Por Borja Vilaseca

Vivimos en una sociedad que valora a los triunfadores al tiempo que margina a los perdedores. Sin embargo, ¿qué es el éxito? ¿Y el fracaso? ¿Por qué hay personas que convierten su vida en una competición?

Cuenta una historia que un anciano empresario le regaló a su nieto el juego del Monopoly por su decimoctavo aniversario. Era verano y el joven disfrutaba de sus vacaciones antes de comenzar la carrera de económicas. Era un chico ambicioso. Quería superar la fortuna acumulada por su abuelo. Por la tardes, los dos se sentaban junto al tablero y pasaban horas jugando. A pesar de la frustración de su nieto, el empresario seguía ganándole todas las partidas, pues conocía perfectamente las leyes que regían aquel juego.

Un mañana, el joven por fin comprendió que el Monopoly consistía en arruinar al contrincante y quedarse con todo. Y hacia final del verano, ganó finalmente su primera partida. Tras quedarse con la última posesión de su mentor, se enorgulleció de ver al anciano derrotado. “Soy mejor que tú, abuelo. Ya no tienes nada qué enseñarme”, farfulló, acunando en sus brazos el botín acumulado.

Sonriente, el empresario le contestó: “Te felicito, has ganado la partida. Pero ahora devuelve todo lo que tienes en tus manos a la caja. Todos esos billetes, casas y hoteles. Todas esas propiedades y todo ese dinero… Ahora todo lo que has ganado vuelve a la caja del Monopoly.” Al escuchar sus palabras, el joven perdió la compostura.

Y el abuelo, con un tono cariñoso, añadió: “Nada de esto fue realmente tuyo. Tan sólo te emocionaste por un rato. Todas estas fichas estaban aquí mucho antes de que te sentaras a jugar, y seguirán ahí después de que te hayas ido. El juego de la vida es exactamente el mismo. Los jugadores vienen y se van. Interactúan en el mismo tablero en el que lo hacemos tú y yo. Pero recuerda: nada de lo que tienes y acumulas te pertenece. Tarde o temprano, todo lo que crees que es tuyo irá a parar nuevamente a la caja. Y te quedarás sin nada.”

El joven escuchaba cada vez con más atención. Y al captar su interés, el anciano empresario compartió con él una última lección: “Te voy a decir lo que me hubiera gustado que alguien me hubiera dicho cuando tenía tu edad. Piénsalo con detenimiento. ¿Qué pasará cuando consigas el ascenso profesional definitivo? ¿Cuándo hayas comprado todo lo que deseas? ¿Cuándo hayas subido la escalera del éxito hasta el peldaño más alto que puedas alcanzar? ¿Qué pasará cuando la excitación desaparezca? Y créeme, desaparecerá. ¿Entonces qué? ¿Cuantos pasos tienes que caminar por esta senda antes de que veas a dónde conduce? Nada de lo que tengas va a ser nunca suficiente. Así que hazte a ti mismo una sola pregunta: ¿Qué es lo verdaderamente importante en la vida?

EL MIEDO AL FRACASO
“Muchas personas suben ciegamente peldaño a peldaño por la escalera que creen que les conducirá al éxito. Y solo al llegar a la cima se dan cuenta de que han colocado la escalera en la pared equivocada.”
(Steven Covey)

Por más absurdo que nos pueda parecer al leerlo, hay personas que prefieren tener éxito a ser felices. Y eso que lo uno no es incompatible con lo otro. Sin embargo, entran en conflicto cuando la aspiración de lograr reconocimiento a toda costa se convierte en una patología; eso sí, socialmente aceptada.

Al mirar con lupa las motivaciones ocultas de quienes sueñan con recibir premios, salir en la foto y gozar del aplauso de multitudes, observamos una serie de rasgos en común. En primer lugar, comparten un profundo miedo al fracaso, un temor irracional de no “llegar a ser alguien”. Ese es el motor oscuro de muchas de sus decisiones y de casi todos sus actos. Esta es la razón por la que suelen ser adictos al trabajo o workaholics. En casos extremos, se sienten culpables si no están ocupados con quehaceres productivos, considerando el ocio y el descanso como una pérdida de tiempo.

