Por Borja Vilaseca
Para comprender el posible desenlace de la civilización occidental es interesante observar de cerca el comportamiento de supersociedades que habitan en la naturaleza como las hormigas, las termitas o las abejas.
La entropía no es patrimonio exclusivo de la humanidad, sino que está presente en el seno de otras especies del reino animal. Y curiosamente, los casos más llamativos están protagonizados por los insectos, tal como se explica en el documental de la BBC Supersociedades, del científico y naturalista David Attenborough. Puede que nos parezcan bichitos diminutos e insignificantes, pero son la clase animal más diversa, amplia y representativa del planeta. En 2010 se habían catalogado más de un millón de variedades distintas, constituían el 90 por ciento de las formas de vida de la Tierra y se estimaba que por cada ser humano había 200 millones de insectos.
De hecho, las abejas, las hormigas o las termitas fueron los primeros animales en colonizar el mundo. Establecieron las bases de los ecosistemas que más tarde comenzaron a poblar nuestro planeta. Y a pesar de nuestra soberbia como especie, en relación a la salud del planeta son bastante más importantes que nosotros. Así, la comunidad científica –encabezada por Attenborough– sostiene que si los seres humanos nos extinguiéramos, el resto del mundo seguiría su curso con total naturalidad. El tablero de juego de la economía terminaría siendo sepultado por la maleza y nadie nos echaría de menos. Por el contrario, si los insectos desaparecieran, los ecosistemas padecerían tal desequilibrio que se colapsarían. Principalmente porque la tierra perdería su fertilidad. Las plantas no serían polinizadas. Y muchos animales –incluyendo anfibios, reptiles, pájaros y mamíferos– no tendrían nada que comer y también se extinguirían.
Si bien no sabemos qué va a suceder(nos) a lo largo de las próximas décadas, sí podemos observar detenidamente qué les está ocurriendo a algunas de estas supersociedades de insectos. Quién sabe, tal vez esta observación pueda darnos alguna clave sobre nuestro futuro como especie. Entre otros paralelismos con la raza humana, algunas comunidades de insectos experimentan un imparable crecimiento demográfico, consumiendo y agotando los recursos naturales que necesitan para su supervivencia. Este es el caso de unas hormigas carnívoras que habitan en África Central y en América del Sur, cuya supersociedad puede albergar hasta diez millones de miembros.
Debido a la voracidad con la que se relacionan con el entorno natural en el que habitan, no les queda más remedio que ser nómadas. Aunque suelen edificar su hormiguero en árboles de frondosos bosques tropicales, cada tres semanas tienen que emigrar para poder sobrevivir. Si se establecieran de forma sedentaria, sería su fin. Morirían de inanición. Así, estas hormigas cruzan el bosque en línea recta por medio de kilométricas autopistas, creando un rastro químico que sirve de guía para el resto de la colonia.
Mientras la hormiga reina se dedica a poner más de 2.500 huevos al día, su ejército trabaja incansablemente para conseguir comida con la que alimentar al resto del gigantesco regimiento. Y dado que devoran todo lo que encuentran a su paso –gusanos, arañas, saltamontes, escarabajos, ciempiés e incluso lagartijas–, enseguida agotan sus fuentes de sustento. Literalmente arrasan con la vida que existe a su alrededor. Debido a su consumo desbocado, esta supersociedad de hormigas crece y se desarrolla de tal forma que en ocasiones –dependiendo de las condiciones climáticas– la comida escasea y mueren miles e incluso millones de miembros en cuestión de pocas semanas. Eso sí, la hormiga reina nunca deja de poner huevos y la colonia jamás se plantea una forma alternativa de funcionamiento y subsistencia. Al igual que los seres humanos, estas hormigas nacen, se desarrollan y consumen todo lo que pueden durante todo el tiempo que pueden.
LAS TERMITAS DE AUSTRALIA Y ETIOPÍA
“La supervivencia de nuestra especie depende de que dejemos de ver a la naturaleza como un recurso al servicio de la humanidad”
David Attenborough
Otro caso parecido es el de las termitas. De todas las supersociedades existentes sobre la faz de la Tierra es la que cuenta con el nido más grande. En países como Australia y Etiopía, algunas variedades de termitas construyen termiteros de entre tres y ocho metros de altura. Es decir, que proporcionalmente son entre cuatro y nueve veces más altos que los rascacielos de Nueva York. Y eso que están hechos a base de saliva, tierra y excrementos.
Cada uno de estos termiteros está compuesto por cientos de pasadizos laberínticos. La termita reina está protegida en una cámara real subterránea. Y es tan grande que no puede moverse ni alimentarse por sí misma. Las termitas trabajadoras la limpian y la cuidan. Su única función es producir huevos y más huevos. Se calcula que fabrica unos treinta mil al día. Debido a esta superproducción de larvas, la comunidad puede albergar en un mismo termitero hasta tres millones de insectos. Y dado que la reina puede vivir más de veinte años, la expansión demográfica del termitero es del todo insostenible; llegan a convivir cien mil miembros por metro cuadrado.
