Por Borja Vilaseca

Estamos tan acostumbrados a que nos digan cómo tenemos que pensar y qué tenemos que hacer, que muchas personas suelen someterse sumisamente frente a individuos e instituciones que representan la autoridad.

A principios de los años 60, el psicólogo norteamericano, Stanley Milgram, llevó a cabo una serie de experimentos con la finalidad de poner a prueba la predisposición del ser humano a la hora de obedecer las órdenes de una autoridad, aun cuando éstas pudieran entrar en conflicto con su conciencia personal. El equipo de Milgram puso una serie de anuncios en el periódico en los que se reclamaban voluntarios para participar en un ‘Estudio sobre la memoria y el aprendizaje’ en la Universidad de Yale. Se apuntaron 40 participantes de edades y estratos sociales diferentes. Todos ellos ignoraban que iban a formar parte de un experimento.

Éste requería de tres personas: el director del estudio, el alumno y el profesor. Los dos primeros eran actores compinchados con el equipo de Milgram. El director del estudio (que lucía una bata blanca) comenzaba explicándoles a los otros dos participantes que la función del «profesor» consistía en aplicar una descarga eléctrica al «alumno» cada vez que fallara una pregunta. Seguidamente simulaban un sorteo para repartir dichos roles, de manera que a la persona que actuaba como «cobaya del experimento» siempre le tocara el papel de profesor.

A continuación, el director del estudio sentaba al actor que interpretaba el rol de alumno en una especie de silla eléctrica, atándole para “impedir movimientos excesivos”. Se le colocaban unos electrodos en su cuerpo con crema “para evitar quemaduras”, y se remarcaba que las descargas podían llegar a ser “extremadamente dolorosas”. Mientras, el voluntario observaba la escena con una mueca de desconcierto. Luego el director del estudio lo acompañaba a la habitación contigua, separada por una fina pared. Si bien no podían verse, alumno y profesor se escuchaban el uno al otro perfectamente.

Nada más empezar, los dos participantes recibían una descarga real de 45 voltios con el fin de que el cobaya que hacía de profesor comprobara por sí mismo el tipo de dolor que iba a recibir el pupilo cada vez que fallara una pregunta. Justo después, el investigador ¾sentado justo al lado del voluntario¾ le proporcionaba el material didáctico que debía emplear para potenciar la memoria y el al aprendizaje del alumno. Se trataba de un test con respuestas múltiples. Si la contestación era errónea, el pupilo recibía del profesor una primera descarga de 15 voltios, la cual iría aumentando en intensidad hasta los 450 voltios. Si era correcta, pasaría a la siguiente pregunta.

NEGACIÓN DE LA CONCIENCIA PERSONAL
“El que no es dueño de sí mismo está condenado a obedecer.”
(Friedrich Nietzsche)

En este experimento liderado por Stanley Milgram, el actor que interpretaba el rol de alumno había sido previamente aleccionado para simular dolor y sufrimiento. Sin embargo, el voluntario que hacía de profesor estaba convencido de que iba a provocarle descargas eléctricas de verdad. Así, a medida que las descargas aumentaban en intensidad, el pupilo empezaba a golpear los puños contra la pared que le separaba del profesor. Al llegar a los 150 voltios, se quejaba de su condición de “enfermo del corazón” y luego, al superar los 270, casi agonizando, suplicaba entre sollozos el fin del experimento. Al traspasar los 300 voltios, el alumno simulaba una serie de espasmos, e incluso ciertos síntomas previos a sufrir una parada cardíaca.

Por lo general, cuando los cobayas que ejercían el rol de profesores alcanzaban los 75 voltios, se ponían nerviosos ante las quejas de dolor de sus alumnos y deseaban parar el experimento. Sin embargo, la férrea autoridad del investigador les hacía continuar. Al superar los 130 voltios, muchos se detenían y preguntaban acerca del propósito del experimento. Cierto número de voluntarios continuaba, asegurando que ellos no se hacían responsables de las posibles consecuencias.

