Por Borja Vilaseca

No es nada fácil ser ciudadano en el mundo de hoy, protagonizado por la corrupción política, los fraudes empresariales y las quiebras bancarias. Sin embargo, la queja y la protesta no nos llevan a ningún lado.

Hoy en día sobran los motivos para estar cabreados. Aumentan los impuestos. Sube la inflación. Trabajamos más horas. Cobramos menos dinero. Se alarga la edad de la jubilación. Peligran las pensiones. Y cada vez más personas engordan la lista del desempleo… En paralelo, presenciamos a través de la pantalla del televisor un sinfín de fraudes, escándalos y estafas por parte de políticos corruptos y empresarios codiciosos. Y como colofón, estamos siendo testigos de cómo está desmoronándose el sector financiero, poniendo en peligro la salud y la soberanía económica de todo el país.

Frente a semejante panorama, el miedo y la confusión no sólo se han apoderado de la población activa española, sino que se han convertido en un virus de lo más contagioso. Y como reacción mayoritaria, muchos seguimos esperando que de algún modo u otro el Estado se encargue de solucionar nuestros problemas. Y tiene sentido que sea así. El «paternalismo» y el «victimismo» son los dos principales legados psicológicos que nos ha dejado la Era Industrial. Ambas actitudes se retroalimentan; se necesitan mutuamente para poder existir.

El quid de la cuestión es que como ciudadanos dependemos absolutamente del Estado, las empresas y los bancos. Sin ellos, muchos no podríamos ni sabríamos cómo sobrevivir económicamente. Y esta dependencia ha dado lugar a nueva forma de esclavitud contemporánea. Y dado que la presión ejercida por quienes nos gobiernan es cada vez mayor, en los últimos años una parte de la ciudadanía ha salido de su aletargamiento, expresando su inconformismo a través de manifestaciones, pancartas y megáfonos.

DE LA INDIGNACIÓN A LA INDIFERENCIA
“Quien no es dueño de sí mismo está condenado a mandar o a obedecer.”
(Friedrich Nietzsche)

Muchos de los que pretenden cambiar el orden social establecido suelen atravesar cuatro estados anímicos diferentes. El primero es el que hace más ruido; de ahí que también sea el más conocido: la «indignación». Y aparece cuando sentimos que las decisiones y los actos de otras personas o instituciones perjudican directamente nuestros intereses. Esta emoción cargada de enfado, rabia e ira mueve a la queja y la protesta. Si bien estas movilizaciones ponen de manifiesto el creciente malestar de los ciudadanos, en última instancia no suelen cambiar el modo en que funciona la sociedad.

Esta es la razón por la que la indignación suele dar lugar a un segundo estado anímico: la «frustración». Esta emoción podría definirse como el sentimiento de decepción que nos invade cuando no se cumplen nuestras esperanzas y expectativas. Y nos hace sentir que hemos fracasado en el intento de conseguir que se produzca un cambio externo, por el cual llevamos cierto tiempo luchando.

Una vez nos sentimos sin fuerza ni energía para seguir combatiendo, la frustración se convierte en un tercer estado de ánimo: la «resignación». Fruto del cansancio físico y el agotamiento mental, experimentamos una profunda impotencia por no poder cambiar el sistema en el que vivimos. Y con el tiempo, esta emoción vuelve a mutar, dando lugar al cuarto y último estado de ánimo: la «indiferencia». De pronto nos volvemos completamente insensibles, tratando de que lo que pase en el mundo nos afecte lo menos posible. Es entonces cuando nos ocultamos bajo la máscara del cinismo, dedicándonos a mirar hacia otro lado.

EL MIEDO A LA LIBERTAD
“La libertad conlleva responsabilidad. Por eso a la mayoría de personas les aterroriza.”
(George Bernard Shaw)

Más allá de victimizarnos o de indignarnos, lo que necesitamos es comprender que la manera en la que el mundo ha venido funcionando está cambiando. Las reglas del juego profesional van a ser cada vez más diferentes a las que estamos acostumbrados. De ahí que para obtener nuevos y mejores resultados en el ámbito económico, sea necesario experimentar un «cambio de paradigma». Es decir, un profundo cambio de mentalidad, aprendiendo a relacionarnos con el mercado laboral de una manera mucho más madura, libre y responsable. Y esto pasa por depender lo menos posible del Estado, las empresas y los bancos para obtener los medios económicos que necesitamos para vivir dignamente.

