Por Borja Vilaseca

Es tal la cantidad de mentiras, apariencias y farsas que gobiernan nuestra existencia, que algunos individuos están empezando a tener sed de verdad. De su verdad. De la verdad acerca de quiénes son. Sin embargo, estamos muertos de miedo para dar el primer paso que nos conduce hasta ella. No estamos dispuestos a pagar el precio de soltar lo conocido -la identificación con el ego- para aventurarnos a lo nuevo e inexplorado: el viaje hacia el ser esencial.

Más allá de nuestros temores y boicots internos, la vida anhela que vivamos conscientemente. La vida conspira para que manifestemos nuestra singularidad y autenticidad. Y en definitiva, la vida nos empuja para que nos quitemos la careta y nos atrevamos a ser quienes verdaderamente somos. Y justo por eso -porque nos resistimos a serlo- nos manda ayuda en forma de «adversidad». Por más que en un primer momento nos cueste de aceptar, este tipo de situaciones complicadas suceden -fundamentalmente- porque vivimos dormidos a lo espiritual. De ahí que su función sea hacernos despertar.

Metafóricamente, lo que somos en esencia es como un diamante, la piedra preciosa más bonita y valiosa del mundo. El problema es que está enterrada bajo capas, capas y más capas de cemento, un material tan sólido que no se va a romper por sí mismo. Entonces, ¿qué necesitamos para acceder nuevamente al diamante? Pues unas cuantas bofetadas por parte de la vida, que actúa como una black and decker para ayudarnos a destruir ese hormigón. Solo así podemos ir creando grietas e ir abriéndonos paso hasta reconectar nuevamente con ese brillante que es nuestra naturaleza esencial.

Debido a la forma en la que hemos sido condicionados para mirar e interpretar la realidad, llamamos «desgracia», «infortunio», «tragedia», «injusticia» o simplemente «mala suerte» a lo que atenta contra nuestra «felicidad egoica». Es decir, a la pérdida de cualquier persona, situación u objeto externos al que estamos apegados y que -por ende- consideramos la causa de nuestra satisfacción y bienestar. El ego es posesivo por naturaleza. Y sufre cuando le arrebatan lo que cree que es suyo. Mis padres. Mi pareja. Mis hijos. Mis amigos. Mi casa. Mi trabajo. Mi dinero. Mi coche

Sin embargo, nada ni nadie nos pertenece. Eso sí, que no sea nuestro no significa que no podamos disfrutarlo mientras está a nuestro alcance. Pero hemos de ir con mucho cuidado para no acabar siendo dependientes de lo que está fuera de nosotros mismos. Más que nada porque el apego lo convierte todo en «pseudofelicidad». Es decir, en algo que aparentemente parece felicidad pero que en realidad no lo es. Cualquier cosa o relación externa a la que nos aferremos en el fondo es otro parche con el que tapar el vacío existencial que nos provoca vivir desconectados de nuestro diamante interior.

Cuanto más nos perdemos en el mundo, más duro y grueso se vuelve el cemento que nos separa del ser esencial. Y cuanto más grande es la distancia, mayor es también el dolor que sentimos por desconexión. De ahí que la adversidad sea una invitación para cambiar el foco de atención: de fuera hacia dentro. Debido a nuestra enorme resistencia al cambio, la única manera de conseguirlo es a través de la pérdida de algo o alguien que veníamos llamando equivocadamente «felicidad». Y dado que tendemos a darles todo el protagonismo a nuestras circunstancias externas, de pronto sentimos que nuestra vida entera se derrumba. Es entonces cuando nos sumergimos en una profunda «crisis espiritual». Es decir, un periodo de reflexión profunda acerca de quiénes somos y para qué estamos en este mundo.

