesora de arte. Como consecuencia de una serie de conflictos con su madre, hace años que decidió finalizar la relación con su familia.
“La vida nos trata tal y como nos tratamos a nosotros mismos”
“Desde que era una niña siempre tuve la sensación de que yo no debí haber nacido. Mi madre solía repetirme una y otra vez que el sueño de su vida era haber tenido un hijo varón. Y aprovechaba diferentes momentos y situaciones para mostrar su desprecio hacia mí. A su lado llegué a sentirme culpable, sin saber demasiado bien por qué. Es como si hubiera hecho algo monstruoso. Con los años, su actitud y su conducta llegaron a unos niveles tan perturbadores que pensé que definitivamente no merecía ser amada, ni por mis padres ni por nadie. Lo paradójico es que creía que sólo podría redimirme si era capaz de conseguir la aceptación, la aprobación y el cariño de mi madre. Estas creencias me mantuvieron atrapada en un destructivo círculo vicioso. Durante muchos años he luchado por conseguir el afecto de mis padres y de otras personas importantes de mi vida. Y lo cierto es que he perdido estrepitosamente. Desde hace unos años las cosas están cambiando. No puedo olvidar todo lo que he sufrido, pero ya no me victimizo. Ahora soy consciente de que yo misma me he hecho mucho daño por mi falta de autoestima. He aprendido que nadie puede maltratarme psicológicamente sin mi consentimiento. El hecho de haberme mantenido en una situación nociva para mi salud mental es una decisión que yo tomé libremente. Echarme la culpa es una pérdida de tiempo y de energía. Estoy aprendiendo a ser dueña de mi mente y, en consecuencia, de las decisiones que tomo en mi día a día. Sé que no es una afirmación muy popular, pero es posible que mi familia quede fuera de mi proyecto vital. Ha sido la herramienta que la vida me ha ofrecido para que pueda aprender algo sobre mí. Todos somos maestros de todos, del modo más impredecible.”
La historia de Montserrat Ras Mallorquí revela una verdad incómoda: no hay relaciones más amorosas y a la vez tan conflictivas como las que se crean en el seno de la familia. Con los años, nuestro hogar puede convertirse en un nido de cariño, ternura y complicidad, pero también en un tribunal despiadado y frío, en el que cada miembro asume los roles de juez, verdugo y víctima. Además, en el nombre de la confianza, parece como si tuviéramos carta blanca para decir lo que pensamos sin tener que pensar en lo que decimos. En ocasiones y casi sin darnos cuenta, terminamos pagando nuestro malestar los unos con los otros, abriendo heridas cada vez más difíciles de cicatrizar.
Frente a este contexto, cabe preguntarse: ¿cuál es la raíz de todos estos problemas y conflictos? Si bien no existe una sola respuesta, muchos expertos hablan acerca de la “paternidad inconsciente”. Se trata de un fenómeno que viene repitiéndose a lo largo de los siglos, y que va traspasándose de generación en generación por medio del condicionamiento promovido por el orden establecido. El resultado es bien conocido por todos: se le denomina “pensamiento único”. Es decir, la manera normal y común en la que una determinada sociedad piensa, entiende y se relaciona con la vida.
Esta es la razón por la que dependiendo del lugar donde nacemos solemos utilizar un determinado idioma, defender una determinada cultura, estar afiliados a un determinado partido político, seguir a una determinada religión e incluso apoyar a un determinado equipo de fútbol. Normalmente no elegimos nuestras creencias (que condicionan nuestra forma de comprender la vida), nuestros valores (que influyen en nuestra toma de decisiones) y nuestras aspiraciones (que marcan aquello que deseamos conseguir). Todo ello nos es determinado durante nuestro proceso de condicionamiento.
Llegados a este punto, caber recordar que cuando nacen los niños son como una hoja en blanco: limpios, puros y sin limitaciones ni prejuicios de ningún tipo. Al ver el mundo por primera vez, se asombran por todas las cosas que en él suceden. Ése es el tesoro de la inocencia. Tan sólo hay que ver la cara que ponemos los adultos cuando miramos cómo juega un niño a nuestro alrededor. Solemos sonreír, disipando por unos momentos la nube gris que normalmente distorsiona nuestra manera de ver y de interpretar la realidad.
Sin embargo, “los padres inconscientes creen erróneamente que sus hijos son una más de sus posesiones, y en vez de darles lo que verdaderamente necesitan (cariño, atención, aceptación, libertad y mucho amor) les ponen todo tipo de límites, inculcándoles creencias, valores y aspiraciones que definan quienes han de ser, cómo deben comportarse y de qué manera deben vivir”. Son palabras del reconocido psicólogo y filósofo alemán, Erich Fromm (1900-1980), autor de La patología de la normalidad, El arte de amar y El miedo a la libertad.