En el caso de que el profesor expresara al investigador su deseo de no continuar, éste le contestaba imperativamente con alguna de estas afirmaciones: “Continúe, por favor”. “El experimento requiere que usted continúe.” “Es absolutamente esencial que usted continúe.” “Usted no tiene opción alguna; debe continuar.” Si después de esta última frase el voluntario se negaba a proceder, se paraba el experimento. Si no, se detenía después de que hubiera administrado el máximo de 450 voltios tres veces seguidas.

Las conclusiones del equipo de Milgram fueron las siguientes: todos los cobayas participantes pararon en cierto punto y cuestionaron el experimento. Sin embargo, ninguno de ellos se negó rotundamente a aplicar más descargas antes de alcanzar los 300 voltios. Aunque muchos se sintieron incómodos al hacerlo, 26 de los 40 voluntarios aplicaron la descarga máxima de 450 voltios…

¿POR QUÉ SOMOS TAN OBEDIENTES?
“La obediencia consiste en vernos como instrumentos que ejecutan la voluntad de otra persona o institución y, por lo tanto, no nos consideramos responsables de nuestros actos.”
(Stanley Milgram)

Ninguno de nosotros hemos elegido nuestro lugar de nacimiento. Ni tampoco las oportunidades que nos ofreció nuestro entorno social y familiar. Lo cierto es que no es fácil sobrevivir a 16 años de sistema educativo. Hoy en día muy pocas personas conservan la intuición, la autenticidad y la creatividad innata con la que nacieron. Sin embargo, al entrar en la edad adulta somos libres para decidir nuestro propio camino en la vida.

Por más que a veces la presión de la sociedad pueda ser asfixiante, nadie nos ha apuntado con una pistola a la hora de elegir nuestros estudios, aplicar para un determinado empleo, solicitar una hipoteca, casarnos o tener hijos. Y entonces, ¿por qué en general somos tan obedientes? ¿Por qué hacemos lo que se supone que hemos de hacer, siguiendo al pie de la letra las consignas que nos propone el sistema?

La respuesta a estas incómodas preguntas es que estamos demasiado acostumbrados a recibir órdenes. Primero de nuestros padres en casa. Luego de los maestros en la escuela. Más tarde de los jefes en el trabajo. Y finalmente de los políticos en la sociedad. Parece que siempre son otros quienes señalan la dirección que han de tomar nuestras decisiones y acciones. Tanto es así, que en general no utilizamos nuestra iniciativa hasta que alguien desde afuera nos dice que podemos hacerlo.

Más allá de someternos sumisamente a la autoridad o de combatirla con violencia, existe un punto intermedio cada vez más adoptado por un mayor número de ciudadanos: la «desobediencia civil». Su definición clásica, popularizada en 1849 por el filósofo Henry David Thoreau, alude al “acto de no acatar una norma de la que se tiene obligación de cumplimiento”. Esto es precisamente lo que hicieron, de forma pacífica, los últimos tres grandes líderes de la historia: Mahatma Gandhi (a favor de la independencia de la India de Gran Bretaña); Martin Luther King (en pro de los derechos civiles para los afroamericanos en Estados Unidos); y Nelson Mandela, quien dedicó su vida para abolir la segregación racial (apartheid) en Sudáfrica.

¿Y qué hay de nosotros, los ciudadanos de a pié? Más allá de salir a la calle y protestar, el mayor acto de desobediencia civil consiste, por un lado, en tomar las riendas de nuestra vida emocional. Para lograrlo, es esencial que nos emancipemos de las expectativas inconscientes que nuestro entorno social tiene puestas sobre nosotros. Solo así podremos seguir la voz de nuestro corazón, convirtiéndonos en quienes estamos destinados a ser.

También es fundamental que aprendamos a hacernos cargo de nosotros mismos a nivel profesional, dejando de depender económicamente de las instituciones establecidas. Madurar pasa por comprender que en realidad no necesitamos de ninguna figura de autoridad, pues en última instancia cada ser humano es el principal autor de su propia vida. Por último, es imprescindible recordarnos de tanto en tanto que la única persona a la que hemos de rendirle cuentas es aquella a la que vemos cada mañana en el espejo.

Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 11 de mayo de 2014.