LA GOTA QUE DESBORDA EL VASO
“Las flores que crecen en la adversidad son las más bellas de todas.”
(Proverbio chino)

Arquetípicamente, este momento de la vida en el que todo se funde a negro y nada parece tener sentido suele suceder tras ser despedidos del trabajo, padecer una grave enfermedad, sufrir una ruptura sentimental, perder a un ser querido o haber estado a punto de morir en un accidente. Independientemente de lo que nos haya sucedido, este acontecimiento adverso supone un punto de inflexión en nuestra existencia. Es la gota que desborda el vaso. Y lo que provoca que nuestras creencias -sean religiosas, agnósticas o ateas- se desmoronen, dando lugar a una época marcada por la angustiosa sensación de soledad y desolación. De ahí que se le llame «la noche oscura del alma».

Sin duda alguna, se trata de uno de los momentos más trascendentes de nuestra existencia. Y deviene cuando llegamos a una saturación de sufrimiento. Es decir, cuando ya no podemos sufrir más, alcanzando un punto de malestar y perturbación en el que terminamos hartos de nosotros. A su vez, estamos completamente peleados con la vida, con el universo, con dios o como prefiramos llamarlo. Sin embargo, lo que en realidad está sucediendo es que el ego no puede más de sí mismo, del conflicto interno que ha creado en nuestro interior. Y es precisamente este exceso de egocentrismo la causa última de nuestra depresión. 

Debido a la saturación de sufrimiento nuestro nivel de malestar es superior a nuestro miedo al cambio. Es entonces cuando dejamos de estar cómodos en nuestra zona de confort, empezando a explorar con humildad, honestidad y valentía lo nuevo y lo desconocido. Más que nada porque sentimos que no tenemos nada que perder. De ahí que empecemos a llevar nuestra mirada hacia dentro para hacer algo verdaderamente revolucionario: agarrar voluntariamente un mazo con el que seguir destruyendo el cemento que nos separa de nuestro diamante interior. Es decir, confrontar nuestras creencias y nuestra forma de pensar, abriendo nuestra mente y nuestro corazón para ver e interpretar la realidad con otros ojos.

La paradoja del sufrimiento es que si bien es causado por el ego, con el tiempo se convierte en el motor que nos motiva cuestionar y trascender a este yo ficticio. Esta es la razón por la que las personas que han afrontado grandes tragedias -atravesando por momentos de tinieblas y oscuridad- son las que mayor potencial de iluminación tienen. No en vano, cuanto más intensa es la pesadilla, más acuciante es la necesidad de despertar.

Por eso se dice que las peores experiencias de la vida pueden ser también las mejores. En caso de aprovechar la adversidad para crecer y evolucionar espiritualmente, tarde o temprano llega un día en que dicha pérdida se convierte en una ganancia. Principalmente porque tomamos consciencia de que no sufríamos por lo que aparentemente habíamos perdido, sino por habernos perdido a nosotros mismos primero. Al quitarnos de encima todas las capas de cemento y hormigón reconectamos con nuestro diamante interior. Es entonces cuando comprehendemos que la verdadera felicidad reside en nuestro interior y solo depende de nosotros mismos cultivarla. 

Sentir que somos un ser completo revoluciona nuestra manera de estar en este mundo, así como nuestra forma de relacionarnos con los demás. Y es una sensación tan valiosa que solo podemos sentir agradecimiento por todas aquellas peores-mejores experiencias que nos han posibilitado realizar este proceso de aprendizaje. De hecho, a partir de entonces comenzamos a ver los «problemas» como «oportunidades» y los «infortunios» como «pruebas de superación». E incluso le damos la vuelta por completo a la palabra «desgracia», empezándola a ver como «gratitud en potencia».

Independientemente de cómo decidamos afrontar situaciones difíciles y circunstancias complicadas, es fundamental tener muy clara una cosa: si a día de hoy no sabemos ser felices por nosotros mismos y nos estamos conformando con parches y sucedáneos, que sepamos que a la vuelta de la esquina de nuestra vida nos está esperando esa gran dama de la transformación llamada «adversidad».

*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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