Por Borja Vilaseca

Los pensamientos son ilusorios, pero pueden crear realidades. Para empezar, dentro de nosotros mismos. A través de un mecanismo llamado «sugestión», la mente produce un efecto psicosomático sobre el cuerpo. Así, cuando nos identificamos con algún pensamiento ficticio en el plano mental -y nos creemos que es verdad- se genera la emoción correspondiente en nuestra dimensión física. Es entonces cuando lo que pensamos se convierte en lo que sentimos. Y lo cierto es que sentir una emoción es algo muy real.

Pero, ¿qué es una «emoción»? Se trata de la respuesta neuroquímica del cuerpo a un pensamiento. Cada una de ellas contiene ciertas sustancias que se disuelven en nuestro organismo físico, provocándonos determinadas sensaciones en nuestro interior. Etimológicamente procede del latín «emovere» que significa «mover»: es la energía y el impulso que nos mueve a tomar una acción determinada. 

Dado que solemos vivir influenciados por creencias limitantes y bombardeados por pensamientos negativos, a veces es tan intenso lo que llegamos a sentir que terminamos ahogándonos en un mar de emociones. Y debido a nuestra falta de educación emocional, muchas de ellas son difíciles de gestionar y -en ocasiones- imposibles de sostener. Soledad. Tristeza. Melancolía. Envidia. Soberbia. Vanidad. Miedo. Inseguridad. Cobardía. Estrés. Ansiedad. Gula. Angustia. Culpa. Pereza. Ira. Rabia. Rencor. Agresividad. Asco. Frustración. Impotencia. Desesperanza…

Este tipo de emociones nos impiden actuar con eficiencia a la hora de afrontar los retos que nos va trayendo cada día. De hecho, nos vuelven mucho más torpes existencialmente hablando. Pongamos como ejemplo que tenemos una importante reunión de trabajo, vamos muy justos de tiempo y de pronto nos encontramos en medio de un inesperado atasco de tráfico. En el caso de vivir dormidos y estar identificados con el ego, seguramente pensemos algo disfuncional tipo: «¡Maldita sea! ¡Voy a llegar tarde! Esto no debería estar sucediendo». 

Si justo en ese preciso instante observamos nuestra mente, enseguida nos damos cuenta de que la historia que nos estamos contando no es real. Tan solo es otro pensamiento. Y esta toma de consciencia provoca que no tenga ninguna influencia sobre nosotros. Lo cierto es que un pensamiento nunca es un problema en sí mismo, sino el hecho de que nos identifiquemos inconscientemente con él.

Por contra, si nos creemos la voz que escuchamos en nuestra cabeza enseguida aparece la emoción correspondiente en nuestro cuerpo. En este caso en forma de ira. Así es como nos tomamos un chupito de cianuro. Y envenenados por esta sustancia química, de pronto nos asaltan más pensamientos cargados de rabia y frustración. De este modo nos sumergimos en un círculo vicioso en el que el pensamiento y la emoción se retroalimentan mutuamente.

SENTIMIENTOS Y ESTADOS DE ÁNIMO
“La experiencia no es lo que te pasa, sino lo que interpretas de lo que te pasa.”
(Aldous Huxley)

Una emoción sostenida durante algún tiempo se convierte en un sentimiento. A su vez, un sentimiento prolongado termina mutando hasta transformarse en un estado de ánimo. Y a lo largo de este proceso nos asaltan de forma automática pensamientos que vibran en esa misma frecuencia energética. No en vano, la mente y el cuerpo están conectados. Son las dos caras de una misma moneda. Nuestro pensar determina nuestro sentir. Y nuestro sentir influye en nuestro pensar. De este modo, si seguimos alimentando la ira que hemos sentido en el atasco de tráfico, es bastante probable que esta emoción se convierta en un permanente sentimiento de frustración, el cual -a su vez-, puede derivar en un estado de amargura crónico. 

Y quién sabe, perturbados por la ira, la frustración y la amargura puede que llegue un día en el que pensemos que «el mundo es imperfecto» y que «la mayoría de personas son inútiles y mediocres». Y eso es precisamente lo que veremos. Al identificarnos inconscientemente con estos pensamientos y sugestionarnos con las emociones correspondientes, quedamos atrapados en otra mazmorra mental invisible llamada «profecía autocumplida». Se trata de una predicción que una vez hecha es en sí misma la causa de que se haga realidad. Así es como nuestra experiencia emocional valida y reafirma aquello en lo que venimos pensando.

Al creernos una y otra vez el pensamiento «la mayoría de personas son inútiles y mediocres», a lo largo de nuestro día a día encontramos un sinfín de hechos que confirman la veracidad de esta afirmación. Principalmente porque este sesgo cognitivo nos lleva a poner el foco de atención en los errores que cometen otras personas y no tanto en sus aciertos. De ahí que tengamos la sensación de que efectivamente la gente sea «inútil y mediocre». Sin embargo, la auténtica inutilidad y la verdadera mediocridad se encuentran en nuestra forma de ver y de interpretar la realidad. 

El mismo error cometemos al lidiar con lo que sentimos emocionalmente en nuestro interior. Estamos convencidos de que nuestras emociones surgen como consecuencia de determinadas situaciones externas, como por ejemplo un atasco de tráfico, el cual consideramos «un suceso incorrecto que no debería estar sucediendo». Más allá de las mentiras que nos cuenta el ego, la incómoda verdad es que la causa de nuestras emociones reside en lo que pensamos en nuestra mente acerca de lo que sucede. Así, la única incorrección en caso de haber alguna es nuestra manera de posicionarnos frente a la realidad.

