Por Borja Vilaseca

«Despertar» es algo que sucede de forma gradual. Y si bien suele culminar con un «momento cumbre» -una especie de «eureka» o «epifanía»-, siempre viene precedido por una serie de etapas previas arquetípicas, las cuales comparten unos determinados rasgos generales comunes. Tanto si somos conscientes -como si no- todos nosotros nos encontramos inmersos en alguna de las cinco fases que rigen el «desarrollo espiritual». Es decir, el proceso de aprendizaje que nos permite trascender el ego y reconectar con el ser esencial.

La primera etapa tiene que ver con «la desconexión del ser». Recordemos que desde el instante en que nacemos vamos perdiendo el contacto con el estado oceánico que sentíamos al estar en el útero materno. A su vez, también nos alejamos de la sensación de unidad de la que procedemos y que nos acompañaba mientras estábamos fusionados con nuestra madre. Y como consecuencia, nos olvidamos de nuestra verdadera identidad esencial, desconectándonos de nuestra dimensión espiritual.

Para compensar el insoportable dolor que nos causa este trauma de separación, empezamos a desarrollar inconscientemente el ego, una coraza con la que intentamos protegernos del abismo emocional que por aquel entonces supone estar vivos. Con el paso de los años, esta máscara artificial se convierte en nuestra nueva identidad. Y entre otros engaños, este mecanismo de defensa ilusorio nos lleva a identificarnos con el cuerpo y la mente, creyendo que somos un yo separado de la realidad.

En paralelo a este proceso psicológico interno, empezamos a recibir numerosos estímulos externos que nos influyen poderosamente a la hora de construir y reforzar nuestro falso concepto de identidad. Desde muy niños somos condicionados para comportarnos de una determinada manera por nuestro entorno social y familiar. También somos programados por la escuela y manipulados por el sistema para pensar de una determinada forma, adquiriendo una determinada cosmovisión religiosa compuesta por creencias y valores de segunda mano.

Una vez culminado nuestro proceso de desconexión, pasamos a la segunda etapa: «la negación del ser». Debido al adoctrinamiento recibido, entramos en la adolescencia -y posteriormente en la edad adulta- ignorando quiénes verdaderamente somos. Así es como nos volvemos ignorantes de nuestra propia ignorancia, desconociendo por completo cómo funcionamos por dentro. Debido a nuestra falta de educación emocional y espiritual, malvivimos tiranizados por nuestra inconsciencia, mirando siempre hacia fuera. En eso precisamente consiste vivir dormidos: en el hecho de que no nos damos cuenta de que no nos damos cuenta.

UNA SOCIEDAD DE SONÁMBULOS
“A quienes no quieren cambiar, déjalos dormir.”
(Rumi)

Del mismo modo que cuando estamos durmiendo por la noche creemos que lo que estamos soñando es verdad, cuando vivimos dormidos durante el día estamos convencidos de que lo que pensamos es la realidad. De forma equivocada, muchos confundimos el estado de vigilia con vivir despiertos. Sin embargo, al levantarnos cada mañana -y a plena luz del día-, en general seguimos viviendo como sonámbulos: secuestrados por la mente y poseídos por el pensamiento. Prueba de ello es que somos incapaces de dejar de pensar ni siquiera durante un instante.

A este estado de vigilia se le denomina «inconsciencia ordinaria». Esencialmente porque es como vivimos diariamente la inmensa mayoría de nosotros. Al negar el ser esencial, la herida de separación nos causa la incómoda, molesta y permanente sensación de que nos falta algo para sentirnos completos. Esta es la razón por la que tendemos a buscar la comodidad, somos adictos al entretenimiento y nos es casi imposible estarnos quietos haciendo nada. Lo cierto es que son muy pocos los que se sienten verdaderamente a gusto consigo mismos. El resto se pasa la vida huyendo, mirando para otro lado y yendo hacia ninguna parte. Curiosamente, estas conductas neuróticas se aceptan socialmente como algo «normal».

La incómoda verdad es que la sociedad contemporánea vive en un estado de hipnosis colectiva. Y el sistema se aprovecha de ello. Por medio de la propaganda que emite a través de los medios de comunicación masivos, inserta diaria y subliminalmente una serie de mensajes en nuestro subconsciente. Este es el motivo por el que solemos llevar un mismo estilo de vida estandarizado, basado en trabajar, consumir y evadirnos todo lo que podemos mientras podemos. A su vez, votamos cada cuatro años y pagamos religiosamente nuestros impuestos para poder echarle la culpa de nuestros problemas a los políticos de turno.

