El síndrome del invitado

Dado que aún no disfrutas estando a solas apenas cultivas tu mundo interior. Por eso te aburres en tu propia compañía. Te aterra conectar con el niño (o la niña) que vive dentro de ti. Para evitar sentir el dolor de los traumas que todavía arrastras de tu infancia, no ahondas en ti. Te quedas siempre en la superficie. Y para perpetuar esta forma tan disfuncional de vivir, te engañas y te mientes constantemente, mirando hacia otro lado y buscando en otra parte. Así es como imposibilitas mantener una relación de amistad contigo. Y entonces ¿qué es lo que realmente compartes cuando interactúas con otros? Pues las migajas que ni tú mismo te quieres comer.
Piénsalo bien: ¿cómo vas a intimar con otro ser humano si no cultivas la «intimidad» contigo mismo? Esta palabra procede del latín «intimum», que significa «tu centro más profundo». Es el lugar más recóndito de tu ser, donde se esconde la verdad más verdadera acerca de quién eres. Sin embargo, está completamente sepultada por todo tipo de condicionamientos. Ésta es la razón por la que -como adulto- no estás en contacto con tu auténtica esencia. Al haberse el ego apoderado de ti, te relacionas con los demás por medio de un falso concepto de identidad. Sin darte cuenta te has convertido en un farsante. Por eso tu vida social es -en cierta medida- una farsa protagonizada por la hipocresía y la superficialidad.
Pero bueno, no te fustigues. En mayor o menor medida nos pasa a todos. Curiosamente, el ser humano es el único animal que no es lo que aparenta ser. Una oveja es siempre una oveja. Un lobo es siempre un lobo. Sin embargo, un hombre (o una mujer) puede ser un lobo, una oveja, un lobo disfrazado de oveja, una oveja disfrazada de lobo o incluso la caperucita roja… Si eres como la mayoría, con el paso de los años seguramente te hayas convertido en un maestro adornando tu personalidad con capas y más capas de falsedad. Y es que no tiene nada que ver cómo te comportas en solitud que como lo haces en sociedad.
Causar buena impresión
Cuando estás solo eres libre para ser y hacer lo que consideras oportuno en cada momento. Actúas de forma natural. Es algo que te sale sin esfuerzo. Simplemente eres. En cambio, cuando interactúas con otras personas -especialmente en grupo- la cosa cambia, ¿no es cierto? La mirada ajena condiciona tu manera de comportarte. Es entonces cuando fuerzas ser alguien distinto. Pierdes parte de tu espontaneidad. Y deja de haber coherencia entre lo que sientes y lo que muestras. A esto precisamente se refiere «el síndrome del invitado», según el cual en presencia de desconocidos tiendes a manifestar solamente aquellas partes de ti que te permitan agradar a tus interlocutores. Te conviertes en alguien políticamente correcto que dice y hace lo que se supone que ha de decir y hacer para gustar y caer bien, como si estuvieras en una primera cita.
Existen dos ejemplos cotidianos que ilustran este síndrome. En primer lugar, acuérdate de cómo eran las comidas familiares en tu hogar cuando eras un adolescente que vivías en casa de tus padres. ¿Qué solía pasar cuando sólo estabas tú con ellos y con tus hermanos? ¿Acaso de vez en cuando no había algún tipo de tensión, conflicto o bronca? Y ahora recuerda cómo eran estos mismos encuentros cuando había algún invitado en la mesa. ¿Verdad que cambiaba por completo la actitud en general y las conversaciones en particular? De pronto los trapos sucios se metían debajo de la alfombra. Y en la medida de lo posible aparentabais ser una familia normal y funcional. Con la finalidad de causar una buena impresión todos os esforzabais por sacar a relucir vuestra mejor versión. La simple presencia de un invitado provocaba que actuarais de una forma algo falsa y forzada.
El segundo ejemplo suele darse durante la edad adulta. Pongamos que tu pareja y tú habéis organizado una cena en vuestra casa con un grupo de amigos. Y que instantes antes de que aparezcan os engancháis por cualquier tontería y empezáis a pelearos, ¿te suena? La magia del síndrome del invitado es que en el preciso instante en el que pican al timbre dejáis automáticamente de discutir. Y nada más abrir la puerta -y dar la bienvenida a vuestros invitados- reprimís vuestras auténticas emociones. Seguidamente fingís que sois una pareja feliz. Y así seguís durante toda la velada, hasta que finalmente se marchan y retomáis la discusión donde la dejasteis, manifestando nuevamente vuestro lado oscuro.
Desnudarse emocionalmente
El síndrome del invitado te lleva a relacionarte con el mundo y con los demás por medio de una máscara. Y es que compartir intimidad con otras personas es algo muy arriesgado, pues implica desnudarte emocionalmente y quedarte al descubierto. Y esto es lo que más te aterroriza. Principalmente porque te da vergüenza que la gente que te rodea descubra lo que en realidad hay dentro de ti. Tampoco quieres que los demás vean tus carencias, complejos, inseguridades y mediocridades. Por eso te relacionas con ellos manteniendo una distancia prudencial. La suficiente como para que nadie se dé cuenta de tus carencias e inseguridades.
A su vez, este síndrome también hace que te pongas una coraza, por medio de la que intentas proteger tu lado más vulnerable. Otro de tus mayores temores es que los demás te hagan daño, traicionando tu confianza. Y que chismorreen a tus espaldas sobre asuntos íntimos que hayas podido compartir en un momento de debilidad con alguna persona cercana. Y no es para menos. Hablar de la vida de los demás es uno de los hobbies principales de nuestra especie. Al fin y al cabo, la única forma verdaderamente segura de conservar un secreto es no revelárselo nunca a nadie. Eres dueño de lo que callas y esclavo de lo que dices.
Si bien vivir tras un escudo te garantiza una mayor protección social, también te impide crear conexiones reales y profundas con quienes te rodean. Y al no abrirte emocionalmente, terminas conversando de cualquier cosa menos de lo que ocurre dentro de ti. Al no mostrar tu vulnerabilidad estás impidiendo cualquier posibilidad de que haya intimidad. Debido al síndrome del invitado las relaciones humanas se han convertido en un baile de máscaras y de corazas donde nadie conoce a nadie. Y como consecuencia, la sociedad es en sí misma un gigantesco teatro donde nada nunca es lo que parece ser. Prueba de ello es que cuando detienen a un asesino sus vecinos suelen decir de él que era un tipo normal y encantador…