Por Borja Vilaseca
Ya han pasado más de 2.000 años desde que el filósofo revolucionario Jesús de Nazaret fue convertido por San Pablo en «Jesucristo», el hijo de dios. Y como consecuencia de esta metamorfosis, se fundó la religión cristiana y nació la institución que desde entonces ostenta sus derechos de imagen: la iglesia católica. Se trata de la entidad internacional más antigua de la historia. Y sin duda, una de las más poderosas del mundo.
Cada vez son más las voces críticas que afirman que opera como una multinacional. Actualmente, sus oficinas centrales se ubican en la Santa Sede, en la ciudad-estado del Vaticano, dentro de Roma, en Italia. Su director general es el papa. Su comité directivo es el colegio cardenalicio, compuesto por una élite clerical. Sus empleados son los curas y las monjas. Sus productos principales son la fe y la salvación. Su logo es la cruz. Sus clientes son los creyentes. Y como cualquier otra gran empresa, tiene delegaciones repartidas por todo el planeta.
Eso sí, a diferencia del resto de corporaciones, no tiene acciones ni cotiza en la Bolsa. De ahí que no reparta dividendos ni tampoco pueda venderse. Cabe señalar que el principal objetivo de la iglesia católica no es el afán de lucro. Pero tampoco es ayudar al prójimo. La verdadera finalidad de esta longeva y arcaica institución es su propia supervivencia y autopreservación. Ese es el fin que justica todos los medios que emplea ⎯siglo tras siglo⎯ para lograr mantenerse con vida. Y en este sentido, hay que reconocer que tiene mucho mérito: es una auténtica maestra de la resiliencia.
Otra cosa es que sea coherente con los valores que promueve entre sus fieles seguidores. Y es que a pesar de predicar la pobreza material, la iglesia católica es tremendamente rica económicamente. Debido a la opacidad que envuelve a sus cuentas económicas no se conoce públicamente la cifra exacta de su patrimonio. Lo que sí se sabe es que es estratosférico: se estima que supera los 2 billones de euros. No en vano, fue una de las principales beneficiarias ⎯junto con la Monarquía⎯ de todo el oro que se saqueó a las víctimas de los genocidios que se perpetraron durante las cruzadas y la evangelización de América. Y gran parte de este capital es administrado por el Instituto para las Obras de Religión (IOR), más conocido como «Banco Vaticano».
La filial de la iglesia en España está regida por la Conferencia Episcopal Española (CEE). Y la verdad es que no le va nada mal. En este país, la iglesia cuenta con un patrimonio que ronda los 35.000 millones de euros. Y esto se debe ⎯en gran parte⎯ a las magníficas relaciones que desde siempre ha mantenido con la otra institución dominante: el Estado. De hecho, una de las razones por las cuales comenzó la guerra civil fue la intención del bando republicano de promover el «laicismo» en la sociedad, desvinculando a la religión del poder político.
Sin embargo, con la victoria del bando nacional en 1939, España se consolidó como un Estado confesional. Fue entonces cuando la institución cristiana vivió su auténtica época dorada en este país. Prueba de ello es que la ideología mayoritaria pasó a llamarse «nacionalcatolicismo», consagrando la fe católica, apostólica y romana como la única religión oficial de la nación española. De hecho, para que el matrimonio entre el Estado y la iglesia tuviera validez y reconocimiento internacional, en 1953 se firmo un «concordato». Es decir un convenio sobre asuntos eclesiásticos entre el gobierno de España y el Vaticano.
LA EXENCIÓN DE IMPUESTOS
“La fe mueve montañas. Sobre todo de dinero.”
(Ricky Gervais)
Entre otras concesiones y privilegios, el régimen franquista reconoció la personalidad jurídica de la iglesia, otorgándole un estatuto mercantil para adquirir, poseer y administrar libremente toda clase de bienes, pudiendo desarrollar cualquier actividad económica que quisiera emprender. Eso sí, a diferencia del resto de empresas y organizaciones que operaban en España por aquel entonces, esta institución religiosa no tenía la obligación de presentar sus cuentas al fisco ni tampoco pagar ningún tipo de impuestos. Por otro lado, el Estado se comprometió con financiar a la iglesia católica por medio de donaciones y subvenciones para mantener su patrimonio y extender su red clerical por todo el país.
