Por Borja Vilaseca

Nuestra vida se asienta sobre un sistema que promueve un estilo de vida materialista. De ahí que, en ocasiones, nos dejemos llevar por la búsqueda obsesiva de dinero y riquezas, obviando nuestras verdaderas necesidades.

Por incoherente y absurdo que pueda parecer, cuanto más progreso económico desarrolla una sociedad, más infelices suelen ser los seres humanos que la componen. De ahí que algunos de los países más ricos del mundo, como Suecia, Noruega, Finlandia y Estados Unidos, cuenten, paradójicamente, con las tasas de suicidio más elevadas del planeta.

Aunque no se suele hablar de ello, se trata de una cifra que crece anualmente. Así, la prestigiosa revista de medicina británica, The Lancet, publicó en 2009 un estudio realizado por los Centros de Investigación sobre el Suicidio de las universidades de Oxford, en el Reino Unido, y de Gand, en Bélgica, que estimaba que un millón de seres humanos se quitan la vida cada año. Y según datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio (IASP), al menos otros 15 millones de personas lo intentan anualmente sin conseguirlo.

Haciendo caso omiso a la incómoda verdad que se esconde detrás de estas estadísticas, la mayoría de naciones están adoptando las creencias y los valores promovidos por el estilo de vida materialista y deshumanizado imperante en la actualidad. A este fenómeno se le conoce como “globalización”, un proceso por el cual el sistema de libre mercado, guiado por el obsesivo e insostenible afán de crecimiento económico de las corporaciones, está dificultando a los seres humanos desarrollar el altruismo y alcanzar la plenitud.

LA SOCIEDAD DEL MALESTAR
“El crecimiento económico del sistema capitalista se sustenta gracias a la insatisfacción de la sociedad.”
(Clive Hamilton)

Como consecuencia de la epidemia de malestar y sinsentido que padecen muchos seres humanos, en el ámbito de la investigación universitaria ha nacido una nueva especialidad profesional: el ‘comportamiento económico’, que estudia la influencia que tiene la psicología sobre la economía y ésta sobre la actitud y la conducta de individuos y organizaciones. Entre otros expertos, destaca el economista norteamericano George F. Lowenstein, cuyo nombre aparece en algunas quinielas como candidato a recibir el Premio Nobel de Economía a lo largo de la próxima década.

Al analizar el escenario socio-económico actual, la pregunta aparece por sí sola: ¿Es el sistema capitalista el que nos condiciona para convertirnos en personas competitivas, ambiciosas y corruptas o somos nosotros los que hemos creado una economía a nuestra imagen y semejanza? ¿Qué viene antes: el huevo o la gallina? De las tesis formuladas por Loewenstein se desprende que en este caso el huevo es la gallina. Es decir, que nuestra incapacidad de ser felices nos ha vuelto codiciosos, convirtiendo el mundo en un negocio en el que nadie gana y todos salimos perdiendo. Y en paralelo, el sistema monetario sobre el que se asienta nuestra existencia dificulta y obstaculiza la ética y la generosidad que anidan en lo profundo de cada corazón humano.

Pero entonces, ¿qué es la codicia? ¿De dónde nace? ¿Adónde nos conduce? Etimológicamente procede del latín “cupiditas”, que significa “desear, tener ganas de” y es sinónimo de “ambición” o “afán excesivo”. Así, la codicia es el afán por desear más de lo que se tiene; la ambición por querer más de lo que se ha conseguido. De ahí que no importe lo que hagamos o lo que tengamos; la codicia nunca se detiene. Siempre quiere más. Es insaciable por naturaleza. Actúa como un veneno que nos corroe el corazón y nos ciega el entendimiento, llevándonos a perder de vista lo que de verdad necesitamos para construir una vida equilibrada, feliz y con sentido.

LA CORRUPCIÓN DEL ALMA
“La riqueza material es como el agua salada; cuanto más se bebe, más sed da.”
(Arthur Schopenhauer)

Últimamente se ha hablado mucho del presidente del Palau de la Música, Fèlix Millet, al que se le acusa de haber robado cerca de 10 millones de euros. O del multimillonario Bernard Madoff. Su caso es todavía más escandaloso. El miércoles 10 de diciembre de 2008 era considerado un brillante gestor de inversiones y tenía fama de filántropo. Sin embargo, al día siguiente le confesó a sus hijos Andrew y Mark que su vida era “una gran mentira”. El imperio económico que había construido a lo largo de las últimas décadas se sustentaba en la codicia, la estafa y la corrupción.

Tras ser arrestado y procesado, Madoff fue condenado el pasado 29 de junio de 2009 a 150 años de cárcel por ser el responsable del mayor fraude financiero de toda la historia, cifrado en más de 35.000 millones de euros. Y lo cierto es que su caso lleva tiempo dando mucho que reflexionar. ¿Qué motiva a un hombre que lo tiene todo a querer todavía más? ¿Por qué tantas personas se vuelven corruptas, mezquinas y perversas cuando alcanzan el poder?