“La paternidad inconsciente no tiene como finalidad desarrollar el potencial único de cada recién nacido, sino en garantizar que éste se convierta en un adulto normal, alineado con los cánones de pensamiento impuestos por la sociedad”. Así es como poco a poco “la inocencia va siendo sepultada por una capa de ignorancia, obstaculizando que cada ser humano realice su propio descubrimiento de la vida”. Y es que una cosa es poner límites y, otra bien distinta, imponer limitaciones. Lo curioso es que “los padres inconscientes hacen con sus hijos exactamente lo que les hicieron a ellos cuando eran niños”. De ahí que se diga que todos somos hijos de víctimas, que a su vez son hijos de víctimas, que a su vez fueron hijos de víctimas…
Eduardo Grimal Lledó. 32 años. Vive en pareja. Entrenador personal. Tras varios años de distanciamiento físico y emocional, el duelo compartido por la muerte de su padre hizo que se fortalecieran los lazos entre su madre y sus hermanos.
“La muerte de mi padre nos ha unido como familia”
“Mis padres me educaron a mí y mis otros tres hermanos para respetarnos mutuamente. Recuerdo que nos decían que fuera cual fuera el motivo de una discusión, jamás nos insultáramos. Que siempre tratáramos de no dañar nuestra relación. Y lo cierto es que la gente se sorprendía de ver cuatro hermanos tan bien avenidos. Era el resultado de un esfuerzo y un trabajo diario. Los años fueron pasando y todos nos fuimos haciendo mayores. De mis hermanos, una vive en Bilbao, dos en Zaragoza y yo en Barcelona. Más allá de este distanciamiento físico, con el tiempo me fui distanciando emocionalmente de mi padre. Habíamos perdido la capacidad de disfrutar el uno del otro. Y supongo que la inercia me llevó a conformarme con esta situación. Más tarde, mi padre padeció un primer infarto. Recuerdo que me hizo tomar consciencia de que si bien no estábamos mal, como familia podíamos estar mucho mejor. Y con el segundo y definitivo, algo cambió para siempre en mi corazón. Y por lo visto, también en el de mi madre y mis hermanos. Desde su muerte, hace ya cuatro años, nuestro vínculo familiar no ha dejado de crecer y fortalecerse. Hacemos lo posible para estar en contacto. Y cuando nos reunimos, nuestro padre parece estar presente. Y una vez al año nos reúne en un pequeño pueblo de Andorra donde reposan sus cenizas. Es más que una reunión familiar: una celebración por la vida y el amor. Su ausencia está siendo un aprendizaje para todos. Nos ha hecho crecer y madurar, valorando todavía más la grandeza de poder contar unos con otros.”
La paternidad inconsciente suele generar dos tipos de reacciones en los hijos: “los hay que literalmente se convierten en sus padres, adoptando el mismo estilo de vida”, sostiene el psicólogo Erich Fromm. De hecho, “muchos copian y reproducen según que comportamientos de sus padres a la hora de relacionarse con sus propios hijos”. Por el contrario, “los hay que se rebelan, entrando en conflicto con el canon marcado por sus progenitores”. En estos casos, “los hijos suelen construir un mundo personal, social y profesional opuesto al determinado por su entorno familiar”.
Más allá de estos dos extremos, Fromm propone que los hijos nos “emancipemos emocionalmente” de nuestros padres. Sólo así podremos lograr “un sano equilibrio entre el legado familiar y la posibilidad de seguir nuestro propio camino en la vida”. Desde la óptica del psicoanálisis, a este proceso se le conoce como “matar al padre”. Por supuesto, “no se trata de acabar con nuestros progenitores físicamente, pero sí de trascender su influencia psicológica, liberándonos de la necesidad de ser aceptados, valorados y amados por ellos”.
Esta metáfora es una invitación a asumir la responsabilidad de nuestra vida emocional, tal y como ha hecho Eduardo Grimal. Así es como podemos dejar de victimizarnos y de culpar a nuestros padres por la manera en la que nos condicionaron durante la infancia y por la forma en la que se relacionan con nosotros ahora. Más que nada porque “movidos por sus buenas intenciones, nuestros padres siempre lo hacen lo mejor que pueden en base a su grado de comprensión y a su nivel de consciencia”, concluye Fromm.
