Por Borja Vilaseca

Estamos viviendo un hecho histórico imparable e irreversible: cada vez la gente cree menos en las instituciones religiosas y -sin embargo- está cada vez más en contacto con su dimensión espiritual. De hecho, todo apunta a que a lo largo de las próximas décadas la «espiritualidad laica» -independiente de cualquier confesión religiosa- va a crecer de manera exponencial. Esencialmente porque es inherente a nuestra verdadera naturaleza.

Dado que en general suele creerse que la religión y la espiritualidad son lo mismo, es fundamental explicar la abismal diferencia que existe entre ambas. Tal como vimos anteriormente, «religión» viene del latín «religare», que significa «volver a unir lo humano con lo divino». Evidentemente, hoy en día ese no es -ni mucho menos- el objetivo de las instituciones religiosas que -en mayor o menor medida- siguen pugnando por hacerse con el monopolio del mercado de las almas de este mundo.

Por su parte, «espiritualidad» también procede del latín y quiere decir «cualidad relativa al alma». Es la parte intangible, invisible e inmaterial de nuestra condición humana. La que dota de propósito, significado y trascendencia a nuestra existencia. Si de pronto muriéramos y los médicos nos abrieran en canal para hacernos la autopsia encontrarían sangre, huesos, carne y vísceras. Sin embargo, no verían ni rastro de lo que le ha dado sentido a nuestra vida: la felicidad, la paz, el amor… Todo ello es patrimonio del ser esencial, el cual es sinónimo de «espíritu», «alma», «consciencia» o «divinidad».

Así, la espiritualidad es la dimensión interior que nos conecta directamente con la vida, el universo, dios o como queramos llamarlo. Es el aliento que nos insufla y nos llena de vitalidad; aquello que nadie ni nada pueden darnos ni tampoco nos pueden quitar. Y actúa como un trampolín que nos lleva a ir más allá de nosotros mismos, desidentificándonos del ego -o yo ilusorio- que otrora pensábamos que definía nuestra identidad. Al fundirnos con ella, nos sentimos unidos y conectados a todo lo que nos rodea. Y nos inunda una sensación de dicha inconmensurable.

La religión se apoya en la teología: el estudio racional de dios. En cambio, la espiritualidad tiene que ver con el autoconocimiento y el misticismo, los cuales transforman nuestra forma de vernos a nosotros mismos y de relacionarnos con la vida. Y si bien la religión se articula a través de profetas, instituciones, rituales, liturgias y creencias religiosas, la espiritualidad es laica. Es decir, libre de cualquier corriente o corsé religiosos. Y es que la espiritualidad no es patrimonio del judaísmo, del cristianismo o del islam. Ni tampoco de filosofías orientales como el hinduismo, el budismo, el taoísmo ni de ningún otro «-ismo». La espiritualidad es nuestra naturaleza esencial.

La religión viene de fuera hacia dentro. Suele ser una imposición. Tanto es así, que solemos seguir aquella fe religiosa con la que hemos sido condicionados por nuestro entorno social y familiar desde pequeñitos. De alguna manera nos esclaviza a una forma de pensar que no es nuestra. Esta es la razón por la que la cosmovisión imperante en Occidente sea el cristianismo-catolicismo. En cambio, la espiritualidad viene de dentro hacia fuera. Es el resultado de cultivar nuestra vida interior y de reencontrarnos con nuestro ser esencial. No solo nos libera de nuestro encarcelamiento psicológico y religioso ⎯la pecera conceptual⎯, sino que nos hace sentir seres absolutamente ilimitados.

Otra diferencia es que la religión es un conjunto de creencias, supersticiones, ritos, tradiciones, doctrinas, sacrificios, ofrendas, mandamientos y ceremonias basados en la experiencia de otros. Nos obliga a tener fe en algo que no sabemos a ciencia cierta si es verdad o mentira, viviendo en una duda eterna: ¿realmente existe dios? Por el contrario, la espiritualidad no tiene nada que ver con ninguna creencia. Es una cuestión totalmente empírica; podemos verificarla a través de nuestra propia experiencia personal. No es que creamos o dejemos de creer en dios. Sabemos que existe porque lo hemos experimentado en nuestro corazón.

