Por Borja Vilaseca
Hay personas que tienen tanto miedo a ser heridas que terminan viviendo a la defensiva, mostrándose duras, frías y desafiantes en un intento desesperado de lograr el poder y el control del entorno en el que viven.
Muy pocas personas miramos fijamente a los ojos cuando hablamos con nuestros interlocutores. Debido a nuestra falta de seguridad, o de costumbre, en general solemos desviar la mirada a la nariz o la boca. Sin embargo, hay quienes no saben mirar de otro modo, clavando sus ojos sobre los nuestros de forma directa, franca y honesta. Y cuando nos encontramos con alguien que nos mira así, muchos solemos sentirnos algo incómodos, e incluso intimidados.
No es casualidad que a estas personas les colguemos el san benito de “desafiadores”. Quienes van de cara por la vida suelen irradiar un aura de poder y fortaleza. De hecho, suelen ser individuos que enseguida están al mando de la situación. Nadie pone en duda que son líderes natos. Y que desprenden un magnetismo de lo más seductor. Sin embargo, su liderazgo a menudo deviene en autoritarismo, en especial cuando se sienten amenazados. Es entonces cuando aflora su enorme visceralidad, arremetiendo con dureza y agresividad a quienes se atreven a confrontarlos.
Están tan acostumbrados a imponer su voluntad sobre los demás, que no soportan que nadie les diga lo que tienen que hacer. Poseen madera de jefes y algún que otro rasgo de tiranos. Más que respeto, los demás les tienen miedo. No es muy recomendable cuestionar su autoritarismo. Ni mucho menos discutir o pelearse con ellos. Cuando piensan que alguien ha actuado de manera injusta, se sienten legitimados a contraatacar de forma violenta. El fuego interno que anida en sus entrañas tan solo necesita de una pequeña chispa para estallar en llamas, quemando todo aquello que obstaculiza su paso.
VULNERABILIDAD Y AGRESIVIDAD
“La mejor defensa no es un buen ataque. La mejor defensa es no sentirse atacado.”
(Gerardo Schmedling)
El justiciero que llevan dentro les dota de una fuerza sobrenatural, desarrollando un instinto protector al servicio de los suyos, o de aquellos que consideran más vulnerables y débiles. Y para no volver a perder el control de sí mismos, tratan desesperadamente de controlar cualquier situación. Quienes cuentan con este tipo de personalidad no son fáciles de conocer. Viven tras una coraza. Cuanto más en conflicto entran con los demás, más se protegen y se encierran en sí mismos. En casos extremos, terminan por aislarse de su entorno social, llegando a vivir en algún momento como ermitaños…
Se cuenta que había un viejo pescador que vivía completamente solo en una playa alejada del pueblo. Harto de discusiones, conflictos y peleas, llevaba años sin relacionarse con nadie. Se había convertido en un hombre frío y distante. Pasaba los días leyendo y pescando. Hasta que un día salió a navegar con su pequeña barca en alta mar. De pronto, un bote apareció de repente, chocando frontalmente contra su embarcación. El viejo pescador se pegó tal susto que dio un salto y cayó directamente al agua.
Mientras nadaba para subir a su pequeña barca, empezó a maldecir al tripulante de aquel bote. “¡¿Pero cómo has podido chocar contra mí?! ¡Con lo grande que es el mar! ¡Maldito seas! ¡Ya verás como te coja!” Al sentarse y recuperar la compostura, se dio cuenta que ahí no había nadie. Era un bote que iba a la deriva. Y así fue como aquel viejo pescador se quedó empapado, rabioso y sin nadie a quien culpar. Y por primera vez en mucho tiempo, emitió una enorme carcajada. Algo en su interior hizo clic. Y esa misma tarde se dejó caer por el bar del pueblo.
JUSTICIA Y VENGANZA
“Prefiero sufrir una injusticia que cometerla.”