Pilar García Fuertes. 49 años. Divorciada; vive con su hija, Marina, que acaba de cumplir 18 años. Directora del Museo del Ferrocarril de Cataluña. La evolución del vínculo afectivo con sus padres le ha ayudado a educar a su hija de forma consciente y amorosa.
“Amo tanto a mi hija que quiero que sea libre de mí”
“Soy hija única. Durante muchos años estuve en desacuerdo con la actitud sobreprotectora y la conducta rígida que mis padres tuvieron hacia mí durante mi niñez y adolescencia. No alcanzaba a entenderles y, por tanto, me costaba aceptarlos y amarlos tal y como eran. Iban pasando los años y no acababa de conectar con ellos. Pero todo cambió en el 2003, un año antes de que mis padres celebraran sus cincuenta años de casados. Como regalo, decidí escribirles un libro. Además de inmortalizar sus vidas y las de sus antepasados, también describí el escenario dónde éstas habían transcurrido. El resultado de esa honda reflexión tuvo derivadas que yo no había previsto: les comprendí. Tomé consciencia del escenario en el que habían ejercido su rol de padres y me reconcilié íntimamente con ellos, experimentando una gran ternura a la vez que una definitiva reconexión. De mi madre he aprendido a amar a mi hija incondicionalmente. La diferencia es que yo la quiero libre, libre incluso de mí. Soy consciente de que esta conducta va ligada a la sobreprotección que recibí de mis padres. Desde antes de que naciera quise crear una relación alegre, dialogante, intensa, respetuosa, independiente… Y hoy puedo afirmar que nuestro vínculo es mejor de lo soñado. Diría que los cimientos para conseguirlo han sido: la voluntad de construirlo, los besos, la confianza, la intimidad y, sobretodo, un amor desmesurado. En general, el tiempo que se relacionan padres e hijos como adultos es mucho más largo que el anterior. Por eso soy partidaria de acompañarlos desde pequeños con consciencia de estar guiando a personas que han de ser adultos responsables, generosos y autónomos. Creo que es necesario –aunque nada fácil– aprender a soltar y a aceptar a los hijos tal y como son. Y ahora sé que el amor, el amor en mayúsculas, cuando es un verbo, pone alas.”
Al convertirnos en adultos, los hijos solemos quejarnos por la mochila familiar que cargamos sobre nuestras espaldas, repleta de miedos, complejos y frustraciones. Sobretodo porque este exceso de equipaje suele condicionar y limitar nuestra manera de relacionarnos con los demás. Pero tal y como descubrió Pilar García Fuertes, debido al tipo de infancia y de condicionamiento que recibieron en su día, nuestros padres suelen cargar con una maleta bastante más pesada que la nuestra.
Por ello, la conquista de nuestra independencia emocional no pasa por confrontar ni enemistarnos con nuestros progenitores. Por más que nos moleste, están en su derecho de opinar acerca de cómo les gustaría que fuera nuestra vida. Así, “el reto consiste en aprender a autoabastecernos emocionalmente, fortaleciendo nuestra autoestima”, sostiene Darío Lostado, profesor de psicología y filosofía de la Universidad de Chile. “Sólo así podremos despedirnos definitivamente de la necesidad de que nuestros padres sean diferentes a cómo hoy son”.
Además, “lo que no resolvemos con nuestros padres, lo trasladamos a nuestros hijos”, añade Lostado, autor de La alegría de ser tú mismo. De ahí que esta emancipación emocional sea el pilar sobre el que se asienta la “paternidad consciente”, que más allá de condicionar a los hijos, promueve una auténtica educación. Etimológicamente, uno de los significados de la palabra latina “educare” es “conducir de la oscuridad a la luz”. Es decir, “extraer algo que está en nuestro interior, desarrollando todo nuestro potencial”. Así, “nuestra función como padres no consiste en proyectar nuestra manera de ver el mundo sobre nuestros hijos, sino en acompañarles para que ellos mismos descubran su propia forma de mirarlo, comprenderlo y disfrutarlo”.
Para saber si verdaderamente hemos sanado nuestras heridas, basta con que pasemos un fin de semana con nuestros padres. “Si somos capaces de relacionarnos con ellos con aceptación (dejando de reaccionar frente a según que comentarios), empatía (tratando de comprenderles, en vez de querer que nos comprendan primero a nosotros) y compasión (dando lo mejor de nosotros mismos desde el corazón), quiere decir que estamos preparados para tener y educar hijos de forma consciente, madura y responsable”, afirma Lostado. Y concluye: “Quien no acepta, perdona y ama a sus padres, suele terminar siendo una carga para sus hijos”.
Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 5 de septiembre de 2010.