Eso sí, esta toma de consciencia es demasiado dolorosa para el ego. Esta es la razón por la que en vez de cuestionarnos a nosotros mismos, solemos escoger mirar hacia otro lado. Así es como seguimos por la ancha avenida del autoengaño, creyendo que somos víctimas de nuestras circunstancias. Hipnotizados por la venenosa voz de nuestra cabeza, es una simple cuestión de tiempo que nuestro pensamiento se instaure en la negatividad, generando por sugestión la realidad emocional correspondiente. 

De hecho, llega un momento en el que el dolor que sentimos es tan insoportable que empezamos a reprimir nuestras emociones todo lo que podemos, llegando incluso a dejar de sentir. Así es como nos desconectamos por completo del cuerpo, afianzando la identificación con la mente. Sin embargo, el dolor emocional no se va a ninguna parte. Permanece enquistado en lo más hondo de nosotros y nos sigue a todos lados como una sombra.

APRENDER A GESTIONAR LAS EMOCIONES
“Si estás deprimido estás viviendo el pasado. Si estás ansioso estás viviendo el futuro. Si estás en paz estás viviendo el presente.”
(Lao Tsé)

No se trata de engancharnos ni pelearnos con las emociones. Ni tampoco evitarlas ni reprimirlas. El verdadero desafío es aprender a sentirlas, observarlas y gestionarlas, comprehendiendo que nos dan información muy valiosa sobre la calidad de nuestros pensamientos. Y también sobre nuestro grado de ignorancia o sabiduría a la hora de percibir la realidad. Sentir ira frente a un atasco de tráfico es un claro indicador de que nos estamos equivocando en la forma de interpretar la situación que estamos viviendo. Principalmente porque no es nada funcional ni adaptativo experimentar enfado ante una situación que no podemos cambiar. Nos tomamos un chupito de cianuro para nada. 

Eso sí, el dolor emocional que experimentamos tiene su propia función: molestarnos lo suficiente para que miremos hacia dentro y empecemos a cuestionar la forma de interpretar lo que nos sucede. En eso consiste despertar. No en vano, todo el sufrimiento tiene su origen en la mente. Detrás de nuestras perturbaciones siempre encontramos alguna creencia limitante y algún pensamiento que no está de acuerdo con lo que está sucediendo en cada momento. En vez de juzgarlo y condenarlo, hemos de aprovechar nuestro malestar como lo que verdaderamente es: un útil despertador para darnos cuenta de que nos hemos vuelto a dormir.

Después de ingerir litros y litros de cianuro, tarde o temprano llega un día en el que caemos presos de otro mecanismo psicológico denominado «cuerpo-dolor»[1], un retorcido rasgo del ego que aparece cuando llevamos una temporada muy descentrados. Se trata de un parásito psíquico que ansía tanto la negatividad que convierte el sufrimiento en fuente de placer, volviéndonos adictos a la infelicidad. Es entonces cuando -tiranizados por este yo ilusorio- no podemos evitar pensar de forma obsesiva acerca de nuestras desgracias. Ni tampoco podemos dejar de hablar compulsivamente sobre nuestra desdicha.

Así es como el ego se alimenta de nuestro malestar y nuestra insatisfacción para poder perpetuarse y sobrevivir. No en vano, el objetivo del cuerpo-dolor es mantenernos en la ignorancia y la inconsciencia, alejándonos de nuestra verdadera esencia. Por eso procura mantenernos encerrados en la cárcel de nuestra mente, envenenándonos con todo tipo de pensamientos negativos. Cada nuevo chupito de cianuro que nos tomamos va engordando la gruesa capa de dolor emocional que -cual costra- nos separa y aleja -todavía más- del ser esencial.

Llega un momento en que estamos tan mal con nosotros mismos que al estar en presencia de otras personas intentamos provocarlas para crear algún tipo de conflicto con el que generar más drama en nuestra vida. Y esto lo conseguimos de dos maneras opuestas y complementarias: por un lado queriendo infligir dolor a otros, adoptando el rol de agresor. Y por el otro, deseando sufrirlo, asumiendo el papel de víctima. A menos que dejemos de alimentar el cuerpo-dolor, ambas estrategias egoicas nos conducen casi irremediablemente a un mismo destino: la depresión.

En función de cómo se utilice, la mente tiene el poder de crear y de destruir, así como la capacidad de sanarnos y de enfermarnos. O dicho metafóricamente, de abrirnos las puertas del cielo o de enviarnos directamente al infierno. El mecanismo de sugestión -también llamado «somatización»- es la razón por la que el «efecto placebo» sí funciona. Se trata de la mejora o la desaparición de los síntomas de una enfermedad que un paciente puede experimentar llevando a cabo un tratamiento que -en sí mismo- no contiene ninguna propiedad curativa real. 

Diversos estudios científicos[2] han demostrado que algunos pacientes experimentan una notable recuperación en sus procesos de curación tomando una sustancia totalmente inocua, carente de principios activos. Eso sí, en todo momento a los enfermos se les hace creer que se trata de un remedio muy eficaz, el cual tiene el mismo aspecto, gusto y forma que un medicamento verdadero. A partir de ahí la sugestión se encarga del resto. Al estar convencidos de que dicho placebo va a sanarles, la mente de algunos pacientes genera sobre sus cuerpos efectos terapéuticos positivos y beneficiosos. Esta es la razón por la que las instituciones religiosas han triunfado tanto hasta ahora. Al estar tan desconectados de nuestra dimensión espiritual, la religión se ha convertido en el gran placebo de la humanidad.

[1] Término de Eckhart Tolle.

[2] Como el liderado por el divulgador científico Michael Mosley en el documental de la BBC ‘The placebo experiment’

*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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