(Sócrates)
Para que estos “desafiadores” bajen la guardia es fundamental que comprendan las razones oscuras y las motivaciones ocultas que les llevaron a tomar el escudo y a desenfundar la espada. Por más que les moleste de reconocer, son como los cangrejos: muy duros por fuera y extremadamente blanditos por dentro. Su apariencia hostil y fuerte no es más que una fachada. Es el mecanismo de defensa que han desarrollado desde su más tierna infancia para que nadie vuelva a hacerles daño. Y también para que nada pueda controlarlos ni dominarlos.
Es curioso: quienes viven tras una coraza comparten un mismo recuerdo. Algo sucedió cuando todavía eran niños inocentes e indefensos. Tal vez un cambio de colegio. Una separación de los padres. Un accidente. Abusos y maltratos de cualquier tipo. La muerte de un ser querido… No importa tanto el qué, sino el cómo estas personas lo interpretaron. A raíz de afrontar alguna de estas situaciones adversas, la mayoría sacaron una misma conclusión: el de haber tomado consciencia –siendo todavía muy niños– que el mundo era un lugar amenazante, injusto y violento, donde solo los fuertes y duros sobreviven.
Esa es precisamente su herida. La de haber conectado con su propia vulnerabilidad. Al negar y condenar su debilidad empezaron a construir, ladrillo a ladrillo, una muralla que les protegiera de volver a sufrir. Paradójicamente, al vivir a la defensiva con el tiempo se convierten en adultos controladores y dominantes. Y también híper-reactivos. Están a la que saltan. Por eso suelen mostrarse tan agresivos, cosechando conflictos allá por donde van.
Una vez cesa la lucha y el conflicto, tienden a culpar a los demás por el sufrimiento que han experimentado. Y al hacerlo, se sienten legitimados para castigar a sus supuestos agresores, llegando incluso a vengarse de ellos de forma cruel y despiadada. Por otro lado, también suelen culparse a sí mismos del sufrimiento que consideran que han hecho sentir a otras personas. Es entonces cuando, en un intento desesperado por redimirse, pueden llegar a hacerse daño a sí mismos, tanto física como emocionalmente.
CULPA Y PERDÓN
“Solo podemos perdonar cuando comprendemos que el otro nunca nos ha hecho daño.”
(Irene Orce)
Llegados a este punto, cabe diferenciar entre el daño físico (dolor) y el emocional (sufrimiento). Es cierto que tenemos el poder de matarnos unos a otros. Sin embargo, nadie nunca nos ha hecho sufrir sin nuestro consentimiento. Los demás pueden tomar decisiones que nos perjudican directamente. O hacer cosas con las que no estamos de acuerdo. E incluso insultarnos en la cara. Pero al analizar estas situaciones con lupa, nos damos cuenta de que lo que sentimos no tiene tanto que ver con lo que sucede, sino con la interpretación que hacemos de los hechos en sí.
El punto de inflexión en la vida de quienes viven detrás de una coraza llega el día en que empiezan a cuestionar una creencia tan falsa como limitante: “Los demás son la causa de mi sufrimiento”. Es entonces cuando comprenden que el poder –el de verdad– no consiste en protegerse, vivir a la defensiva o tratar de controlar, sino en ser verdaderamente dueños de sí mismos. Para lograrlo, han de dejar de ser reactivos para empezar a cultivar la responsabilidad. Es decir, el arte de responder de forma proactiva frente a cada situación adversa y cada persona conflictiva con la que se cruzan por el camino.
La culpa sobre existe en una sociedad victimista que condena el hecho de que las personas necesitemos cometer errores para aprender y evolucionar. Así, el gran aprendizaje vital de estos desafiadores pasa por perdonarse a sí mismos por los errores cometidos en el pasado, liberándose así del sentimiento de culpa que cargan en sus espaldas. Ese es precisamente el significado de la palabra inocencia: “estado del alma libre de culpa”. Solo así pueden perdonar a quienes consideran que les agredieron, entendiendo que más que maldad, el motor de los errores de los demás fue la ignorancia y la inconsciencia. Vivir sin coraza implica aceptar y sentir la propia vulnerabilidad. Esta es la auténtica fortaleza.
Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 18 de enero de 2015.