Por Borja Vilaseca
Cada uno de nosotros se encuentra en su propio proceso evolutivo, el cual va acompañado por una serie de necesidades y motivaciones determinadas. Cuanto más aprendemos, más evolucionamos.
Para la gran mayoría de culturas milenarias, la mariposa representa la “metamorfosis”. Lo cierto es que la ciencia contemporánea ha comprobado que es el único ser vivo capaz de modificar totalmente su estructura genética. El ADN de la oruga que se envuelve en la crisálida es diferente al de la mariposa que sale de él. De ahí que este proceso natural se haya convertido en el símbolo del cambio y la transformación.
Y entonces, ¿qué es mejor: la oruga, la crisálida o la mariposa? En este caso no hay mejor ni peor. Simplemente son diferentes estadios en el camino de la evolución. Y por “estadios” nos referimos a “las etapas o fases que forman parte de cualquier proceso de desarrollo o transformación”. Lo mismo sucede con la especie humana. Cada uno de nosotros se encuentra en un determinado estadio evolutivo, que no es ni mejor ni peor que el del resto de seres humanos.
Al igual que las orugas, estamos llamados a seguir un proceso natural de evolución, que se realiza por medio del aprendizaje que podemos extraer de las experiencias que forman parte de nuestra vida. Consciente o inconscientemente, todos avanzamos a nuestro propio ritmo y siguiendo nuestras propias pautas. Eso sí, muchos solemos quedarnos estancados en alguna fase de este camino de aprendizaje, sin convertirnos en quienes podríamos llegar a ser.
DIFERENTES ESTADIOS EVOLUTIVOS
“Resistirse al cambio es ir en contra del fluir natural de la vida.”
(Lev Tolstoi)
Este proceso evolutivo no tiene nada ver con la edad física, sino con la madurez psicológica. Se sabe de individuos que al llegar a la edad adulta siguen adoptando actitudes y conductas infantiles y adolescentes. Y también de jóvenes que han asumido las riendas de su vida, dejando de culpar a los demás por las consecuencias que tienen sus decisiones y sus actos.
En función del estadio evolutivo en el que nos encontramos, vemos, comprendemos y nos relacionamos con nuestras circunstancias de una determinada manera. Cuanto menor es nuestra evolución, más egocéntricos, victimistas, ignorantes e inconscientes somos. Y como consecuencia, más sufrimos, luchamos y entramos en conflicto con los demás. Por el contrario, cuanto mayor es nuestra evolución, más altruistas, responsables, sabios y conscientes somos. Y por ende, más felices nos sentimos y mayor es nuestra capacidad de amar y de servir a los demás.
A este proceso de cambio, transformación y evolución se le conoce como “la espiral de la madurez”. En la medida que aprendemos de nuestros errores, vamos avanzando por el camino que nos permite convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos. Sólo entonces dejamos de arrastrarnos como orugas y empezamos a volar como mariposas.
LA PIRÁMIDE DE MASLOW
“La satisfacción de una necesidad crea otra.”
(Abraham Maslow)
Según la Pirámide de Maslow –creada por el psicólogo humanista Abraham Maslow–, los seres humanos compartimos una serie de necesidades, las cuales dan lugar a ciertas motivaciones. La principal es nuestra necesidad de “supervivencia física”, que incluye motivaciones fisiológicas, de protección y de seguridad. Necesitamos respirar, beber agua potable y alimentarnos, así como eliminar los desechos que expulsa nuestro cuerpo. En paralelo, precisamos dormir, descansar, limpiarnos y guarecernos del frío, manteniendo así una cierta higiene y temperatura corporal.
Para poder sobrevivir, también requerimos estar a salvo de cualquier peligro. Es aquí donde el miedo se convierte en el guardián de nuestra autoconservación. En caso de ataque, nos prepara para huir o defendernos. Y dado que nuestra existencia se construye sobre un sistema monetario, también necesitamos gozar de seguridad económica, ganando dinero de forma regular para poder sufragar nuestros costes de vida.A nivel emocional, también necesitamos mantener “relaciones sociales” con otros seres humanos. En este punto, nuestra motivación consiste en compartir tiempo y espacio con personas cuyas creencias, valores, prioridades y aspiraciones sean similares a las nuestras. Por eso solemos agruparnos en familias, cultivar vínculos de amistad e incluso formar parte de organizaciones sociales, profesionales, políticas, religiosas, culturales, deportivas y recreativas. En el fondo, lo que queremos es pertenecer a un colectivo con el que sentirnos identificados.
En este sentido, también buscamos ser queridos y aceptados. Lo que está en juego es la “valoración” que los demás tienen de nosotros. Y es precisamente esta necesidad la que nos mueve a diferenciarnos emocionalmente del resto de miembros que componen nuestro grupo social, construyendo nuestra propia personalidad. Y puesto que solemos asociar lo que somos con lo que tenemos, y lo que tenemos con lo que valemos, en general basamos nuestra autoestima en aspectos externos como el status, el poder, la riqueza material, el éxito o la belleza.