Así, tarde o temprano nos conformamos y resignamos con llevar una existencia prefabricada -puramente materialista-, transitando con los ojos vendados por la ancha avenida por la que circula la mayoría. Y no solo eso. La sociedad también se ha convertido en un gran teatro repleto de máscaras, disfraces y farsantes. De ahí que al interactuar con otros seres humanos solamos mantener relaciones banales y encuentros intrascendentes -llenos de gente y de ruido-, pero carentes de conexión, autenticidad e intimidad. Todo gira en torno al propio interés del ego, provocando un sinfín de conflictos con aquellos otros contra los que competimos, y que a su vez compiten contra nosotros.

UNA VIDA SIN SENTIDO
“No hay despertar de consciencia sin dolor. La gente es capaz de cualquier cosa por absurda que parezca para evitar enfrentarse a su propia alma.”
(Carl Gustav Jung)

La ironía de nuestra época es que si bien a nivel material nunca antes hemos sido tan ricos, a nivel espiritual nunca antes hemos sido tan pobres. Al estar tan poco desarrollados espiritualmente, seguimos enfermizamente obsesionados con el crecimiento económico. Y como antídoto contra la monotonía, el hastío y el aburrimiento que provoca llevar una existencia sin sentido, el culto al ego se ha convertido en la nueva religión. De ahí que inconscientemente creamos que para ser felices debemos satisfacer nuestras necesidades, hacer realidad nuestros deseos y cumplir nuestras expectativas egoicas. Parece que tengamos que llegar a ser alguien, en vez de ser simplemente quienes somos.

A su vez, cuanto más infelices somos, mayor es también nuestro consumo de bienes materiales. Así, en vez de resolver la raíz del problema interno -la identificación con el ego-, seguimos mirando y buscando fuera, creando nuevos conflictos cada vez más sofisticados. Movidos por un hedonismo frívolo y trivial nos estamos perdiendo en el laberinto del materialismo, comprando todo tipo de cosas que no necesitamos con la intención de tapar el dolor que nos causa vivir tan desconectados de nosotros mismos, de los demás y de la vida.

Y como consecuencia nos estamos ahogando en el hiperconsumismo, convirtiendo el planeta en un gran vertedero. No en vano, nuestro malestar y nuestra voracidad existencial es cómplice de la destrucción de la naturaleza que posibilita nuestra supervivencia como especie. De hecho, ya estamos en deuda con la madre Tierra y pronto empezará a pasarnos factura. Sea como fuere, la realidad es que nada nunca es suficiente. Siempre necesitamos, queremos y esperamos algo más. El ego es insaciable por naturaleza. No importa lo que tengamos o consigamos: siempre va a sentirse insatisfecho.

Prueba de ello es que hoy en día la infelicidad se ha adueñado de nuestro mundo interior. De ahí que todos -absolutamente todos- estemos en búsqueda de algo más. Algunos buscamos ese algo en la religión. Otros en el dinero. Y también en el éxito. En el poder. En la fama. En el trabajo. En el consumo. En la comida. En el sexo. En la droga. En el fútbol. En la pareja. En los hijos… Lo queramos o no ver, somos una civilización de buscadores, sin saber que en realidad nos estamos buscando a nosotros mismos. Y es que lo que verdaderamente perseguimos se encuentra dentro y no fuera. Se trata de la reconexión profunda con el ser esencial, nuestra verdadera identidad. Sin embargo, mirar hacia dentro es un camino que nos aterra.

Seamos creyentes, ateos o agnósticos, ¡dios nos libre de cuestionar las creencias con las que hemos cocreado inconscientemente nuestro falso concepto de identidad! Lo último que se nos pasa por la cabeza es cambiar nuestra forma de pensar. Más que nada porque implicaría lo que menos soporta el ego: asumir que estamos equivocados. Para evitar pasar por el mal trago de reconocer nuestra propia ignorancia, nos aferramos inconscientemente a nuestra zona de comodidad, tanto física como intelectual. Actuando de esta manera, a nivel superficial conseguimos ir tirando, sobreviviendo a una existencia vacía, insípida y gris a base de autoengaño. Sin embargo, en lo más hondo nos sentimos perdidos y desorientados. No sabemos quiénes somos ni para qué estamos aquí. Y lo peor de todo es que tampoco queremos saberlo.

*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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