¿El eneatipo nace o se hace?

Es sin duda el gran debate en torno al Eneagrama: ¿el eneatipo viene de serie? ¿O se construye durante nuestra infancia? Lo cierto es que son las dos cosas a la vez. Por un lado, nacemos con un eneatipo dominante. Del mismo modo que venimos a este mundo con un esqueleto físico, también lo hacemos con uno psicológico: nuestro modelo mental. Es la denominada «psicología de lo innato»: cada ser humano es como una semilla, la cual trae consigo al nacer un tipo de fruto en potencia.
En función de este modelo mental innato ⎯nuestro eneatipo principal⎯ cada uno de nosotros siente la herida de separación de forma diferente. Entre los principales traumas de nacimiento destacan la sensación de insuficiencia e imperfección (eneatipo 1). Abandono y falta de amor (2). Menosprecio e infravaloración (3). Rechazo e inferioridad (4). Ignorancia e incapacidad (5). Inseguridad y desconfianza (6). Vacío e insatisfacción (7). Vulnerabilidad e indefensión (8). Y la sensación de negación y no ser bienvenido (9).
La herida de nacimiento de los 9 eneatipos
Cada una de estas dolorosas heridas se convierte en el motor que nos lleva a desarrollar un falso concepto de identidad, un personaje que sepulta y se superpone sobre nuestra verdadera esencia. Por ejemplo, si nuestro eneatipo principal es el 1 la separación de nuestro ser esencial nos lleva a sentirnos imperfectos por dentro, convirtiéndonos en personas perfeccionistas y autoexigentes para las que nunca nada es suficiente. Y como consecuencia tendemos a experimentar frustración, ira y amargura.
Si nuestro eneatipo dominante es el 2 hace que nos sintamos abandonados, volviéndonos personas necesitadas y apegadas que mendigan el cariño y la aprobación de los demás. Y como resultado cosechamos soledad, dependencia emocional y tristeza. En cambio, si nuestro eneatipo principal es el 6 nos genera desconfianza, convirtiéndonos en personas miedosas y paranoicas que buscan apoyo y orientación para evitar tomar nuestras propias decisiones en la vida. Y por ende, padecemos inseguridad, ansiedad y temor. De este modo hay una estrecha correlación entre nuestra herida de nacimiento, el tipo de ego que desarrollamos para compensarla y los resultados insatisfactorios que cosechamos como resultado.
Por el otro lado, no podemos obviar lo mucho que influye en el desarrollo de la semilla que somos las condiciones meteorológicas que nos toca vivir. No es lo mismo crecer en tierra fértil que tener que sobrevivir en una zona árida. Tampoco tiene nada que ver recibir mucha agua que muy poca. O florecer en un entorno con grandes dosis de luz natural en vez de hacerlo en uno lleno de sombra y de penumbra…
Separar el grano de la paja
Es evidente que las circunstancias que afrontamos durante nuestros primeros años de vida nos condicionan, moldean y marcan profundamente. El lugar en el que nacimos. La forma en la que fuimos tratados por nuestros padres, cuyo eneatipo dominante influye mucho en la construcción del nuestro. El tipo de escuela que fuimos… Sin embargo hemos de separar el grano de la paja. Y es que una cosa es lo que sucedió (los hechos) y otra ⎯muy distinta⎯, lo que hicimos con ellos. Es decir, la forma subjetiva en la que interpretamos y digerimos dichos acontecimientos.
Pongamos como ejemplo una familia con nueve hijos, cada uno de ellos con un eneatipo principal diferente. Y supongamos que en un momento dado muere el padre en un accidente. Si bien este suceso es el mismo para todos, cada uno de los nueve hijos lo procesará de forma distinta, en función de su tipo de personalidad. Puede que uno de ellos no levante cabeza el resto de su vida. O que a otro le despierte un espíritu de superación que desconocía, haciéndose todavía más fuerte. ¿Quién sabe?
Y es que en la vida dos más dos no siempre son cuatro. Nunca sabemos qué puede extraer de nosotros un evento en concreto. Eso sí, del mismo modo que cuando exprimes una naranja sale zumo de naranja y cuando estrujas un limón sale jugo de limón, cuando la vida nos aprieta saca lo que llevamos dentro. Esta es la razón por la que la realidad es neutra: lo que sucede es lo que es y lo que hacemos con ello es lo que somos.
Además, todas las experiencias traumáticas quedan registradas en el ego, pero en ningún caso pueden herir ni destruir el ser esencial. Por más maltratos, abusos y vejaciones que haya podido recibir nuestro niño interior, dichas heridas dejan de tener influencia sobre nosotros al reconectar con nuestra esencia. En vez de pelearnos con la oscuridad, de lo que se trata es de encender la luz. Creer que únicamente somos un producto de lo que nos ha ocurrido nos lleva a adoptar el rol de víctima, entregándole todo el poder a lo de afuera. En cambio, aprovechar esos mismos eventos para aprender, crecer y evolucionar espiritualmente nos libera y empodera.
Eso sí, dado que los niños pequeños son vulnerables e indefensos enseguida quedan presos de la identificación con sus mini-egos. De ahí que sea imposible transitar la infancia de forma inmaculada. Por eso todos tenemos algún tipo de herida, secuela, tara o trauma psicológico. Para que haya una verdadera curación y transformación hemos de abrazar, sentir e integrar el dolor que se generó durante nuestra niñez, el cual envuelve y recubre como una costra al ser esencial.
Sin embargo la mayoría de adultos no están dispuestos a comerse este marrón terapéutico y prefieren mirar hacia otro lado. Esta es la razón por la que se aferran al ego como escudo protector para evitar lidiar con sus fantasmas y demonios internos. El Eneagrama nos invita a mirarlos nuevamente de frente, recordándonos que conocernos a nosotros mismos es doloroso, pero muy liberador.