EL ‘CLIC EVOLUTIVO’
“Las cosas no cambian, cambiamos nosotros.”
(Henry David Thoreau)
Todas estas necesidades –de supervivencia física, de relaciones sociales y de valoración– gozan de protagonismo en nuestra existencia cuando nos guiamos por nuestro instinto de conservación físico y emocional. No en vano, la función del egocentrismo es garantizar nuestra preservación como seres humanos. De ahí que nos lleve a fijar el foco de atención en cuestiones externas, orientándonos a saciar nuestro propio interés. Eso sí, en la medida que vamos cubriendo y trascendiendo estas necesidades se produce un gran punto de inflexión. Y este vendría a ser como un “clic evolutivo” que provoca la aparición de nuevas necesidades y motivaciones.
De pronto surge la necesidad de “autoconocimiento”. Principalmente porque intuimos que más allá de nuestro falso concepto de identidad –la máscara creada con las creencias con las que hemos sido condicionados por la sociedad– podemos reconectar con nuestra verdadera esencia. Y esta intuición nos lleva a buscar una nueva forma de ver y de comprender la vida, de manera que podamos emplear medios diferentes que nos proporcionen nuevos resultados a nivel personal, familiar y profesional.
En base a esta nueva necesidad, nuestra mayor motivación consiste en orientarnos al cambio y la transformación. De ahí que empecemos a centrar la mirada en nuestro interior. Así es como comprendemos que nuestra autoestima no tiene nada que ver con los aspectos externos, sino con la percepción y la valoración que tenemos de nosotros mismos. Al respetarnos y amarnos por el ser humano que somos, comenzamos a cultivar una serie de fortalezas como la humildad, la confianza y la libertad. Y en definitiva, nos hacemos verdaderamente responsables de nosotros mismos, empezando a seguir nuestro propio camino en la vida.
El signo más evidente de que vivimos desde nuestra verdadera esencia es que nos sentimos felices por nosotros mismos. Ya no dependemos de lo que piensen los demás ni perdemos el tiempo alimentando nuestros miedos e inseguridades. Confiamos en la vida. Y esta confianza es la semilla que da como fruto la necesidad de encontrar “propósito y sentido” a nuestra existencia. La pregunta que empieza a ocupar nuestra mente y nuestro corazón es “¿para qué estamos aquí?”
ORIENTACIÓN AL BIEN COMÚN
“Buscando el bien de nuestros semejantes encontramos el nuestro.”
(Platón)
Con la finalidad de encontrar nuestro lugar en el mundo, iniciamos una búsqueda personal que nos abre las puertas a lo nuevo y lo desconocido. De pronto sentimos la necesidad de entrenar el músculo del altruismo, encaminando nuestra existencia hacia el bien común. Así es como surge la motivación de trascendencia. Ya no pensamos en términos de “empleo” o de “carrera profesional”. Lo que buscamos es alinearnos con una “misión” que vaya más allá de nosotros mismos.
Al tomar decisiones desde la confianza, nos permitimos escuchar nuestra propia voz interior. Esencialmente porque ella ya sabe quiénes estamos destinados a ser. Una vez encontramos la dirección que decidimos darle a nuestra vida, nace la necesidad de “contribución”. Al habernos resuelto emocionalmente, ya no nos movemos desde la carencia, sino desde la abundancia. Y ésta nos inspira a entrar en la vida de los demás con vocación de servicio, visualizando y creando mejoras significativas para la sociedad.
Nuestra motivación es ser útiles, aportando valor añadido en nuestra red de relaciones sociales. Así es como comprendemos que nosotros no somos lo más importante de nuestra vida, sino lo que ocurre a través nuestro. De hecho, nuestro objetivo no se centra en ganar dinero, sino en crear riqueza en el entorno socioeconómico del que formamos parte. Y en la medida en que desarrollamos todo nuestro potencial, nuestra existencia comienza a tener un impacto cada vez más positivo y constructivo para quienes nos rodean. Es entonces cuando amamos lo que hacemos y hacemos lo que amamos. De ahí que nos sintamos profundamente agradecidos y comprometidos con nuestro propósito.
En este estadio evolutivo surge la última de las necesidades humanas: la de “unidad”. Es decir, sentirnos unidos y conectados a todo lo que forma parte de la realidad. Ya no sólo aceptamos y respetamos al resto de seres humanos tal y como son, sino que extendemos este respeto a la naturaleza y el resto de seres vivos que lo componen. Si bien pensamos de forma global, actuamos localmente. Por medio de esta “conciencia ecológica”, hacemos lo posible para que nuestro paso por la vida deje tras de sí una huella útil, amorosa y sostenible.
Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 7 de agosto de 2011.