A su vez, también le otorgó el monopolio sobre la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, de manera que pudieran seguir adoctrinando a las nuevas generaciones. En paralelo, le permitió constituir universidades para formar cristianamente a los líderes del futuro. Y le entregó licencias para operar emisoras de radio y publicar periódicos y revistas con las que hacer llegar su propaganda religiosa al mayor número de personas posible. Con la firma de este concordato, el Estado español también asumió como propio el calendario de festivos cristianos, instando a la ciudadanía a celebrar las fechas sagradas.
Tres años después de la muerte del dictador Francisco Franco ⎯en 1978⎯, se firmó la Constitución Española, a partir de la cual España se convirtió en un Estado democrático y aconfesional. Sobre el papel, el catolicismo dejaba de ser la religión oficial. Sin embargo, justo un año después ⎯en 1979⎯, el recién estrenado gobierno español firmó un nuevo concordato con el Vaticano, mediante el que se actualizaban los acuerdos anteriores. Entre otras cuestiones, el Estado se comprometió a garantizar la sostenibilidad económica de la iglesia, conservando prácticamente los mismos privilegios y ventajas fiscales de los que había disfrutado en décadas anteriores. Y lo cierto es que sigue gozando de estos derechos en la actualidad. La justificación de este constante flujo económico por parte del Estado se debe al supuesto carácter altruista, solidario y benéfico de esta entidad religiosa, cuya supuesta función es ayudar a las capas más desfavorecidas y desprotegidas de la sociedad.
Y esto es precisamente lo que hace a través de Caritas, la oenegé oficial de esta institución en España. Cada año destina en programas caritativos y de cooperación social unos 335 millones de euros, muchos de los cuales proceden de subvenciones de grandes multinacionales. Este tipo de donaciones se enmarcan en la denominada «responsabilidad social corporativa», un eufemismo mediante el que lavan su imagen y limpian su conciencia. Causalmente, muchos de los altos directivos que lideran estas compañías se forman en escuelas de negocio regentadas por la iglesia, entre las que destacan ESADE e IESE. Sea como fuere, el presupuesto de Caritas tan solo representa el 3% de los 11.000 millones de euros que se estima que el Estado aporta anualmente a la iglesia católica a través de subvenciones y exención de impuestos.
A pesar de la supuesta aconfesionalidad del Estado, todos los contribuyentes españoles ⎯seamos católicos o no⎯ financiamos directamente a la iglesia. Y lo hacemos con el dinero que pagamos mediante el impuesto de la renta de las personas físicas (IRPF). En dicho formulario aparece una casilla en blanco en la que podemos marcar una «equis» si queremos que el 0’7% de lo que abonamos vaya directamente a las arcas de esta entidad religiosa, la única que dispone de este privilegio.
Cabe señalar que quien marca dicha casilla no pone más de su bolsillo, sino que provoca que más cantidad del dinero público recaudado entre todos se destine a esta institución privada, en vez de a otros asuntos de interés común. Irónicamente, de los 285 millones que le llegan cada año a través de este impuesto, la iglesia católica invierte en marketing más de cuatro millones de euros para animar a los contribuyentes a marcar su cruz.
FINES PURAMENTE LUCRATIVOS
“Las religiones son como luciérnagas: necesitan la oscuridad para brillar.”
(Arthur Schopenhauer)
Curiosamente, la iglesia está exenta de pagar el IRPF, con lo que no tiene que declarar sus ingresos y sus gastos al Estado. Tanto es así, que nadie sabe exactamente cuál es su verdadera situación financiera. Nunca se ha hecho público su balance ni su cuenta de resultados. De hecho, no es descabellado afirmar que gran parte del capital que mueve esta institución es «dinero negro». Eso sí, completamente legal. O mejor dicho, alegal. No en vano, se parte de la premisa de que todos los ingresos que obtiene esta entidad son de carácter religioso o social, algo que dista mucho de ser cierto.