Para muchos psicólogos, personas como Madoff o Millet representan la punta del iceberg de uno de los dramas contemporáneos más extendidos en la sociedad: “la corrupción del alma”. Así se denomina la conducta de las personas que se traicionan a sí mismas, a su conciencia moral, pues en última instancia todos los seres humanos sabemos cuándo estamos haciendo lo correcto y cuándo no. Y es que para cometer actos corruptos, primero tenemos que habernos corrompido por dentro. Y esto implica marginar nuestros valores éticos esenciales –como la integridad, la honestidad, la generosidad y el altruismo– en beneficio de nuestro propio interés.

RICOS POR FUERA, POBRES POR DENTRO
“Nada que esté fuera de ti podrá nunca proporcionarte lo que estás buscando.”
(Byron Katie)

Según las investigaciones científicas de Loewenstein, cuando las personas son víctimas de su codicia entran en una carrera por lograr y acumular poder, prestigio, dinero, fama y otro tipo de riquezas materiales. Quienes cruzan la línea una vez, tienden a cruzarla constantemente. Las personas codiciosas se engañan a sí mismas; siempre encuentran excusas para justificar sus decisiones y actos corruptos. El hecho de que los demás lo hagan, ya es suficiente para hacerlo. Sin embargo, la sombra de su conciencia moral les persigue de por vida. Al corromper su alma y traicionar sus valores intrínsecamente humanos, por más tengan y consigan, siempre se sentirán vacías e infelices.

Una vez ascienden por la escalera que creen que les conducirá al éxito y, en consecuencia, a la felicidad, comienzan a ser esclavas del miedo a perder lo que han conseguido. De ahí que se vuelvan todavía más inseguras y desconfiadas, invirtiendo mucho tiempo y dinero en protegerse y proteger lo que poseen. Y no sólo eso. Se sabe de muchos casos en los que las personas codiciosas terminan aislándose de los demás, con lo que su grado de desconexión emocional aumenta y su nivel de egocentrismo se multiplica.

Por eso muchas intentan compensar su malestar con el placer y la satisfacción a corto plazo que proporciona la vida material. Y para conseguirlo necesitan cada vez más dinero, lo que les lleva, en algunos casos, a cometer estafas en sus propias organizaciones, tal y como hicieron Madoff y Millet. Según un informe de la consultora Deloitte, “más de seis de cada 10 fraudes empresariales se cometen desde dentro”. Y se estima que muchos se planean en los despachos de la cúpula directiva. Que se desvele la corrupción y se haga pública, eso ya es otra historia.

En palabras de Loewenstein, “la codicia es una semilla que crece y se desarrolla en aquellas personas que padecen un profundo vacío existencial, sintiendo que sus vidas carecen de propósito y sentido”. Y es que tenemos de todo, pero ¿nos tenemos a nosotros mismos? Así, la codicia nace de una carencia interior no saciada, y de la falsa creencia de que podremos llenar ese vacío con poder, dinero, reconocimiento y, en definitiva, con un estilo de vida materialista, basado en el consumo y el entretenimiento.

LA FILOSOFÍA DE LA ‘NO NECESIDAD’
“Lo que nos hace ricos o pobres no es nuestro dinero, sino nuestra capacidad de disfrutar.” (Víctor Gay)

Un acaudalado hombre de negocios estaba pasando sus vacaciones en un pueblo costero. Una mañana, andando a paso acelerado por la playa, advirtió la presencia de un pescador que regresaba con su destartalada barca. “¿Has tenido buena pesca?”, le preguntó. El pescador, sonriente, le mostró las tres piezas que había pescado. “Sí, ha sido una buena pesca”, le contestó. El hombre de negocios echó un vistazo a su reloj y le espetó: “Todavía es muy temprano. ¿Cuánto tiempo ha estado pescando?” El pescador le respondió con tranquilidad: “Sólo un ratito.” Y tras una breve pausa, el hombre de negocios le dijo: “Supongo que volverá a salir, ¿no?”

Extrañado, el pescador le preguntó: “¿Volver a salir? ¿Para qué?” “Pues porque así tendría más pescado”, respondió el hombre de negocios, que lo consideraba algo obvio. “¿Y qué haría con él? ¡No lo necesito! Con estas tres piezas tengo suficiente para alimentar a mi familia”, afirmó el pescador. “Mejor entonces, porque así usted podría revenderlo.” “¿Para qué?”, preguntó el pescador, incrédulo. “Para tener más dinero.” “¿Para qué?” “Para cambiar su vieja barca por una nueva, mucho más grande y bonita.” “¿Para qué?” “Para poder pescar mayor cantidad de peces.”

“¿Para qué?” “Así podría contratar a algunos hombres.” “¿Para qué?” “Para que pesquen por usted.” “¿Para qué?” “Para ser rico y poderoso.” El pescador, sin dejar de sonreír, no acababa de entender la mentalidad de aquel hombre de negocios. Sin embargo, volvió a preguntarle: “¿Para qué querría yo ser rico y poderoso?” “Esta es la mejor parte”, asintió el hombre de negocios. “Así podría pasar más tiempo con su familia y descansar cuando quisiera”. El pescador lo miró con una ancha sonrisa y le dijo: “Eso es precisamente lo que voy a hacer ahora mismo.”

Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 6 de junio de 2010.