Por Borja Vilaseca

El sistema, tal y como lo conocemos, se encuentra al borde del colapso. Cada vez están surgiendo más empresas conscientes movidas por valores que se desarrollan en un nuevo marco de juego: el capitalismo consciente.

Mientras el sistema monetario siga funcionando tal como lo ha venido haciendo será imposible promover la eficiencia, la abundancia y la sostenibilidad. Además, debido al nivel de endeudamiento que arrastramos estamos cerca de presenciar el colapso mundial del actual sistema financiero. Conjeturas aparte, lo fundamental es que cada uno reflexione acerca de los cambios y las transformaciones que sí dependen enteramente de nosotros.

Así es como entre todos podemos dar a luz a la economía consciente, cuyo objetivo es que el sistema, las empresas y los seres humanos cooperen para crear un bienestar espiritual, social, económico y ecológico verdaderamente eficiente y sostenible. Lo que está en juego es nuestra propia supervivencia como especie, la cual está estrechamente relacionada con el uso y la gestión consciente de los recursos naturales que forman parte del planeta que todos compartimos.

Por este motivo, si realmente queremos ser el cambio que queremos ver en el mundo, lo primero que podemos hacer -tal vez lo más importante- es reflexionar acerca de cómo estamos ganando el dinero que necesitamos para sufragar nuestros costes de vida. En vez de trabajar para saciar solamente nuestro propio interés, en la nueva economía consciente que se avecina cada vez más seres humanos estamos buscando la manera de desarrollar una «función profesional útil», orientada al bien común. Es decir, cualquier ocupación laboral que aporte algún tipo de servicio, contribución, beneficio o riqueza real para la sociedad.

Y no nos referimos solamente a los médicos. En esta categoría profesional también están incluidos otros perfiles no tan reconocidos desde la perspectiva del viejo paradigma, como son los profesores de primaria y secundaria, los basureros, los albañiles, los camareros, los bomberos, los trabajadores sociales, los jardineros, las niñeras e incluso las amas de casa, cuya función es tan admirable como clave en el engranaje de la sociedad. Así, la base de cualquier función profesional útil es que permite que la energía que invertimos aporte algún valor añadido a otros seres humanos.

Por el contrario, muchos empleos que en el viejo paradigma gozan de cierto estatus social y reconocimiento profesional no suelen precisamente beneficiar de ninguna manera a la sociedad. De hecho, no forman parte de la economía real, sino que se enmarcan dentro de la especulación virtual, como pueden ser la mayoría de profesiones incluidas dentro del sector de servicios financieros. No en vano, su objetivo es maximizar el beneficio por medio de la inversión estratégica de dinero, sin que éste genere bienes, productos y servicios útiles y con valor para otras personas.

En esta misma línea figuran todos aquellos empleos cuyo único fin es engordar el lucro de las corporaciones para las que trabajan. Desde un punto de vista humano y ecológico, este tipo de profesiones son inútiles y carecen por completo de propósito y de sentido. Prueba de ello es que si de hoy para mañana dejaran de existir, nadie las echaría de menos. Eso sí, para preservar la ilusión de seriedad y contribución, a estos empleados se les obliga a llevar traje y corbata, pagándoles un abultado salario a final de cada mes. Sea como fuere, estos servicios laborales están condenados a reinventarse, pues no generan ninguna contribución real para la sociedad.

Para verificar qué lugar profesional ocupamos ahora mismo en el mundo, basta con que seamos lo suficientemente sinceros como para responder a las siguientes preguntas: ¿Qué sentido tiene nuestro trabajo? ¿Para qué sirve nuestro empleo y nuestra empresa? ¿De qué manera nuestra función profesional beneficia realmente a otros seres humanos? ¿Creemos en lo que hacemos? Y por último y no menos importante, ¿qué legado estamos dejando en la sociedad?

EL AHORRO CONSCIENTE Y LA BANCA ÉTICA
“Lo que más me sorprende de la humanidad son las personas que pierden la salud para juntar dinero y luego pierden el dinero para recuperar la salud.”
(Siddharta Gautama ‘Buda’)

Más allá de reflexionar acerca de cómo ganamos dinero, también es fundamental saber de qué manera lo utilizamos, especialmente a la hora de relacionarnos con entidades financieras. En este sentido destaca el «ahorro consciente». Es decir, poner nuestro excedente de capital al servicio de la humanidad. Eso sí, esta acción pasa irremediablemente por dejar de ser clientes de la banca tradicional. Y no por asuntos morales, sino por ser verdaderamente coherentes con nuestros valores. Lo curioso es que en general no solemos preguntar a nuestro banco a qué destina nuestros ahorros. Nuestra preocupación suele centrarse en los intereses y la rentabilidad que nos ofrece. Y este desconocimiento a veces genera que nuestro dinero se invierta en sectores y actividades con los que no estamos de acuerdo.

Al empezar a concebir el mundo como un organismo vivo donde todo está conectado e interrelacionado, de forma natural optamos por la alternativa postmaterialista, conocida como «banca ética». Y ésta se distingue de las entidades convencionales en la naturaleza social de los proyectos que financia, en el filtro ético de las empresas en las que invierte y en la transparencia de sus acciones. Prueba de ello es que no destina ni un solo euro a organizaciones relacionadas con el tráfico de armas, la explotación laboral, los combustibles fósiles -petróleo, carbón y gas-, los transgénicos o la destrucción de la naturaleza. En cambio, la banca ética sí apoya todo tipo de proyectos sociales y ecológicos, promoviendo la ocupación laboral de personas con discapacidad o el desarrollo de las energías renovables, entre muchos otros.

¿Y qué hay de las empresas? ¿Qué papel juegan en la economía consciente? Pues aquel que los seres humanos que las creamos, dirigimos y componemos decidamos darle. Cuanto más se despierte nuestra consciencia individual, más rápidamente cambiará y evolucionará la mentalidad de las organizaciones, esencialmente para adaptarse y sobrevivir económicamente. Es una ley inmutable: las corporaciones no cambian ni se transforman hasta que no lo hacen primero los empleados y los consumidores. Así, la pregunta que todos nos deberíamos estar haciendo es: ¿Qué sentido tiene correr cuando estamos en la carretera equivocada?

Así, al ejercer una profesión útil y hacer un uso responsable, consciente y ético de nuestro dinero, estamos fomentando que las compañías impulsen internamente la «responsabilidad social corporativa». Y ésta consiste en alinear el afán de lucro de las empresas con la humanización de sus condiciones laborales y el respeto por el medio ambiente. Para lograrlo, las empresas han de tener como principal objetivo crear riqueza para la sociedad, de manera que el dinero llegue como resultado.

Desde la perspectiva ecológica, esta responsabilidad reside particularmente en la intencionalidad y el diseño de los productos y servicios que ofrecen a la sociedad. De hecho, las empresas con una verdadera consciencia ecológica están asumiendo la denominada «responsabilidad extendida del productor».¹ Debido a la falta de regulación en materia medioambiental, se trata de una iniciativa voluntaria que consiste en medir la huella ecológica de los bienes que cada compañía fabrica y comercializa. No en vano, lo que se produce es lo que se consume. Y lo que se consume es lo que se deshecha. De ahí la importancia de reflexionar acerca de para qué sirven y cómo se producen las cosas que consumimos, tratando de que puedan reutilizarse o reciclarse.

¹ Tal como constata Annie Leonnard en su libro La historia de las cosas.

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Este artículo es un capítulo del libro El sinsentido común, de Borja Vilaseca, publicado en 2011.