Por Borja Vilaseca

Estamos constantemente juzgándonos los unos a los otros, pasando por alto que todo el mundo lo hace lo mejor que puede. Al reconocer y aceptar nuestras propias limitaciones, empezamos a mirar a los demás con otros ojos.

Juzgar a los demás es tan fácil que todos sabemos cómo hacerlo. Juzgamos sus decisiones y comportamientos. Su forma de ganar y de gastar dinero. Las personas con las que se relacionan. Que sean muy activos o que sean muy pasivos. Su manera de vestir. Lo que comen. O lo que no comen. Sus errores y también sus aciertos… Nuestra capacidad para realizar juicios es tan ilimitada como nuestra compulsión a etiquetar con adjetivos todo lo que percibimos a través de nuestros cinco sentidos.

Y entonces, ¿qué es un “juicio”? Podría definirse como “una opinión subjetiva por medio de la cual evaluamos moralmente aquello que estamos observando”. El acto de juzgar surge como resultado de comparar lo que sucede (la realidad) con lo que se supone que debería de suceder: una idealización de la realidad. Pongamos por ejemplo que estamos muy ilusionados porque hemos quedado para ir al cine con Juan. Y que una hora antes de que comience la película nos llama para decirnos que prefiere quedarse en casa, pues está enfrascado en la lectura de un libro. Movidos por la frustración y la decepción, reaccionamos con vehemencia, diciéndole a Juan que es “un egoísta”. Seguidamente, colgamos el teléfono con ira.

Vayamos por partes. En primer lugar, el hecho de decir que “Juan es egoísta” no tiene tanto que ver con Juan, sino con nuestra manera de verlo e interpretarlo. Seguramente para otras personas “Juan no es egoísta”. E incluso hay quien se refiera a él como alguien “generoso y altruista”. Y en segundo lugar, hemos considerado que “Juan es egoísta” porque su comportamiento no se ha ajustado a nuestros deseos, necesidades y expectativas. En vez de hacer lo que nosotros queríamos que hiciera –acompañarnos al cine–, Juan ha decidido hacer otra cosa: quedarse en casa leyendo un libro. Y dado que sentimos que su decisión no nos ha beneficiado o directamente nos ha perjudicado, nos hemos enfadado, concluyendo –categóricamente– que “Juan es egoísta”.

DISTORSIONADORES DE LA REALIDAD
“Ni tu peor enemigo puede hacerte tanto daño como tus propios pensamientos.”
(Buda)

En el caso de que nos creamos ciegamente que “Juan es egoísta”, habremos creado un nuevo “prejuicio”. Es decir, “una suposición subjetiva acerca de alguien o de algo que damos por cierta e inamovible”. Como consecuencia, cada vez que interactuemos con Juan tenderemos a observar e interpretar su conducta partiendo de dicha premisa. Puede que incluso, al pensar en él, volvamos a recordar con cierto resquemor el día en que “nos dio plantón”. Y a menos que cuestionemos este tipo de pensamientos, acabaremos perpetuando una distorsión de la realidad que puede que nos impida volver a ver a Juan tal y como verdaderamente es.

Es más, en función del dolor emocional cosechado a raíz de este incidente, tenderemos a buscar y juzgar moralmente otros rasgos de su conducta que constaten que “Juan es egoísta y siempre lo será”. Así es como en ocasiones nos vamos distanciando de personas con las que hemos entrado en conflicto. Y en general lo hacemos dañando nuestra mente y nuestro corazón con emociones tan inútiles como el rencor, el odio, la decepción, el resentimiento, la culpa y la frustración.

Y entonces, ¿por qué lo hacemos? ¿Por qué nos juzgamos los unos a los otros constantemente? Por una simple cuestión de ignorancia. Al juzgar a otras personas ponemos de manifiesto que no contamos con toda la información necesaria para realizar una interpretación más objetiva y constructiva. Decir que “esto está bien” y que “aquello está mal” es quedarse en la superficie. Principalmente porque la realidad no es “buena” ni “mala”: es neutra. De ahí la necesidad de quitarnos el velo de ignorancia –tejido con creencias limitadoras y pensamientos egocéntricos– que nos impide ver –literalmente– las cosas tal y como son.

MIRAR CON HUMILDAD
“Que tire la primera piedra quien esté libre de pecado.”
(Jesús de Nazaret)

Para dejar de juzgar el comportamiento de los demás es necesario comprender las necesidades y motivaciones que llevan a otras personas a ser como son. En vez de perder el tiempo señalando a otros con el dedo, lo más eficiente es empezar a mirarnos en el espejo. Si ignoramos quiénes somos, cómo funcionamos y por qué hacemos lo que hacemos, es imposible que sepamos quiénes son, cómo funcionan y por qué hacen lo que hacen las personas que forman parte de nuestra vida. De ahí que los sabios de todos los tiempos hayan dicho una y otra vez que “el autoconocimiento es el camino que nos conduce a la sabiduría”.