Esta es la razón por la que irremediablemente llega un punto en que no caben en el termitero. Y puesto que el crecimiento de este rascacielos es limitado –sobre todo para que no se desmorone encima de la colonia–, parte de sus miembros salen al exterior y a pocos metros comienzan a construir instintivamente una nueva columna de barro donde guarecerse y seguir multiplicándose. De la misma manera que hacemos los seres humanos, las termitas crecen cuantitativamente por pura inercia. No se preguntan para qué crecen. Simplemente lo hacen. Y cuando el termitero ya no da más de sí, empiezan uno nuevo. En esta misma línea, algunos científicos señalan que si los humanos seguimos creciendo demográfica, económica y materialmente al ritmo en el que lo hemos venido haciendo en el siglo pasado, a lo largo del siglo XXI vamos a necesitar entre tres y cinco planetas para obtener los recursos que necesitamos para sobrevivir como especie.
LAS ABEJAS QUE SE AUTODESTRUYEN
“La civilización es una carrera entre la educación y la catástrofe”
H. G. Wells
Sea como fuere, dentro del reino de los insectos, el caso más interesante lo protagoniza una especie de abejas, que literalmente termina destruyéndose a sí misma por competir en vez de cooperar. Se trata de una colonia regida por la tiranía de la reina, la cual impide que florezca el respeto y la igualdad entre el resto de sus miembros. Y es precisamente el uso abusivo de su poder lo que termina con el hundimiento de la colonia.
Todo comienza en primavera, cuando una reina busca un pequeño agujero bajo tierra donde poner sus huevos. Al poco tiempo nace una veintena de abejas hembras, que se convierten en los primeros súbditos de la reina. Bajo sus órdenes, fundan una nueva colonia. Y lo hacen construyendo un enjambre dentro del agujero. Mientras la reina descansa, las abejas trabajadoras van creando celdas hechas de cera para las nuevas generaciones.
En este punto de su evolución se produce el primer acto despótico. La reina produce una sustancia química que reprime el desarrollo sexual de sus hijas. Así es como goza del monopolio de la reproducción. Mientras, las otras abejas se dedican a vigilar y cuidar a las nuevas descendientes de la reina. Algunas salen al exterior para recolectar néctar y polen con los que alimentar a las larvas. Otras limpian el enjambre. Y todas ellas actúan como autómatas, construyendo celdas incansablemente. Así es como en cuestión de semanas la colonia ya cuenta con más de doscientos miembros, acercándose a su capacidad máxima.
Sin embargo, la reina sigue poniendo huevos. Y estos ya no contienen la sustancia química que reprime el desarrollo sexual de la colonia. Las nuevas larvas están destinadas a ser futuras reinas. Eso sí, este cambio no sólo afecta a los huevos, sino también al comportamiento del resto de abejas trabajadoras. Algunas empiezan a poner sus propios huevos. Pero este comportamiento desagrada tanto a la reina, que los destruye uno por uno. En paralelo, empieza a dar a luz a abejas macho. Y lo mismo hacen otras abejas trabajadoras. Desbordada, la reina intenta desesperadamente comerse a todos los recién nacidos que no pertenecen a su linaje. No quiere que nadie haga sombra a su descendencia.
Hacia el final del verano se produce la anarquía en el enjambre. El orden social establecido se ha colapsado. Muchas de las trabajadoras cuyas larvas han sido destruidas por la reina empiezan a atacarla. Y finalmente la matan. Con la muerte de la reina se inicia el final de la colonia. Ninguna abeja trabajadora sobrevivirá la llegada del duro invierno. Antes, por eso, las jóvenes reinas se habrán marchado del enjambre y terminarán apareándose con alguna abeja macho. Y al llegar la siguiente primavera, cada una de ellas –de forma individual– volverá a crear una nueva colonia, repitiendo este proceso de nacimiento, desarrollo y muerte.
Irónicamente, las nuevas generaciones de abejas no aprenden de los errores cometidos por sus antecesores, con lo que reproducen instintivamente el mismo proceso año tras año. En esta misma línea, la especie humana –con una larga y sangrienta historia a sus espaldas– se encuentra dividida geográfica y políticamente en naciones. Y en vez de cooperar entre sí al servicio del bien común de la humanidad, conviven en un clima de constante lucha y crispación. Tanto es así, que mientras se agotan las reservas de petróleo –que tantas guerras y muertes ha causado–, los expertos en geopolítica aseguran que el agua va a ser el recurso natural más codiciado a lo largo del siglo XXI. Y a menos que la humanidad supere sus diferencias superficiales y aprenda a concebirse como una gran familia, el conflicto, la guerra y la destrucción van a seguir protagonizando nuestra forma de relacionarnos.
Este artículo es un extracto del libro “El sinsentido común”, publicado por Borja Vilaseca en octubre de 2011.