Para empezar, la iglesia católica es la mayor propietaria de bienes inmobiliarios de España. Se estima que en total posee más de 100.000 propiedades, muchas de estas se obtuvieron por medio de «inmatriculaciones». Es decir, inscribiéndolos en el registro de la propiedad sin tener que demostrar los derechos de propiedad. Y a día de hoy la mayoría se utilizan con fines puramente lucrativos.
Así, esta institución ostenta numerosos pisos, hoteles, oficinas, locales y aparcamientos por medio de los cuales obtiene un legítimo rendimiento económico el cual no tiene nada que ver con su función social. Sin embargo, legalmente no tiene ninguna obligación de presentar dichos ingresos al Estado. Ni tampoco pagar los impuestos correspondientes por los beneficios cosechados. Actuando así, se produce una competencia desleal con el resto de empresas de estos sectores, las cuales sí deben cumplir con dichas leyes fiscales.
Todas estas propiedades están exentas de pagar el impuesto sobre bienes inmuebles (IBI). De este modo, la iglesia se ahorra unos 700 millones de euros al año. A su vez, ninguna de las múltiples entidades jurídicas que cuelgan bajo el paraguas de esta institución abona el impuesto sobre sociedades. Tampoco paga el impuesto de plusvalía. Ni el de sucesiones y donaciones. De este modo, cada vez que uno de sus fieles le deja su vivienda como herencia al morir, esta entidad religiosa puede ponerla en alquiler ⎯o directamente venderla⎯ sin tener que pagar impuestos ni por recibirla ni por sacarle rentabilidad económica. Todos sus beneficios se quedan en sus propias arcas.
Como cualquier otra multinacional, la iglesia católica cuenta con su propia departamento dedicado a la inversión bursátil. De hecho, se estima que en la actualidad tiene invertidos más de 5.000 millones de euros. De hecho, fue una de las víctimas del escándalo de corrupción en el que se vio envuelto la sociedad Gescartera, la cual estafó más de 120 millones de euros a su red de inversores, 15 millones de los cuales pertenecían a esta entidad religiosa. Al salir este caso a la luz, se conoció que la iglesia tenía dinero invertido en la farmacéutica Pfizer, fabricante de anticonceptivos para mujeres, a los que se opone moralmente. Se trata de una incongruencia más que demuestra el espíritu lucrativo que hay detrás de muchos de sus actos.
El resto del dinero que obtiene esta institución religiosa por parte del Estado español es para promover la educación cristiana en la sociedad, la cual debe incluirse forzosamente en todos los planes de la escuela pública. En paralelo, recibe anualmente unos 4.000 millones de euros para financiar su red de colegios católicos privados, lo que se conoce coloquialmente como «escuelas concertadas». De este modo, a la mayoría de niños se les adoctrina con la fe cristiana desde muy pequeñitos, garantizando cada año una nueva generación de creyentes. Todos estos derechos, ventajas y privilegios en España son muy parecidos a los que ostenta la iglesia católica en otras naciones del mundo. Parece que ningún político ⎯sea del partido que sea⎯ se atreve a cuestionar los acuerdos firmados con la Santa Sede.
Sin embargo, a pesar del enorme poder e influencia que sigue teniendo en la actualidad, esta institución religiosa cuenta con su propio talón de Aquiles: es completamente dependiente del dinero que le suministra el Estado. De ahí que en su fuerza radique también su debilidad. Debido al insostenible endeudamiento económico que arrastran la mayoría de gobiernos en todo el planeta, es una simple cuestión de tiempo que terminen por cerrarle el grifo. Y no por una cuestión ideológica, sino simple y llanamente por no tener más dinero disponible que entregarle. Y cuando eso suceda ⎯pues sucederá⎯ presenciaremos el inicio del principio del fin de la iglesia católica.
*Fragmento censurado de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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