Si bien suelen vivir desconectados de sí mismos, de sus emociones y sentimientos, están completamente enchufados al móvil y el ordenador portátil. En el nombre de la eficiencia y la profesionalidad, siempre están disponibles para sus jefes y clientes, relegando a la familia y los amigos a un segundo plano. Son ambiciosos y muy competitivos, y tienden a mantener relaciones basadas en el interés. Para ellos la vida es un concurso, una carrera, una competición. Sin embargo, se obsesionan tanto con ganar y llegar a la meta, que a menudo se muestran incapaces de disfrutar del camino.

De forma inconsciente, desarrollan una máscara deslumbrante, forjada por medio de prestigiosos títulos académicos y pomposos cargos profesionales. Gozar de una buena imagen es otra de sus prioridades. De ahí que suelan ser víctimas de la vanidad: si los demás no les reconocen los logros y méritos cosechados, ellos mismos se encargan de que todo el mundo se entere.

Podríamos decir que su flor preferida es el narciso. Y que entre sus animales favoritos se encuentra el pavo real. Debido a su carácter exhibicionista, saben cautivar la atención de los demás, desplegando un encanto personal bien calculado; son expertos en crear una magnífica impresión de sí mismos. A su vez se les puede identificar con el camaleón, pues también son maestros en el arte de adaptarse a sus interlocutores, mostrando aspectos de su personalidad que les garanticen una buena reputación social.

Creen que si no brillan, sobresalen o destacan serán invisibles a los ojos de la gente y, en consecuencia, indignos de reconocimiento. Muchos de estos adictos al éxito logran finalmente llegar a la cima. Pero algunos se encuentran con una sensación de vacío insoportable. De pronto tienen lo que siempre habían deseado. Paradójicamente, sienten que dichas recompensas carecen de sentido. Una vez conquistado el mundo se dan cuenta de que por el camino se han perdido a sí mismos.

EL VALOR DE LA AUTENTICIDAD
“No vivas para ser alguien conocido, sino para ser alguien que valga la pena conocer.”
(ANÓNIMO)

Detrás de esta compulsión por el éxito se esconde una dolorosa herida: la de no sentirse valiosos por el ser humano que son, poniendo de manifiesto su falta de autoestima. Así, en vez de obsesionarse por el reconocimiento ajeno, es fundamental que aprendan a re-conocerse a sí mismos. Es decir, saber quiénes verdaderamente son, yendo más allá de la máscara que han ido creando para seducir a la audiencia que les rodea.

Para lograrlo, han de redefinir sus prioridades, sus aspiraciones, así como su concepto de éxito, atreviéndose a tomar decisiones movidas por valores que de verdad les importen. Es entonces cuando muchos toman consciencia de que ser feliz vale más que tener éxito. Y en la medida que empiezan a ser fieles a sí mismos, a los dictados de su corazón, a menudo emprenden una senda profesional mucho más vocacional, orientando su existencia al bien común y no tanto a su propio interés. Lo curioso es que tarde o temprano llega un día en que el éxito aparece como resultado.

Sabios de todos los tiempos nos recuerdan una y otra vez algo que tendemos a olvidar: “el mayor triunfo es ser uno mismo”. En caso de no saber por donde empezar, podemos seguir las indicaciones de Antoine de Saint-Exupéry: “Procura que el niño que fuiste no se avergüence nunca del adulto que eres.” Para ello, no nos queda más remedio que escuchar con atención a nuestro corazón. Él sabe perfectamente quiénes somos y cuál es nuestro propósito en esta vida. Nuestro corazón lo sabe todo acerca de nosotros. El quid de la cuestión es si somos lo suficientemente valientes para escucharlo.

Artículo publicado por Borja Vilaseca en El País Semanal el pasado domingo 2 de agosto de 2015.