Conocerse a uno mismo es una cuestión de honestidad, humildad y valentía. En esencia, consiste en comprender, aceptar y trascender nuestro lado oscuro. Es decir, hacer consciente –o llevar a la luz– nuestras miserias, nuestros errores y, en definitiva, todo aquello de nosotros mismos que nos desagrada y nos limita. Si bien al principio este proceso puede resultar incómodo y doloroso, al afrontar y asumir la verdad que reside en nuestro interior nos convertimos en personas más conscientes, responsables y libres. Y en consecuencia, nos permite mirar a los demás con más empatía, relacionándonos con sus miserias, limitaciones y errores con mayor comprensión y aceptación.

La próxima vez que digamos que “Juan es egoísta”, puede ser interesante detenernos unos momentos a reflexionar. ¿Por qué nos perturba que Juan haya decidido quedarse en su casa leyendo un libro? Seguramente respondamos esta pregunta alegando que Juan se había comprometido a ir al cine con nosotros. Y que no es justo que a última hora haya cambiado de planes. Sin embargo, ¿acaso nosotros también decidimos de vez en cuando cambiar de planes? ¿Dónde está escrito que las personas deban de cumplir a raja tabla aquellas actividades de ocio que han dicho que iban a hacer? Y en cuanto a juzgar la decisión de Juan como un acto “egoísta”, ¿acaso no es egoísmo querer que Juan cumpla con nuestros deseos y expectativas?

PSICOLOGÍA DE LA ACEPTACIÓN
“Aquello que no eres capaz de aceptar es la única causa de tu sufrimiento.”
(Gerardo Schmedling)

Veamos ahora este mismo ejemplo desde la perspectiva de Juan. Recordemos que antes de colgar el teléfono con ira, le hemos dicho con vehemencia que es un egoísta. Frente a esta situación, Juan tiene varias opciones. La primera –y también la más frecuente– es que reaccione impulsivamente y se enfade con nosotros. Puede que en su fuero interno empiece repetir con furia: “¿Cómo se atreve a colgarme el teléfono? Egoísta, ¿yo? ¿Pero de qué va?” Es decir, que opte por reaccionar al odio con más odio, reproduciendo una cadena destructiva de ignorancia, conflicto y sufrimiento que no beneficia a nadie.

Afortunadamente, Juan tiene otras alternativas. En función de su estado de ánimo, su nivel de consciencia y su grado de comprensión puede simplemente aceptar nuestra reacción. (tacosymas.com) Cabe señalar que aceptar no quiere decir resignarse. Tampoco significa reprimirse ni ser indiferente. Ni siquiera es sinónimo de tolerar o estar de acuerdo. Y está muy lejos de ser un acto de debilidad, pasotismo, dejadez o inmovilidad. Más bien se trata de todo lo contrario. La auténtica aceptación nace de una profunda comprensión, e implica dejar de reaccionar impulsivamente para empezar a dar la respuesta más eficiente frente a cada situación. Así es como podemos cultivar y preservar nuestra paz interior.

Al elegir esta opción, lo que Juan ha hecho es actuar con responsabilidad, evitando tomarse nuestra conducta como algo personal. Al aceptar lo que ha sucedido, Juan está poniendo de manifiesto que comprende que nada ni nadie tiene el poder de perturbarle sin su consentimiento. Principalmente porque sólo él mismo puede perturbarse con sus propios pensamientos. Es decir, con la actitud que elija tomar frente a nuestra reacción.

LA SABIDURÍA DE LA COMPASIÓN
“Sabio es aquel que jamás encuentra una excusa para limitar su capacidad de dar lo mejor de sí mismo.”
(Martin Luther King)

Dado que el estado de ánimo de Juan no se ha visto afectado por nuestro comportamiento, no siente la necesidad de defenderse ni de atacar. Esencialmente porque tampoco tiene la noción de que exista ningún agresor. Juan sabe que al habernos expresado con ira y vehemencia, primera y únicamente nos hemos dañado a nosotros mismos. De hecho, reconoce haber reaccionado de la misma manera en alguna otra ocasión. Comprende que todos somos humanos. Y como tales, que lo hacemos lo mejor que podemos. También sabe que estamos en nuestro derecho de cometer errores para aprender y evolucionar.

Al escoger no reaccionar ante el insulto, Juan es libre para responder de la mejor manera posible. Y es aquí donde entra en juego la compasión. Si bien se suele confundir con “sentir lástima” o “pena”, la verdadera compasión consiste en comprender las motivaciones que llevan a las demás personas a sufrir, luchar y entrar en conflicto con la realidad. Y como consecuencia, aflora una inteligencia esencial que nos permite lidiar con ellas dando lo mejor de nosotros mismos. En este caso, Juan se ha dado cuenta de que es en parte responsable de lo que ha sucedido. Igual podría habernos dicho desde el principio que iba a quedarse en casa, en vez de habernos dado un estímulo –decir que iba a ir con nosotros al cine–, dando lugar a que nosotros hayamos creado una expectativa, así como su consecuente frustración…

Apenas han pasado cinco minutos desde que nos hemos enfadado con Juan. De pronto suena nuestro teléfono. Es él. Movido por la compasión, Juan nos llama para disculparse por haber cambiado de planes. A partir de aquí, que cada lector decida por sí mismo cómo cree que le afectaría esta conducta y cuál sería su consiguiente respuesta.

Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 25 de marzo de 2012.