En muchos casos, la raíz de nuestra situación de dependencia emocional y económica es «el miedo a la libertad». Es decir, el temor a adentrarnos en la incertidumbre que implica seguir una senda profesional alternativa, más acorde con la persona que intuimos que verdaderamente somos. El primer paso para emanciparnos es el más difícil. Consiste en atrevernos a asumir la responsabilidad y el protagonismo de resolver por nosotros mismos nuestros propios problemas laborales y financieros. Y es precisamente esta declaración de intenciones lo que nos lleva a tomar las riendas de nuestra vida.

Parece una decisión fácil, pero no lo es. De hecho, hay personas que ni siquiera se permiten escuchar este tipo de reflexiones. Tanto es así, que enseguida se ponen a la defensiva, ridiculizando a quienes se encuentran inmersos en este proceso de reinvención. Otros alegan que ya no tienen edad para estas cosas, convenciéndose a sí mismos de que no es el mejor momento o que tienen una hipoteca que pagar y unos hijos que alimentar… Curiosamente, cuanto mayor es nuestro miedo, más larga es nuestra lista de excusas y justificaciones para no cambiar. Y es que cuesta tanto, que muchos solo nos atrevemos a dar este primer paso después de haber padecido una saturación de sufrimiento. Más que nada porque solo entonces sentimos que no tenemos nada que perder.

LA HORA DE LA RESPONSABILIDAD
“Sé tú el cambio que quieres ver en el mundo.”
(Mahatma Gandhi)

Si bien no se habla de ello en las noticias, está surgiendo una nueva tendencia ciudadana mucho más silenciosa: «el Movimiento de los Responsables». Se trata de una minoría de ciudadanos cada vez más numerosa que están adoptando una visión más proactiva. Lo cierto es que ni se manifiestan ni protestan. Forman parte de una revolución mucho más pacífica y silenciosa. En vez de preguntarse qué puede hacer el Gobierno por ellos, invierten su tiempo y energía en formación para reinventarse profesionalmente, descubriendo qué pueden hacer ellos por la sociedad. Principalmente porque se han dado cuenta de un hecho que muchos siguen obviando: que quejarnos, protestar y culpar a los demás no ha traído –ni traerá– ningún cambio positivo ni constructivo a nuestra vida. Todo lo contrario. Tan sólo sirve para enfurecernos y debilitarnos todavía más.

Por todo ello, la misma energía que antes utilizábamos para indignarnos y tratar de cambiar el sistema, es mucho más eficiente emplearla en modificar lo único que sí podemos transformar: nuestra mentalidad, nuestra actitud y, en definitiva, las decisiones con las que construimos día a día nuestras circunstancias laborales y económicas. La última de nuestras libertades, esa que jamás podrán arrebatarnos, es la actitud con la que afrontamos nuestro destino. Eso sí, quien diga que este camino alternativo es fácil y está exento de obstáculos, miente. Además, nadie puede asegurarnos y garantizarnos que saldremos para adelante. Pero por lo menos es una senda que sí depende de nosotros, de nuestro esfuerzo, de nuestra inteligencia, de nuestro compromiso y de nuestro talento.

En el mundo de hoy, más allá de la crisis, siguen habiendo muchos problemas por solucionar y muchas necesidades por saciar. Y gracias a las nuevas tecnologías relacionadas con la comunicación y la información, así como a las redes sociales, nunca antes en la historia había habido tantas oportunidades para emprender nuevos negocios y proyectos que beneficien a otros seres humanos. La revolución más grande que podemos hacer hoy en día no es coger una pancarta e ir a protestar a la plaza mayor, sino reflexionar sobre cómo ganamos y gastamos nuestro dinero, conductas que dicen mucho acerca de la persona que somos. Y una buena manera de empezar esta senda hacia la madurez y la coherencia es tratar de responder–con más hechos y menos palabra– a la pregunta: ¿Qué puedo hacer yo para cambiar aquello de lo que me quejo?

 Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado 4 de noviembre de 2012.