LOS INTERMEDIARIOS NO SON NECESARIOS
“La religión es para quienes tienen miedo de ir al infierno, mientras que la espiritualidad es para quienes ya hemos estado en el infierno.”
(Proverbio Sioux)

Al haberse institucionalizado, la religión se da demasiada importancia a sí misma, instalándose entre dios y el resto de seres humanos. Hace de intermediaria entre nosotros y el dios-creencia. Fundamentalmente nos desempodera. No en vano, el poder lo tienen los intermediarios: los papas, los obispos, los cardenales, los rabinos, los sacerdotes, los imanes, los curas… Y como consecuencia de esta jerarquía, fomenta creyentes dormidos. En cambio, la espiritualidad nos empodera. Prueba de ello es que nos libera de cualquier intermediario que quiera interponerse entre nosotros y el dios-experiencia. Nos lleva a despertar y a vivir conscientemente. En eso consiste la verdadera redención y salvación.

La religión promueve la moral. Nos hace creer que existen un cielo y un infierno en el más allá. Nos llena de temor, vergüenza y culpa. En cambio, la espiritualidad nos inspira a vivir de forma ética, aprendiendo a dar lo mejor de nosotros mismos en cada momento y frente a cada persona. Y no por obtener una recompensa después de nuestra muerte, sino porque obrando de este modo nos sentimos bien con nosotros mismos. Actuando así es como comprehendemos que el «cielo» y el «infierno» son en realidad metáforas psicológicas relacionadas con la felicidad y el sufrimiento que experimentamos en el más acá.

Del mismo modo que todos los grandes imperios -como Egipto, Mesopotamia, Grecia o Roma- han acabado desapareciendo, las instituciones religiosas también desaparecerán. Es una simple cuestión de que la humanidad tome consciencia de que no necesita de la religión para llevar una vida espiritual. Y que entienda que instalarse en el ateísmo y en el nihilismo es irse al otro extremo. Sea como fuere, la espiritualidad laica siempre perdurará, pues representa la esencia misma de la filosofía perenne.

Y entonces, ¿puede haber espiritualidad en la religión? Por supuesto. Millones de personas están conectadas con su dimensión espiritual, la cual practican a través de su religión. Pero para ello es condición sine qua non que haya misticismo más allá del ritualismo y la tradición. Tal es el caso de la «cábala», la interpretación mística del judaísmo; la «mística cristiana», liderada por el Maestro Eckhart, quien fue excomulgado en el siglo XIV por la iglesia católica; el «sufismo», la rama mística del islam; o el «zen», la escuela mística del budismo, que más que una religión es la institucionalización de una filosofía de vida. Así, para vivir una experiencia mística es requisito indispensable que reconectemos con nuestra dimensión espiritual.

Cuanto más en contacto estamos con nuestra espiritualidad en general, menos identificados estamos con nuestra confesión religiosa en particular. Y como consecuencia, nos volvemos más abiertos y tolerantes frente a cualquier otro tipo de cosmovisiones. De hecho, el fanatismo y el dogmatismo son un claro síntoma de que no hemos vivido ningún tipo de experiencia espiritual. De ahí que sintamos la necesidad de reafirmarnos, mostrándonos intolerantes ante otras formas de pensar diferentes a la nuestra.

Esta es la razón por la que cada religión considera que su camino es el único que conduce hasta la cima de la montaña. Sin embargo, cuando uno alcanza la cumbre toma consciencia de que hay diferentes senderos para llegar hasta ella. Y que todos son igualmente válidos. En eso precisamente consiste reconectar con la espiritualidad laica: redescubrir la religiosidad yendo más allá de cualquier religión.

*Fragmento extraído de mi libro “Las casualidades no existen. Espiritualidad para escépticos”.
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